Collage formado por el árbol de la vida de Charles Darwin, las fases de la luna de Galileo, el corte axial de la retina de Ramón y Cajal,  las mariposas de George Cuvier, las formas de Ernest Haeckel, el rinoceronte de Durero para Gessner y la supernova de Kepler

Collage formado por el árbol de la vida de Charles Darwin, las fases de la luna de Galileo, el corte axial de la retina de Ramón y Cajal, las mariposas de George Cuvier, las formas de Ernest Haeckel, el rinoceronte de Durero para Gessner y la supernova de Kepler

Ciencia

100 libros imprescindibles para entender al ser humano, la naturaleza y el universo

El historiador de la ciencia y académico José Manuel Sánchez Ron publica 'El canon oculto' (Crítica), donde fija las obras fundamentales del conocimiento.

8 abril, 2024 01:11

“Si he logrado ver más lejos ha sido porque he subido a hombros de gigantes”. Con permiso de Newton, actualizamos su genial (y modesta) frase –escrita en una carta del 5 de febrero de 1676 a Robert Hooke– para afirmar que si ahora vemos lejos en la ciencia es porque alguien como el historiador, físico y académico José Manuel Sánchez Ron nos ha acercado a esos colosos de la verdad.

No hay precedentes en la tradición española. Tampoco se encuentran fácilmente entre el rico legado anglosajón una empresa como la que ha vertido en El canon oculto (Crítica), libro que se publica el día 10 de abril y donde reúne un centenar de títulos fundamentales de la ciencia universal, desde la Grecia del siglo V a. C hasta nuestros días.

Arranca el viaje de Sánchez Ron con el Corpus Hippocraticum (Tratados Hipocráticos), un conjunto de escritos médicos atribuidos a Hipócrates, considerado el padre de la medicina contemporánea (y por el que juran aún hoy nuestros doctores).

Para Sánchez Ron, no hay momento superior en el pensamiento universal que el de los 'Elementos' de Euclides” 

Nos encontramos también en esta extensa cita con el “oculto” canon científico a Andreas Vesalio y su De humani corporis fabrica (1543), “uno de los libros científicos más bellos, en el que Vesalio realizó un vibrante llamamiento en defensa de la práctica anatómica al mismo tiempo que hizo hincapié en las limitaciones de los estudios de Galeno”.

Este último, el “médico” por antonomasia, aparece representado con De locis patientibus, un anticipo de lo que será la fisiología. La vida de Galeno (siglos II y III d. C.) parece salida de una película de Ridley Scott. Antes de instalarse en Roma, fue médico de gladiadores en Pérgamo.

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No podría faltar en este compendio de grandes obras de la ciencia la ineludible presencia de Aristóteles, capaz de alimentar por sí mismo varias disciplinas. Su obra cubrió campos como la lógica formal, la metafísica, la física, la astronomía (Acerca del cielo influyó poderosamente en la cosmología futura), la biología (Investigación sobre los animales no fue superada al menos hasta Linneo), la ética o la política.

Un referente y un necesario punto de arranque. Pistoletazo de salida que no podría entendere sin los Elementos (siglo IV a. de C.) de Euclides. Pese a que se desconoce casi todo del matemático, “no hay momento superior en la historia del pensamiento griego y universal que el de la composición de los Elementos, pese a que el texto fuese una síntesis, una recopilación”, explica Sánchez Ron.

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Si seguimos mirando al cielo, nos encontramos en este “canon oculto” figuras imprescindibles. Puede que sus teorías hayan sido superadas en algunos puntos pero sin duda han servido para iluminar a los gigantes que vendrían después.

Es el caso del astrónomo y geógrafo Ptolomeo con su Almagesto (siglo II), tratado de astronomía, considerado la cumbre del sistema geocéntrico, que conforma el catálogo estelar más completo de la antigüedad. El siglo XIII nos dará Las tablas astronómicas de Alfonso X El Sabio, que será el catálogo astronómico más importante hasta bien avanzado el siglo XVI.

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Su contenido influyó notablemente en el canónigo polaco Nicolás Copérnico, de quien Sánchez Ron incluye De revolutionibus orbium coelestium (Sobre las revoluciones de las orbes celestes). Publicado en 1543, Copérnico “postulaba una auténtica revolución afirmando que no es la Tierra la que ocupa el centro del universo sino el Sol. “Aunque también –señala Sánchez Ron– conserva elementos centrales de la cosmología aristotélica-ptolemaica, en particular las órbitas circulares”.

