En 1829, cumplidos los ochenta años, Goethe hace ya mucho que es toda una institución en Europa. Lo visitan príncipes, poetas, artistas, filósofos, eruditos, científicos. Lo veneran en Inglaterra, en Francia, en Italia, en todo el mundo conocido.

Mantiene una copiosa correspondencia con las más eminentes inteligencias del momento y en su amplia casa de Weimar recepciona a quienes tienen la fortuna de ser admitidos en ella. En tales ocasiones, Goethe se muestra a la vez distante y cordial, algo ampuloso en su atuendo y en sus maneras, pero siempre amable y atento con sus invitados, a los que su ojo experto radiografía y clasifica enseguida.

A su edad, mantiene despiertas todas sus antenas: su curiosidad es insaciable, su cultivada humanidad no deja de ampliarse y de concebir nuevos proyectos, al tiempo que revisa y actualiza una y otra vez la edición de sus obras completas.

Goethe era un conversador curtido y ameno, capaz de interesarse por las más variadas cuestiones, acerca de las cuales —ya se tratara de política o de filosofía, de poesía o de teatro, de minerología o de botánica, del mundo grecolatino o de las ciudades de Italia, pues nada en el mundo le era ajeno— solía tener ideas propias y bien fundadas.

Sabía preguntar y sabía oír, tenía una gran capacidad para la admiración y no carecía de sentido crítico. Tampoco de sentido autocrítico, si bien a este respecto debe decirse que había una cuestión en la que no dejaba pasar una. Me refiero a su Teoría de los colores, a la que no cabía plantear ninguna objeción sin riesgo de perder la estima de su autor.

Goethe invirtió años haciendo las observaciones y armando las hipótesis que finalmente volcó en su tratado 'Teoría de los colores'

Goethe invirtió años haciendo las observaciones y armando las hipótesis que finalmente volcó en este tratado publicado en 1810, cuando ya había cumplido los sesenta años. Con él estaba convencido de haber refutado las teorías de Newton sobre la materia, que juzgaba "un inmenso y perjudicial error", aparte de sentar las bases de toda una nueva metodología.

Lo malo era que casi nadie del ámbito científico le hizo mucho caso, y que, pese a la reputación del autor, el tratado fue tomado —sigue siendo tomado en la actualidad, hechas algunas excepciones y matices— por el capricho empecinado de un ilustre diletante.

Goethe se subía por las paredes y confiaba en que la posteridad hiciera justicia al mérito de su obra. El autor del Werther, de las Elegías romanas, del Fausto, bien hubiera renunciado a la gloria inmortal que le procuraba cualquiera de estas obras por un reconocimiento a la que él consideraba "la más grande y difícil" de todas las suyas.

"Tal vez, sin este enorme trabajo, hubiese podido escribir media docena más de tragedias; pero bastantes hombres después de mí serán capaces de escribirlas", le decía a su fiel secretario Eckermann mientras este temblaba todavía a consecuencia de la reprimenda que le había soltado Goethe al plantearle él, muy cautamente, un leve reparo a una de sus observaciones.

Goethe, enfadadísimo: "Usted es tan hereje como todos los demás, y no es el primero que se ha alejado de mí. He roto con las personas más notables por culpa de algunos puntos de la teoría de los colores en los que disentíamos".

Eckermann anota estas palabras lleno de susto, piedad y consternación. Y anota luego estas otras, proferidas por Goethe poco después:

"De lo que he logrado como poeta no me siento especialmente orgulloso. Pero que en todo el siglo que me ha tocado vivir y en la difícil ciencia de la teoría de los colores yo haya sido el único conocedor de la verdad es algo de lo que me envanezco y que me procura la sensación de ser superior a muchos otros".

Cada loco con su tema, Goethe incluido.