José Manuel Caballero Bonald

José Manuel Caballero Bonald

Letras

Caballero Bonald, dudas de novicio

“En una crisis de jactancia supuse que había armado un librito estimable”. El poeta nos habla de la primera vez que envío un manuscrito al premio Adonais

7 febrero, 2008 01:00

A lo mejor me hubiese divertido evocar ahora, al cabo de tanto tiempo, los muchos desvelos y tribulaciones que me deparó la publicación de mi primer libro. Pero no ocurrió nada de eso, sino todo lo contrario. Ni me exigió ningún esfuerzo especial ni anduve peregrinando, con el manuscrito en ristre, por las editoriales de turno. Claro que me estoy refiriendo a un producto literario tan distante de los intereses empresariales como la poesía, cuyo trámite editorial rondaba casi la eventualidad del mecenazgo. En aquellos años inhóspitos -a principios de los 50- yo aún vivía en Jerez y, a ratos perdidos, me dedicaba al meritorio ejercicio de la poesía. Aún tardaría siete u ocho años en probar suerte con la novela. Había ido escribiendo y espigando por entonces un conjunto de poemas más o menos subordinados, salvo algún que otro atisbo de desobediencia, a los modales retóricos al uso y, en una crisis de jactancia, supuse que había conseguido armar un librito estimable. Lo bauticé con el discreto nombre de Las adivinaciones y lo envié sin más al premio Adonais, que era por entonces la mejor vía de difusión de un poeta en ciernes.

Un día, cuando menos lo esperaba, me llamó por teléfono José Luis Cano -director entonces de Adonais- y me informó que mi libro había obtenido un accésit de ese premio. Tuve entonces la inmediata certeza de que tan parco laurel me había traspasado, sin etapas intermedias, a los intramuros de la gloria. Así de expedito. Arbitré como primera medida mi traslado a Madrid, pensando que era sumamente oportuno que la aparición de mi primer libro coincidiera con mi presencia en la capital, no fueran a buscarme en vano los emisarios de la fama. Ya he contado algo de todo eso con otras palabras en mis memorias.

Arbitré como primera medida mi traslado a Madrid, pensando que era sumamente oportuno que la aparición de mi primer libro coincidiera con mi presencia en la capital

Sigo acordándome muy bien de aquel mes de marzo de 1952 cuando, entre la ufanía y la perplejidad, tuve en mis manos el librito. Aún perduraba en la vida de cada día la opresiva virulencia de la posguerra: los sobresaltos, los silencios, las restricciones eléctricas, las penurias, la cartilla de racionamiento. Puedo ver con mediana nitidez el cuarto de mi menguado hospedaje madrileño y las enfrentadas sensaciones con que me obsequió la modesta pero radiante edición de Las adivinaciones. El reencuentro con mi poesía ya impresa me inculcó una convicción enojosa: la de que ya no podía reparar los muchos desperfectos que iba descubriendo. De lo que deduje que me había apresurado en la publicación de un libro tan manifiestamente mejorable. O sea, que mi situación de novicio tampoco me sustrajo a la edificante experiencia del arrepentimiento o, cuando menos, de las dudas. Pensé que, sólo con haber usado de una mayor vigilancia, los resultados habrían sido menos defectuosos. La graduación de mi autoestima, que había alcanzado cotas bastante altas, empezó a decrecer de modo atropellado. Ni siquiera la halagüeña atención que mereció el libro en la prensa -Gerardo Diego, Melchor Fernández Almagro, Camilo José Cela…- me sirvió a la larga de contrapeso.

Ahora que lo pienso, quizá no fuera entonces sino al cabo de cierto tiempo cuando aprecié semejantes deficiencias. En todo caso, de lo que sí estoy seguro es de que desde un primer momento me produjo cierta incomodidad esa poesía un poco sustentada de premuras sentimentales, de cuya recurrente solemnidad no me sentía ya muy partidario. Quiero creer, sin embargo, que aquel incipiente empeño crítico fue mucho más ventajoso que todas las vanaglorias correlativas. Y más tratándose de un aprendiz de escritor que empezaba a dejar de ser, como quien no quiere la cosa, un anónimo poeta provinciano.

DESDE ENTONCES

El “anónimo poeta provinciano” José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926) se convertiría con el tiempo en uno de los principales líricos españoles. A continuación de Las adivinaciones publicó Memorias de poco tiempo (1954), Anteo (1956), Las horas muertas (1959), por el que recibió el premio Nacional de la Crítica, El papel del coro (1961), Pliegos de cordel (1963), Descrédito del héroe (1977), galardonado con el Nacional de la Crítica, Manual de infractores (2005) y Entreguerras (2012). Ha escrito novelas como Dos días de septiembre (premio Biblioteca Breve, 1962), Ágata Ojo de Gato (1974) y Campo de Agramante (1994).