Viajé a Tánger para asistir al homenaje que el Instituto Cervantes de esta ciudad le hizo a Ramón Buenaventura el pasado 14 de noviembre.

Fui por iniciativa propia, movido por la simpatía y la admiración que siento por Ramón y por su obra. No quería perderme la ocasión de verlo y de celebrarlo en su ciudad natal, por mucho que poco o nada reste del Tánger en que transcurrieron su infancia y adolescencia, y que tanto lugar ocupa en su poesía, en sus novelas, en su memoria.

Llenaba la sala de actos del Cervantes un nutrido público en el que se contaban, llegados de distintas provincias españolas, no pocos familiares de Ramón, qué buena gente. Él leyó para la ocasión un texto estupendo, divertido y conmovedor, centrado en sus años tangerinos, cuando todo el mundo lo conocía por el nombre de Monchito.

Su evocación, llena de añoranzas, se resistía sin embargo –bueno es Ramón– a toda tentación idealizadora. Lejos de eso, socavaba desde dentro el mito tan divulgado del Tánger cosmopolita, de la ciudad internacional en la que, hasta 1960 y más allá, habrían convivido pacíficamente europeos, marroquíes y judíos, y que sirvió de escenario para las fantasías orientalistas y los devaneos sexuales y psicodélicos de un puñado de afamados artistas y escritores.

Contó Ramón (nacido en 1940) cómo la vida de él y sus compañeros, españoles de tercera generación en Tánger, transcurría tan desentendida de la España de Franco –apenas una sombría silueta en el horizonte marino– como de la población de origen africano.

Las palabras de Ramón Buenaventura, pronunciadas con su aspereza característica, resonaron peligrosamente en la sala abarrotada

Dijo, por ejemplo, que él nunca, nunca, había tenido tratos con ninguna muchacha marroquí. Que “ni siquiera nos molestamos en aprender el árabe, más allá de las cien o doscientas palabras básicas, como mucho”. Y que, si bien había algún que otro muchacho marroquí en el instituto al que iban, “ninguno de ellos asistía a nuestros guateques, ni salía con nuestras chicas, ni se venía a la playa con la panda”.

Lo que sigue pertenece a una vieja charla de Ramón en que declaraba ya algo parecido: “Dicho en lisas y llanas palabras: prevalecía una discriminación casi total de la que nosotros no éramos conscientes, o que aceptábamos como un hecho natural. Habría que matizar en este punto, sin embargo: no era una discriminación que se debiera a ningún sentido de superioridad. Lo que teníamos era una fuerte noción de la diferencia e, incluso, perdóneseme, del carácter no conciliable de ambas culturas. No éramos enemigos, pero sólo podíamos vivir en el mismo espacio territorial a condición de no mezclarnos excesivamente. Además, claro, nosotros mandábamos”.

Las palabras de Ramón, pronunciadas con su aspereza característica, resonaron peligrosamente en la sala abarrotada. Las intervenciones del público volvieron sobre este testimonio, que algunos malentendieron, y que otros, susceptibles, sintieron como una agresión a la imagen favorita de la ciudad, a su más amable postal.

Fue una buena idea, para relajar el ambiente, forzar a Ramón a recitar un poema inédito, aún reciente, que él se resiste a dar por bueno. Se titula “Tánger Paraíso” y –aun a riesgo de que él me mate por atreverme– no me resisto a citar aquí, en una versión acaso ya caducada, unos pocos versos de su tramo final: “España fue el antídoto del Paraíso; / España es el antídoto / de cualquier paraíso; // pero Tánger me hizo extranjero, / para siempre, / de todas las Patrias. // Yo solo soy de allí, del Paraíso / que ya no existe, / que quizá no existiera / nunca”.

Por cierto que mi contribución al homenaje consistió en anunciar a propios y extraños la publicación, en 2026 y en la editorial Ultramarinos, de la poesía completa de Ramón Buenaventura, en la que venimos trabajando, temerariamente, el poeta y editor Unai Velasco y yo mismo. Será un acontecimiento, sépanlo.