La figura y la obra de Goethe fueron determinantes en la trayectoria de Thomas Mann, como hombre tanto como escritor. Son numerosos, y en absoluto casuales, los paralelismos entre uno y otro.

Como Goethe, también Thomas Mann fue adquiriendo, conforme su fama se consolidaba, un aspecto y unos ademanes estatuarios. Como la de Goethe, también su personalidad se les antoja a no pocos antipática, hosca, infatuada.

Los dos, por otro lado, jalonan, respectivamente, el comienzo y el final de lo que cabe considerar el Siglo de Oro de la cultura alemana, aquel al que –por decirlo con palabras de Mann– “los alemanes deben el honroso título de pueblo de poetas y pensadores”.

Mann se ocupó en numerosas ocasiones de Goethe, dedicándole abundantes ensayos y conferencias. Conviene prestarles particular atención, dado que, en la medida en que Goethe constituía su modelo, tales aproximaciones revelan mucho del propio Mann.

Se diría que este estaba condenado a escribir una novela sobre Goethe, y que así era por cuanto ningún otro escritor alemán parecía más idóneo para atreverse a ello. Desde muy pronto aparecen en su correspondencia alusiones al proyecto.

Goethe y Thomas Mann jalonan, respectivamente, el comienzo y el final de lo que cabe considerar el Siglo de Oro de la cultura alemana

No todos saben que el primer intento, en este sentido, fue lo que dio origen a La muerte en Venecia (1912). En 1915, a la pregunta de una lectora sobre cuál fue el germen de esta novela, Thomas Mann respondió: “En un principio, no tenía otra intención que contar la historia del último amor de Goethe, el amor del septuagenario por una jovencita con la que quiso casarse, topándose con la oposición de sus familiares. Una historia cruel, hermosa, grotesca, conmovedora...”.

El episodio al que alude Mann es bien conocido. Se trata del último gran amor de Goethe, quien se prendó de Ulrike von Levetzow, a la que aventajaba cincuenta y cinco años. La negativa de ella a casarse con él inspiraría la bellísima “Elegía de Marienbad” (1827). Sobre el fondo de esta anécdota, Mann quería abordar “el tema de la pérdida de dignidad del artista”.

Mann arrastraría en su interior, durante más de dos décadas, la idea de escribir una novela sobre Goethe anciano. No se decidiría a ello hasta el año 1936, cuando él mismo, ya sexagenario, empezaba a considerarse viejo.

El resultado sería Carlota en Weimar (1939), una de las novelas menos populares de Mann, al menos en España, pese a haber sido puntualmente traducida por Francisco Ayala (1941). Las razones de su escasa popularidad deben buscarse en la dificultad no sólo de disfrutar sino de apreciar en todos sus alcances la novela sin tener cierta familiaridad con la vida y la obra de Goethe.

Carlota en Weimar queda lejos de ser una novela biográfica, pese a que toda la novela es un apretado tejido de citas de Goethe y de sutiles alusiones a distintos aspectos de su vida. Su breve contenido anecdótico es un episodio estrictamente real y por lo demás insignificante: la corta visita que en 1816 hizo a Weimar Carlota Kestner, de soltera Buff, la mujer de quien Goethe se enamoró perdidamente a la edad de veintitrés años, inspirándole, poco después, la novela que lo consagró en todo el mundo: Las penas del joven Werther (1774).

El inesperado reencuentro de Goethe con su viejo amor, cuatro décadas después, sirve a Mann para trazar un admirable retrato, lleno de ambivalencia, de la vejez del genio, de su vitalidad insaciable y de su problemática relación con su época. Acercamiento que comporta, disimuladamente, una revisión nada complaciente, crítica e irónica a la vez, de la propia posición de Mann –maduro y consagrado– durante los años en que, con Hitler en el poder y él mismo en el exilio, se convirtió en un combativo representante de la “otra Alemania”, la que tenía a Goethe como figura tutelar.