
Migrantes caminan en caravana rumbo a la frontera norte con Estados Unidos, en Huixtla, México, el 13 de enero de 2025.
Brazaletes electrónicos, refugios y amenazas: América Latina se prepara para hacer frente a la 'gran deportación' de Trump
La nueva administración estadounidense quiere expulsar a un millón de personas al año. Una operación que costará cientos de miles de millones de dólares y tendrá pésimas consecuencias al sur del Río Bravo.
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El presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, ha prometido en varias ocasiones poner en marcha el mayor programa de deportaciones jamás visto en la historia del país y en América Latina, el lugar al que llegaría la mayor parte de los deportados, no creen que la promesa sea un farol.
Así lo demuestran las medidas que se están tomando en las regiones de México que delimitan con la primera economía del mundo. Allí las autoridades locales, asistidas por organizaciones humanitarias y congregaciones religiosas, están acaparando cantidades ingentes de comida, agua y medicinas a repartir entre un sinfín de refugios puestos a punto de cara a lo que pueda ocurrir a partir del 20 de enero, cuando Trump tome posesión del cargo.
La idea, según han explicado a la prensa, es que tras una primera parada técnica en esos refugios los deportados de nacionalidad mexicana puedan ir regresando progresivamente a sus lugares de origen. Para lo cual –le decía José Luis Pérez Canchola, jefe de los servicios de inmigración de Tijuana, al New York Times– también se está negociando con varias compañías de autobuses. El objetivo: que fleten vehículos destinados a conectar las ciudades fronterizas con el resto de México. "No nos podemos convertir en un santuario de inmigrantes", le decía María Eugenia Campos, gobernadora del estado de Chihuahua, donde se encuentra Ciudad Juárez, al mismo periódico.
El problema es qué hacer con los inmigrantes que tengan otra nacionalidad y que los estadounidenses decidan depositar en México al no poder trasladarlos directamente a sus respectivos países. Y es que la presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum, que llevaba meses diciendo que México no aceptaría inmigrantes de otros lugares, se desdijo hace unos días dando a entender que cabía dicha posibilidad.
"Vamos a pedir a Estados Unidos que, hasta donde sea posible, envíe a los deportados que no sean mexicanos a sus países de origen, y en los casos en los que no se pueda estamos dispuestos a colaborar a través de diferentes mecanismos", explicó ante los medios de comunicación a comienzos de enero. También dijo tener "un plan" al respecto, aunque no ofreció detalles.
El enfoque conciliador, colaboracionista incluso, de México contrasta con la actitud de otros países latinoamericanos que han decidido sustituir los esfuerzos diplomáticos por la confrontación.
Xiomara Castro, presidenta de Honduras, ya ha advertido de que si empieza a recibir deportados las bases militares que alojan destacamentos de las Fuerzas Armadas estadounidenses "dejarán de tener razón alguna para existir". En plata: si empiezan a llegar inmigrantes expulsados a Honduras los uniformados estadounidenses desplegados en el país centroamericano tendrán que hacer las maletas.

Los migrantes sostienen una pancarta que dice " Éxodo de Trump 2025", durante una marcha para protestar contra el Instituto Nacional de Migración (INM) de México.
Asimismo, es probable que lugares como Cuba o Venezuela, los cuales ya se encuentran sancionados económicamente por Estados Unidos, obliguen a los aviones procedentes de la primera potencia del mundo sospechosos de traer deportados a darse la vuelta. Y en Guatemala un portavoz gubernamental ha definido como "falsa" una información que decía que los funcionarios guatemaltecos estaban preparándose para recibir inmigrantes expulsados. Dando a entender, básicamente, que ni están ni se les espera.
Mientras tanto desde El Salvador, un país que despierta especial interés dada la sintonía existente entre el líder salvadoreño Nayib Bukele y miembros del círculo de Trump, han dicho no querer adelantarse a los acontecimientos. Al respecto, la postura oficial del país es el silencio.
La cifra: 88.000 millones al año
Si las palabras de Trump, que ha prometido la expulsión de cualquier inmigrante que haya entrado ilegalmente en Estados Unidos, se cumplen al pie de la letra el número de afectados podría ascender, según los cálculos del Wall Street Journal, hasta los 13 millones de personas. El equivalente a un 4% de la población estadounidense.
