Image: Correspondencias (1)

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Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

Correspondencias (1)

27 mayo, 2016 02:00

Lavoisier, al que debemos que la química se convirtiese en una ciencia moderna

Primera entrega de José Manuel Sánchez Ron sobre la correspondencia científica, un género que ha aportado una importante documentación a la historia de la investigación. El físico y académico comenta, entre otras, las jugosas epístolas de Charles Darwin, Euler y Lavoisier.

Como historiador, y como lector, me interesan mucho las correspondencias, las cartas escritas por aquellas personas que, por una razón u otra, ocupan un lugar preferente en las reconstrucciones históricas, un protagonismo que no siempre tiene que limitarse a los “grandes” personajes: hace tiempo que sabemos que la historia no puede dejar de lado a personajes como el molinero Domenico Scadella, protagonista del célebre libro de Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos (1976), personajes que en su humildad o cotidianeidad habían pasado inadvertidos en los relatos históricos hasta la llegada de la “microhistoria”. En la bibliografía perteneciente a la historia de la ciencia abundan las ediciones de correspondencias, algunas todavía en curso de publicación, como es el caso de la de Charles Darwin, cuyo primer volumen, que cubría el periodo 1821-1836, apareció en 1985; en marzo de 2016 se publicaba el volumen 23 (840 páginas), que se limitaba a las cartas que Darwin envió o recibió en 1875. Si se tiene en cuenta que murió en 1882, y pensando en la secuencia de un nuevo tomo cada año, quedarán aún siete años para completar la serie; es decir, habrán pasado 38 años hasta su finalización. De los colosos de la ciencia de todos los tiempos, posiblemente haya sido Darwin el corresponsal más prolífico: de las cartas que escribió o recibió, se conservan unas 14.000, y debieron existir muchas más que se han perdido. Semejante actividad se vio facilitada por la eficacia del sistema postal inglés: a mediados del siglo XIX, en Inglaterra se despachaban 600 millones de cartas al año, distribuidas (once repartos diarios) por 25.000 carteros.

Sin embargo, como proyecto editorial de larga duración es mucho más agudo el caso de Leonhard Euler (1707-1783), uno de los más importantes y productivos matemáticos de la historia. La edición de su Opera Omnia comenzó en 1911, habiéndose publicado hasta la fecha 76 volúmenes. En ellos se incluyen (series I, II y III) los escritos de Euler que él mismo preparó para su edición, mientras que de la serie IV A, que está dedicada a la correspondencia que envió o recibió, se han publicado hasta la fecha solo cuatro tomos, uno de los cuales indica el contenido de los otros ocho que se prevé seguirán, estando los otros tres dedicados a la correspondencia que intercambió con Johann y Nicolaus Bernoulli, Clairaut, d'Alembert, Lagrange, Maupertuis y Federico II el Grande.

No es posible entender realmente lo que hicieron y pretendieron los grandes científicos, aquellos responsables de los giros o cambios de dirección en ciencia, sin acceder a sus correspondencias privadas, algo, obviamente, no siempre posible, bien porque no se conservaron, porque no se han localizado o porque permanecen sin publicar, inaccesibles salvo para unos pocos privilegiados. Naturalmente, también son importantes los cuadernos de notas o los informes, pero éstos carecen de una de las características de las cartas, que no son sino un diálogo entre personas, en el que uno puede sentirse partícipe.

