Image: Fragmento de Isabel II. Una biografía. 1830-1904

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Letras

Fragmento de Isabel II. Una biografía. 1830-1904

por Isabel Burdiel

21 diciembre, 2010 01:00

Isabel II

Taurus

Las relaciones entre la monarquía y el liberalismo decimonónico eran difíciles tanto en España como en la Europa posrevolucionaria. El libro de Burdiel analiza, como nunca antes se ha hecho, la forma específica que adoptó esa tensión durante el reinado de Isabel II, un periodo fundamental de cuyos logros y limitaciones dependió, en muy buena medida, la posición de la monarquía en el régimen liberal hasta la II República. La biografía de Isabel II permite una amplia reflexión sobre el papel de la Corona e introduce nuevos elementos para el debate político actual sobre ésta, en España y en Europa.

CAPÍTULO 1.3

La llegada de Olózaga al entorno de Isabel II fue un duro golpe para la ambición y los planes de Donoso Cortés. Hasta el momento se sentía ufano de su capacidad para maniobrar casi a su antojo y la poderosa presencia de don Salustiano -igual a él en inteligencia y ambición, aunque quizás no en crueldad política- era un verdadero estorbo. El político progresista estaba decidido a dejar su impronta en la reina niña, «completando» su educación como reina constitucional y Juan Donoso estaba dispuesto a hacer lo propio pero en un sentido muy distinto. Para salir al paso de lo que pudiera intentar inculcarle Olózaga, Donoso propuso encargarse él mismo de enseñarle a Isabel II la historia de España, y muy especialmente la de la regencia de su madre, al tiempo que la instruiría prácticamente en la política diaria por el procedimiento de aconsejarla «en la mejor dirección, según fueran presentándose los problemas».

Salustiano de Olózaga y Juan Donoso Cortés tenían algunas cosas en común. Los dos procedían de las clases medias acomodadas y profesionales de las que, a juicio de ambos, debía surgir la nueva élite dirigente, capaz de afrontar los retos de gobernabilidad del mundo postrevolucionario. Los dos estaban convencidos de su superioridad intelectual y de sus méritos para encabezarla. Despreciaban (el desprecio era mutuo) a la rancia nobleza cortesana y compartían, además, un desdén similar por la supuesta mediocridad de sus propios «amigos políticos».

Sin embargo, la relación que establecían entre el mérito y el poder, así como la concepción de ambos, eran radicalmente distintas. Tanto como la glorificación de la inteligencia por parte de Donoso y del talento por parte de Olózaga. Para el segundo, la nueva aristocracia natural representaba a la nación en una dinámica que iba de abajo a arriba, desde la sociedad (y sus intereses) a los diversos poderes establecidos en una monarquía constitucional. Para Donoso, por el contrario, el proceso de selección de sus aristocracias legítimas no procedía de abajo sino de arriba. Es el trono quien dice: «Necesito de los más inteligentes entre vosotros, no los puedo ver desde mi altura, nombradlos».

Los así nombrados no constituyen ningún poder al margen del «único poder de la sociedad; es decir, el monarca». Su función es ofrecerle una «orientación» no vinculante, no legitimada en la representación nacional, en el nuevo y peligroso mundo del liberalismo. El cariz netamente antiliberal de la teoría donosiana de las aristocracias legítimas y el culto netamente liberal de Olózaga al talento son evidentes. Como evidente y diametralmente opuesta fue la actuación de ambos respecto a la reina Isabel y la forma que adoptó la lucha sin cuartel que entablaron en torno a ella. Una lucha que era, al tiempo, de personalidades y de principios y de cuya resolución dependió, en buena medida, el futuro de la monarquía constitucional en España.

Donoso actuaba en la oscuridad. Tejió una tupida red de espías entre la servidumbre femenina de la Reina y, cada noche, escribía a Muñoz (quien acababa de concederle un sustancioso préstamo personal para poner en explotación su dehesa de Valdegamas en Badajoz) contándole los más mínimos detalles de sus «progresos en el ánimo de la Casa Grande». Su futuro político, su fortuna personal y el triunfo de sus ideas dependían de su habilidad para impedir que «la presa» (como denominó en una ocasión a Isabel II) la cobrasen los progresistas. Frente a ellos, los moderados (a los que se refería como «esa pandilla de pícaros tontos») eran un mal menor.

Muy de acuerdo con sus planteamientos teóricos acerca de la forma en que inteligencias como la suya debían relacionarse con el poder (y ocuparlo) buscó convertirse en el oráculo, el siervo y el intermediario imprescindible de los Muñoz: «Mi conducta será la de unirme con todos, aunque militen bajo las banderas del diablo en las cuestiones que interesen personalmente a la Reyna Madre y a la Reyna hija, y caminar solo sin afiliarme a ningún partido en todas las demás cuestiones». En la práctica, el arribista fascinado por el poder se desvela una y otra vez en su correspondencia con Muñoz (más abierta y menos untuosa que la que mantuvo con María Cristina) cuando sugiere incansable que se le nombre secretario privado de la Reina o cuando exclama, exultante: «¡Ah! Si a mi voluntad y previsión igualaran mi poder!».

Mientras Donoso maniobraba en las sombras, Olózaga desplegaba sus encantos personales y políticos de la forma más abierta posible. La desenvoltura con que se movía en Palacio crispaba a los cortesanos habituales y suscitó la desconfianza, cuando no la envidia y la irritación, de muchos compañeros de partido35. Sin embargo, en aquella naturalidad de trato, en la comodidad e incluso en el placer con que Olózaga se desenvolvía en la Corte, había algo más que la expresión de una personalidad o de una ambición advenediza. Respondía a una muy arraigada concepción de la política y del papel que en ella debía y podía representar un patricio liberal cuando trataba con un monarca constitucional. Era la confianza serena (o su apariencia como tal) de estar tratando con una persona tan humana como él y tan servidora de la nación como él mismo. Don Salustiano no se quedó preso de «la magia de Palacio» ni deslumbrado por ella. En todo caso, Pastor Díaz tenía más razón que otros cuando escribió sobre «su falta de respeto al Trono, a las clases elevadas». Su formación política, y no sólo su soberbia personal, le impedían la reverencia y la sumisión que (al menos en público) cultivaba Donoso. En realidad fue ese abierto despliegue de sí mismo (y de sus principios) lo que le perdió.

Además de intentar enseñarle un comportamiento constitucional, y de paso la diferencia entre un mal vino y un buen champán, Olózaga trató de adecuar los modales de la heredera de Fernando VII a los de otros monarcas europeos más civilizados. No fue un paso menor (ni carente de significado político) convencerla de lo inapropiado, falto de elegancia y de sentido del respeto que era el arraigado tuteo borbónico. A la Reina aquello (junto con el champán) le hizo mucha gracia y se divertía llamando a todo el mundo de usted y a Olózaga «mi querido fanfarrón». Las alarmas saltaron rápidamente. La correspondencia de Donoso con Muñoz destila bilis cuando alude, cada vez con más insistencia, a la creciente familiaridad entre «el tirabeque de Olózaga» e Isabel II: «Ya le llama la Niña aparte, le dice sus secretos, y le hace sus caricias». Tras insinuaciones equívocas como aquella, se apresuraba a añadir melifluamente que no tenía «nada de extraño: una niña tan buena cree que todos son sus amigos y dignos de su confianza».