
El escritor Eduardo Mendoza durante la rueda de prensa que ha ofrecido este miércoles en Barcelona, tras haber sido galardonado con el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2025. Foto: Quique García / EFE
Mendoza y nada más
El escritor Miqui Otero celebra el Premio Princesa de Asturias de las Letras concedido a Eduardo Mendoza, "un autor alérgico al pavoneo real".
Más información: Eduardo Mendoza, Premio Princesa de Asturias de las Letras: el broche a 50 años dando "felicidad a los lectores"
Uno.
La última vez que hablé con Eduardo Mendoza perdí mi teléfono móvil, así que prefiero aplazar el bochorno y empezar el cuento con la primera vez que le formulé una pregunta.
El día que por fin conocí a Eduardo Mendoza, en la primavera de 2015, me propuse recordarle algo que había dicho en una entrevista de 1979, un año antes de que yo naciera: "Me pidieron datos de mi vida para la contracubierta de mi primer libro y solo se me ocurrió mi fecha de nacimiento". Mientras esperábamos para salir al escenario del CCCB, reuní toda la flema británica que tenía a mano (es decir, logré controlar la emoción y no le pedí que me autografiara un cachete) para preguntarle por la ocurrencia. Me sonrió, con ese aire jocundo y bajo ese bigote color espuma que parece la huella de un sorbo eufórico de cerveza. Y contestó: "No sólo era verdad. Es que desde entonces no he hecho nada más".
"Y nada menos", casi se me escapa. Dentro de ese "nada más" cabe, sin ir más lejos, la deuda impagable que yo contraje con él cuando aterrizó como un OVNI en mi pupitre escolar un ejemplar de Sin noticias de Gurb (la he intentado saldar, por ejemplo, recomendando a mi editorial alemana el relanzamiento de esa novela allá, pero hay deudas eternas). Detrás de ese nada más, también, un autor alérgico al pavoneo real que, de vez en cuando pasa, como dice su detective manicomial en El laberinto de las aceitunas, "de agudo observador a perplejo protagonista".
Dos.
Hoy, como ya le sucedió con el Premio Cervantes, vuelve a ser perplejo protagonista: le han dado el Princesa de Asturias por, siempre según él, no hacer nada. Nada más. Y nada menos. Mendoza prefiere no exponerse demasiado, como le sucede a Shanti Andia, que dice: "Tengo que hablar de mí mismo: en unas memorias es inevitable". También sabe, como dijo Baroja, que "la historia es el folletín de las personas serias". Y por eso los personajes de Mendoza tienen a veces nombres que podrían sumarse a los de Reportero Tribulete, Furcio Buscabollos o Cucufato Pi, entre otras criaturas de tebeo que, según me dijo aquel primer día, tanto le influyeron cuando empezaba a escribir (y lo primero que escribió fue la leyenda: "¡Al ataque!", al lado del dibujo infantil de un tipo montado a caballo; un arranque lleno de vigor y promesa).
No me malinterpreten: nos hemos visto solo unas cinco veces, y él quizá solo recuerde vagamente mi nombre, aunque yo lo catalogara como amigo no ya la primera vez que lo conocí, sino en el preciso instante en el que abrí por vez primera un libro suyo. Durante mi adolescencia, compré muchas de sus novelas en una especie de bosque donde abundaban ese tipo de clásicos populares con criaturas de nombres rimbombantes. Tanto tebeos y bolsilibros como novelones de Balzac o Dickens. Allí, en el mercadillo de libros de segunda mano de mi barrio, me hice, por ejemplo, con todas las aventuras del detective sin nombre.
Allí, también, compré La ciudad de los prodigios, una novela imponente encajonada entre las dos exposiciones universales que marcaron el rumbo de nuestra ciudad. "En Barcelona", se dice en Gurb, "llueve como el Ayuntamiento actúa: pocas veces pero a lo bestia". Cuando decidí escribir Simón, intenté seguir la misma estrategia: marqué el inicio en los Juegos Olímpicos del 92 y el final en el atentado en las Ramblas de una sociedad poseída por el Procés.