Pero este tipo de correspondencia si no ha muerto ya, resiste en islas que pronto sepultarán los océanos digitales. El prácticamente instantáneo correo electrónico ha convertido en obsoleto a las cartas en papel y al correo postal. Podría alegar en favor de la escritura en papel que, al ser más laboriosa de elaborar que la mera pulsación sobre un botón o una pantalla, permite, o incluso obliga, a pensar más lo que se escribe, pero no quiero entrar en semejantes ambiguas cuestiones, sí en la perdurabilidad de los mensajes informáticos. Ya sé que la permanencia de éstos es mayor de lo que pensamos y que esa permanencia puede escaparse de nuestras manos, pero también sé que precisamente por lo fácil que es escribir estas “misivas electrónicas”, y por el muy elevado número de ellas que componemos, será muy difícil, si no imposible, que los historiadores del futuro puedan disponer de este elemento en sus reconstrucciones. La tecnología casi siempre gana. Podemos lamentarnos de algunas de sus consecuencias: que ha alterado la naturaleza y práctica del trabajo, convirtiéndolo en más impersonal y cambiante que en el pasado; que está haciendo desaparecer la intimidad, algo, por otra parte, que no parece molestar a los millones y millones de usuarios de Facebook, Twitter o YouTube; o que impulsa una aparentemente imparable contaminación de la Tierra. Todo esto es cierto, aunque también que lo que hacen muchos desarrollos tecnológicos, como los medios de transmisión digital, es precisamente poner a nuestra disposición formas de contaminar menos, en este caso evitando el uso de papel, con lo que se evita la tala de árboles (el papel se fabrica, no lo olvidemos, con las fibras de celulosa que hay en la madera). Pero, repito, la tecnología, el desarrollo tecnológico, (casi) siempre gana. ¿Quién se acuerda hoy de los luditas, que en la segunda década del siglo XIX, en las secuelas de la aparición de la máquina de vapor y sus sucesoras, intentaron resistirse a la introducción del maquinismo en la industria textil inglesa? Posiblemente sólo algunos eruditos.

Afortunadamente -para mí y mis gustos- aún puedo servirme de las viejas correspondencias en papel para mis investigaciones, además de utilizarlas como mero placer de lectura. Por supuesto, valoro mucho cuando hallo en ellas claves para comprender mejor un trabajo o un punto de vista personal de algún científico, pero disfruto especialmente cuando encuentro detalles que acaso -no siempre, desde luego- serán poco más que anécdotas, que no sirven demasiado para desentrañar la lógica interna del desarrollo de la ciencia, pero sí para comprender al científico como ser humano, con sus deseos, angustias, filias o fobias. Hace poco incorporé a mi biblioteca el volumen VII (Éditions Hermann, 2012) de la correspondencia de Lavoisier, el hombre al que debemos que la química se convirtiese en una ciencia moderna, libre de los enfoques de la alquimia. El volumen en cuestión cubre los años 1792-1794, los tres últimos de su vida. Perteneciente (era uno de los, como diríamos hoy, accionistas-propietarios) a la odiada Ferme Générale, institución financiera existente en el Antiguo Régimen francés en la que el rey había delegado la recaudación de impuestos, Lavoisier fue condenado, como otros fermiers, a morir en la guillotina. Se dice que poco después de que su cabeza cayese segada por el instrumento -conocido desde al menos el siglo XIII- cuyo uso había sido recomendado por el cirujano Joseph Guillotin, diputado en la Asamblea Nacional, Lagrange exclamó: “Sólo un instante para cortar esa cabeza. Puede que cien años no basten para darnos otra igual”.

De las cartas incluidas en esta Correspondance no olvidaré la reproducida en la página 440, una que Lavoisier escribió el día antes de ser ajusticiado, el 18 de floreal del año II (7 de mayo de 1794), a su primo Augez de Villers: “He tenido una carrera pasablemente larga, sobre todo muy feliz y creo que mi memoria se verá acompañada de algunos lamentos, acaso de alguna gloria. ¿Qué más podría haber deseado pedir? Los sucesos de los que me encuentro rodeado probablemente me evitarán los inconvenientes de la vejez. Muero en posesión de todas mis facultades, lo que es una ventaja más que debo añadir al número de las que he disfrutado. Si experimento algún sentimiento de pena, es no haber podido hacer más por mi familia, que se me desprovea de todo y no poder dar ni a mi familia ni a vosotros prueba alguna de mi afecto y mi agradecimiento”. Me conmueve ver tanta dignidad y entereza.