Tycho Brahe ha de tenerse en cuenta por Astronomiae instauratae mechanica (1598), último observador de los cielos sin telescopio, y argamasa científica entre Copérnico, Kepler, Galileo y Newton. De hecho, sin las leyes que Kepler plantea en Astronomia nova (1609) hubiese sido casi imposible que el inglés hubiese planteado su ley de gravitación universal en Philosophiae naturalis principia mathematica (Principios matemáticos de la filosofía natural) de 1678 (descrito en El canon oculto como un hito esencial).

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Es posible también que Galileo no hubiese escrito Sidereus nuncius (1610) sin Astronomia nova, obra que terminó trazando la senda que deberían seguir quienes pretendiesen mostrar las virtudes de la teoría del canónigo de la catedral de Frauenberg.

Galileo, que abordaría ya los mares celestes con sus lentes, irrumpe en este canon con el Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo Tolemaico e Copernicano (1632), su gran obra, en la que anuncia que el Sol está quieto y la Tierra en movimiento. Una bomba de relojería, el sistema heliocéntrico, contra los principios religiosos del momento que el Santo Oficio consiguió enmudecer momentáneamente. Y sin embargo, cabría añadir a este episodio, se movió.

Los Principia de Newton y sus estudios sobre la luz, reunidos en Opticks (1704), nos llevarán a las cotas más elevadas de la ciencia del siglo XIX y XX, donde la biología, las matemáticas, la química, la geología, la medicina y la física darán un gran paso para el conocimiento humano. Es como si todo lo sembrado empezara a dar sus frutos sin más abono que la inteligencia. El volcán de la ciencia acababa de entrar en erupción.

Ya hemos pasado por El discurso del método (1637) de René Descartes, por la clasificación de la flora y la fauna del Systema naturae (1735-1766), de Carlos Linneo, y por la inmensa y pionera compilación de La Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, entre otros grandes del siglo XVIII como Antoine Laurent Lavoisier, Luigi Galvani, el marqués de Condorcet, Leonhard Euler y Pierre-Simon Laplace.

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Los gigantes se multiplican en el XIX. Jean-Baptiste Lamarck establecía en su Philosophie Zoologique (1809) que los cambios en las especies eran el resultado de una tendencia natural hacia una complejidad cada vez mayor. Charles Darwin, gigante entre gigantes, recogería el guante, “por selección natural”, en su viaje en el Beagle (1831-1836) y en su libro El origen de las especies (1859), título que El canon oculto destaca con honores junto a El origen del hombre (1871).

Casi de forma simultánea Charles Lyell publicaba sus Principios de geología, Alexander von Humboldt escribía Kosmos y Michael Faraday hacia lo propio con The Chemical History of a Candle (1861). Los descubrimientos de Faraday fueron fundamentales para la teoría electromagnética, de la que daría buena cuenta también James Clerk Maxwell con A Treatise on Electricity and Magnetism (1873).

Rozando ya el siglo XX, en un tiempo fronterizo, 1899, Santiago Ramón y Cajal escribe Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados, donde nuestro Nobel de Fisiología de 1906 consiguió desvelar que las células del sistema nervioso no formaban un tejido continuo, sino discreto. Nacía la teoría neuronal y, con ella, la neurociencia para convertirse en uno de los mayores gigantes de la historia. Con el nuevo siglo, Sigmund Freud continuaba con la revolución del cerebro publicando La interpretación de los sueños (1900).

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Finalmente, sería el siglo XX el que propulsara la física, mecánica cuántica incluida. El canon oculto de Sánchez Ron no podía olvidar a Albert Einstein con Sobre la teoría de la relatividad especial y general (1917), que encabeza una larga lista de gigantes como John von Neumann, Erwin Schrödinger o Stephen Hawking con Breve historia del tiempo (1988).

Fue el siglo en el que James Watson nos mostró la estructura del ADN con La doble hélice (1968), descubierta junto a su colega Francis Crick; despertó la conciencia de la naturaleza con La primavera silenciosa, libro de Rachel Carson de 1962 que se adelantó a su época anunciando la crisis climática que ahora vivimos, o con el volumen Gorilas en la niebla (1983), de la zoóloga Dian Fossey (inmortalizada en el cine por Sigourney Weaver).

Y también fue la hora de la divulgación científica de gran alcance filosófico con nombres como Carl Sagan (Cosmos, 1980), Richard Dawkins (El gen egoísta, 1976), Stephen Jay Gould (La falsa medida del hombre, 1981) y Oliver Sacks (El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, 1985).

Solo cabría cerrar este selectivo recorrido por los títulos de El canon oculto nuevamente con una frase de Newton: “Honro a todos aquellos de todas las naciones que promovieron con generosidad la verdad”.