El secreto de las novelas de Eduardo Mendoza es que las divertidas son de lo más serio y las serias, en fin, suelen ser muy divertidas.
También le tuve presente cuando decidí escribir Orquesta, la siguiente novela, tan distinta, para intentar no ser una banda de tributo de mí mismo. Hay autores que se repiten mucho y me parece bien, salvo cuando dicen que ellos no se repiten, sino que insisten. Mendoza, en cambio, es un autor promiscuo y versátil que puede en un solo lustro encadenar el festín luminoso de risas de Gurb, el dilema místico y sombrío, metafísico y sexual de El año del diluvio y el melodrama radionovelesco de Una comedia ligera.
Comparto con él su admiración genuina por la figura del pícaro (el héroe que usa lo único que tiene, la inteligencia, para sobrevivir). Y aprendí también de él, por ejemplo, que uno no debe tomarse más en serio a sí mismo que a su oficio y también que, como dijo Chesterton, "lo contrario de divertido no es serio, sino aburrido". Cuando Mendoza publica una novela, la gente se pregunta si será de las divertidas o de las serias. Pero el secreto es que las divertidas son de lo más serio y las serias, en fin, suelen ser muy divertidas.
Tres.
Quizá por eso reímos tanto en una fotografía que tengo colgada en la pared de mi estudio y que veo de reojo cuando estoy escribiendo. Nos la hicieron la segunda vez que hablé con él, cuando me bendijeron con la posibilidad de presentarle la primera entrega de las cuitas de Rufo Batalla. Nos miramos en efigie, él más alto y más elegante que yo. En nuestra cara alguien ha bosquejado la sorpresa, como si acabáramos de oír un chiste o de recibir una alerta de Protección Civil que nos informa de cualquier cosa a todas luces inverosímil (qué sé yo: una pandemia global, un apagón eléctrico unánime en todo el país, una nube química devastadora en el Garraf).
Cuando me pongo demasiado estupendo, demasiado solemne o demasiado grave, o demasiado a secas, o demasiado seco, la miro. Y recuerdo que sólo él escribe ya como escribe, porque nadie maneja como él el gran secreto: el humor es la única forma de inteligencia libre de presunción.

Miqui Otero y Eduardo Mendoza en el acto mencionado en el texto. Foto: Archivo de Miqui Otero
Cuatro.
No crean que me escaqueo. Perdí mi móvil, sí, la última vez que nos vimos. Nos reunió un periódico en un museo modernista para fotografiarnos juntos en la portada de su suplemento de Sant Jordi. Nos sacaron sentados en un banquito frente a lienzos preciosos y también delante de un vitral con un dragón y un caballero. Yo, muy voluntarioso en mi afán de no decepcionar al maestro, algo nervioso también. Al acabar, salimos a la luz de la ciudad de los prodigios. Él sacó el móvil y yo, por no perder la costumbre, intenté hacer lo mismo que él. Pero no lo tenía. Sin noticias del móvil.
Me acompañó dentro, me ofreció el suyo para llamarme, me propuso repasar qué había hecho en las horas previas para reconstruir los hechos y encontrarlo. De repente, me había convertido en un detective loco y tenía al lado a mi autor. De hecho, llegué a pensar que me lo había escondido él detrás de un canapé modernista por eso de las risas. La historia siguió, ya después de despedirme de Mendoza, con un rosario de escenas azarosas, no exentas de tensión narrativa y de miga cómica: o sea, muy mendocinas. Porque si hace medio milenio se decía de lo bueno que era "de Lope", de lo gracioso e inteligente, de lo grande sin solemnidad, de lo sabio no resabiado, tendría que decirse ahora que es "de Mendoza".
Y cinco.
Supongo que los premios, como los sueños y las infancias, solo nos importan cuando son nuestros (o, mejor aún, de uno de los nuestros). Así que: Ra, ra, ra, Mendoza y nada más. Enhorabuena al rey por este premio principesco. Un premio de Mendoza. Y gracias por "nada". Es decir: gracias por todo. También por ayudarme a encontrar el móvil y la voz.