Una operación mastodóntica que invita a hacerse la siguiente pregunta: ¿cómo piensa hacerlo? En una entrevista reciente, J.D. Vance, la persona escogida por Trump para ejercer de vicepresidente de Estados Unidos durante los próximos cuatro años, explicó que el proceso será "gradual". Al pedir que especificara algo más, contestó que ahora mismo se podría expulsar a un millón de personas al año.

Trump habla durante una conferencia de prensa, en la ciudad de Nueva York. Foto de archivo.
Dando por buena la cifra, el Consejo Americano de Inmigración, un think tank progresista con sede en Washington, dice que la operación tendrá un coste aproximado de 88.000 millones de dólares anuales. Multiplicada por trece, el coste total podría llegar a superar el billón de dólares al término del programa.
"Es cierto que será un proceso caro", reconocía hace unas semanas Ron Vitiello, uno de los directores interinos del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas durante el primer mandato de Trump. "Pero los beneficios del mismo compensarán la pena". De todas formas, Vitiello matizó que las cifras arrojadas por el Consejo Americano de Inmigración se basan en el presupuesto "claramente insuficiente" destinado por el presidente saliente, Joe Biden, a combatir la inmigración ilegal. En cuanto se lleve a cabo la "reasignación de recursos necesaria" la inversión –sentenció– será más llevadera.
Una afirmación con la que está muy de acuerdo Steve Camarota, uno de los analistas del Centro de Estudios de Inmigración, un think tank conservador que aboga por el fortalecimiento de la frontera. Camarota comentaba no hace mucho que "una vez se tenga la infraestructura en marcha los costes se reducirán sustancialmente".
Con todo, las estimaciones del Wall Street Journal sitúan el precio a pagar por el contribuyente estadounidense entre los 315.000 millones de dólares y los 162.000 millones de dólares.
El método: arresto, detención y expulsión
Primero llegarán los arrestos. "Empezaremos con los criminales", explicó el propio Trump en una entrevista reciente concedida a NBC News. "Habrá arrestos selectivos", confirmaba poco después Tom Homan, la persona que el presidente electo ha nombrado 'zar' de la frontera. O sea: el máximo responsable de las deportaciones. "Sabemos exactamente a quién debemos arrestar y sabemos dónde encontrar a esas personas gracias a las investigaciones policiales".
El problema llegará cuando el nuevo Gobierno tenga que poner en la diana a todas aquellas personas que no figuran en los archivos policiales porque nunca han cometido ningún delito. La mayoría, vaya. Entonces Homan tendrá que recurrir a lo que se conoce como arrests at-large. Peinar barrios enteros identificando a gente en la calle, básicamente. Esas son operaciones que, según el Consejo Americano de Inmigración, el think tank progresista, pueden llevar días, semanas incluso, para lo cual se deberá contratar a miles de agentes adicionales. Hasta 30.000, según sus estimaciones.
De ahí que en una entrevista concedida el pasado mes de diciembre a la revista Time el propio Trump dijese estar valorando el despliegue de tropas militares, concretamente la Guardia Nacional, para echar una mano a las autoridades policiales.
Tras el arresto llegará la detención; el periodo de tiempo entre el apresamiento y la deportación. Esta será la parte más costosa del proceso con diferencia. Primero por lo que cuesta mantener a una persona –con sus tres comidas diarias y las atenciones mínimas– al día y, en segundo lugar, porque Estados Unidos deberá construir más de 200 centros de internamiento temporal si realmente quiere expulsar a un millón de personas al año.
Para reducir esos costes se está valorando la instalación de brazaletes electrónicos en algunas personas. Y según Camarota, el analista del Centro de Estudios de Inmigración, hay un buen número de inmigrantes ilegales que, si han recibido notificaciones previas, podrían ser deportados con bastante rapidez sin por ello saltarse la legalidad vigente.
Durante la fase de la detención es cuando tendrá lugar el procesamiento legal que avalará la expulsión. Algo para lo que actualmente no hay ni jueces suficientes ni sedes judiciales suficientes si, de nuevo, el Gobierno de Trump quiere expulsar a un millón de personas al año. Una circunstancia que, muy probablemente, conllevará retrasos a la hora de deportar a la gente incrementando, así, los costes de toda la operación.
Finalmente, tendrá lugar la expulsión en sí misma. Un aspecto que también arrastra sus propios retos. Principalmente el de trasladar a todos aquellos inmigrantes procedentes de países que no tienen frontera física con Estados Unidos. O sea: a todos aquellos que no tengan pasaporte mexicano o canadiense.

Una estructura de carpa, que se utilizó para albergar a solicitantes de asilo, se ve en el Floyd Bennett Field en el distrito de Brooklyn de la ciudad de Nueva York, EE. UU., el 14 de enero de 2025.
Lo normal sería trasladarlos en avión, pero para ello se debe obtener permiso de aterrizaje por parte del país receptor y, en segundo lugar, establecer unos 6.000 puentes aéreos al año (otra estimación del Wall Street Journal tomando por buena la cifra de expulsiones anuales presentada por Vance). Algo que costará bastante dinero.
Aunque los militares podrían arrimar de nuevo el hombro en esta fase, hay una opción mucho más barata: meterlos en autobuses y depositarlos en México para que ese problema, un problema estadounidense, se convierta automáticamente en un problema mexicano. Algo para lo que, como se ha dicho más arriba, las autoridades del país azteca ya se están preparando.
Los dilemas: niños, financiación y el futuro
Una operación semejante encierra varios dilemas. El primero es qué hacer con las familias 'mixtas'. Es decir: con aquellas familias en las que hay personas que residen legalmente en Estados Unidos y personas que no tienen los documentos necesarios para poder estar en el país.
Si la cuestión solo implica a personas adultas la solución es relativamente sencilla: quien no tenga papeles fuera y quien los tenga que decida si acompaña al expulsado o se queda. La situación se complica cuando la cuestión afecta también a menores de edad. ¿Qué hacer con una familia en la que los niños son estadounidenses al haber nacido en suelo estadounidense pero en la que los padres son inmigrantes ilegales? En aquella entrevista con NBC News, el presidente electo dijo que en esos casos no le gustaría separar a nadie y que, por eso, lo suyo sería facilitar el regreso al país de origen de toda la unidad familiar.
Otro dilema tiene que ver con la financiación. Técnicamente, el Partido Republicano controla las dos cámaras que conforman el Congreso: la Cámara de Representantes y el Senado. Pero lo hace con una mayoría bastante ajustada, de modo que la aprobación de según qué presupuestos no siempre va a estar asegurada. Menos todavía si esas deportaciones empiezan a desembocar en dramas humanos que lleguen, a través de la televisión o de las redes sociales, a los hogares estadounidenses.
También está el asunto de todas aquellas localidades, especialmente en lugares como California, Texas, Arizona o Nuevo México, que dependen de mano de obra inmigrante para su buen funcionamiento.
"Desde el año 2000 la población de Texas ha sumado 10 millones de personas gracias al milagro texano", escribía hace un par de meses el reportero Jack Herrera, de la revista Texas Monthly, en alusión al rápido crecimiento económico que ha experimentado el estado en los últimos tiempos. "Y han sido esos trabajadores de la construcción que carecen de estatus legal quienes han sentado las bases para ese milagro", comentaba antes de añadir: "Cortar el suministro de trabajadores indocumentados sería como cortar el suministro de hormigón y madera".
Finalmente, está el dilema latinoamericano. O sea: cómo va a afectar la promesa de Trump a la realidad socioeconómica de América Latina.
En primer lugar, porque la aportación al PIB de las remesas enviadas por los inmigrantes que residen en Estados Unidos es sustancial. Su pérdida supondrá, por tanto, un golpe severo a la economía continental. Y, en segundo lugar, porque muchas sociedades latinoamericanas no tienen, hoy por hoy, capacidad suficiente como para absorber a cientos de miles de personas en un periodo de tiempo tan corto. Así que la probabilidad de que los desequilibrios sociales se disparen en una región donde ya son agudos es bastante alta y, por ende, muy preocupante.