Image: La ciencia del champán y el ejemplo de Faraday

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Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

La ciencia del champán y el ejemplo de Faraday

8 enero, 2016 01:00

Kevin Fong, protagonista este año de las Christmas Lectures de la londinense Royal Institution. Foto: Paul Wilkinson

José Manuel Sánchez Ron nos instruye esta semana sobre cómo la ciencia no sólo está en los grandes fenómenos, sino también en los más, aparentemente, pequeños, como el champán. Siguiendo el ejemplo del científico Michael Faraday y de las Christmas Lectures de la Royal Institution de Londres.

Aunque no siempre seamos conscientes de ello, la ciencia subyace en todo, absolutamente en todo de lo que nos rodea, incluyendo a nosotros mismos, que no somos sino conglomerados de materia entrelazados por leyes físico-químicas y biológicas. Hasta nuestras emociones, pensamientos o autoconciencia se pueden, se podrán, estoy seguro, explicar en base a combinaciones físico-químicas, o a tácticas de supervivencia forjadas en la historia evolutiva de nuestra especie, como muestra el amor que sentimos por nuestros hijos -el sentimiento, en mi opinión, más profundo y generoso que sentimos los humanos- que, en el fondo, no es sino una táctica para que nuestra especie -sus genes- sobreviva (pero no se preocupen, que sea así no da menos valor a ese amor).

Pensé otra vez en todo esto, en la base científica de la realidad, cuando disfrutaba estos días de una copa de champán. Coincidió con que leí un artículo ("Seis secretos del champán") publicado en una revista científica sería, aunque de carácter general, Physics World, del Institute of Physics británico. Piensen en lo primero que se hace cuando se va a brindar con champán: abrir la botella, naturalmente. Al descorchar la botella, oímos un sonido breve y característico, un bang, pero también vemos que aparece una pequeña nube de gas. Para entender la aparición de tal nube, necesitamos recordar que el champán es una mezcla de agua y etanol, en la que se encuentra disuelto dióxido de carbono, el famoso gas del efecto invernadero, CO2. Este gas surge durante la segunda fermentación de las uvas (recogidas originariamente en la región francesa de Champagne), que tiene lugar después de que el caldo se haya transferido a botellas herméticamente cerradas. La cantidad de dióxido de carbono existente en la botella de champán (gobernada por una ley formulada en 1803 por el químico inglés William Henry) es tal que la presión en el pequeño espacio existente entre el corcho que cierra la botella y el líquido es grande, razón por la que el vidrio de la botella debe ser muy resistente y el tapón de corcho estar fijado firmemente.

Uno de los factores que intervienen en la cantidad de dióxido de carbono disuelto en el champán es la temperatura: el gas es mucho más soluble cuando se enfría el líquido. A una temperatura de entre 8 a 10 grados centígrados, la ideal para tomar el champán, normalmente hay 11,5 gramos de CO2 disuelto por litro, y la presión dentro de la botella es de algo menos de 5 atmósferas. Obviamente, cuando se descorcha la botella, el dióxido de carbono atrapado en el espacio entre el líquido y el corcho experimenta una rápida caída de presión: de 5 atmósferas a 1, la presión ambiente. Suponiendo que el CO2 se expande tan rápidamente que no se produce ningún intercambio de calor, su temperatura disminuye bruscamente entre 80 y 85 grados, generándose de esta manera pequeñas gotas de vapor de agua y de etanol, es decir, se forma esa nubecilla tan característica que se observa al descorchar una botella. Pero no es sólo el gas encerrado en el espacio vacío de la botella el que se escapa, sino que, debido a la pérdida de presión también lo va haciendo paulatinamente el dióxido de carbono disuelto en el líquido, con el resultado de que el champán va perdiendo una de sus preciadas propiedades (no obstante, se necesitan algunas decenas de horas para que el champán pierda completamente su carácter espumoso: hay que apresurarse para beberlo, pero tampoco demasiado).

Existen, por supuesto, muchas otras preguntas interesantes que nos podemos hacer. Por ejemplo, ¿qué es mejor, verter el champán verticalmente sobre la copa, o inclinar ésta de manera que el líquido caiga de la misma forma que hacemos cuando escanciamos cerveza para evitar que la espuma inunde el vaso? Es obvio, que para responder a esta cuestión no ha sido necesario ningún conocimiento científico, simplemente la práctica, probar con las diferentes situaciones. Pero la ciencia puede predecir cuál es la situación más idónea. Experimentos realizados con copas estrechas y alargadas han mostrado que la mejor forma es verter el champán como se hace con la cerveza: inclinando la copa. La explicación es que si echa el líquido verticalmente se producen turbulencias y burbujas de aire que favorecen que el dióxido de carbono se escape más rápidamente del champán, perdiendo así su parte de su propiedad espumosa.

Cuando pienso en todo esto, no es constatar el poder explicativo de la ciencia lo que más me maravilla. Esto es algo que doy por supuesto. La ciencia, lo repito de nuevo, se encuentra en todos los recovecos de la naturaleza. Lo que realmente me fascina es la habilidad, y la paciencia, que tuvieron quienes en el pasado, con muchos menos -acaso con ninguno- conocimientos científicos produjeron, crearon, el vino, la cerveza o el champán del que me estoy ocupando. Es posible, no lo sé, que los inventores -porque de un invento se trata- del champán ya supiesen suficiente química y física, pero ¿y los antiguos -los egipcios, por ejemplo- que elaboraron el vino o la cerveza? La conclusión es patente: observación, el procedimiento de prueba y error, la paciencia y el tiempo son agentes muy poderosos.

Estas reflexiones me hicieron recordar al viejo Michael Faraday (1791-1867), uno de los científicos más importantes de la historia de la ciencia, con contribuciones fundamentales a la física, química y tecnología, entre ellas la inducción electromagnética, una de las piezas centrales de la civilización de la electricidad. Faraday no disfrutó de una educación avanzada (la pobreza le obligó a dejar la escuela a los 13 años), pero fue capaz de progresar de aprendiz de un encuadernador y vendedor de libros, a profesor en la Royal Institution (RI) de Londres, un centro creado en marzo de 1799 "con el propósito de introducir las nuevas tecnologías y enseñar ciencia al público general". Seguramente por ello, nadie hizo más que él para que prosperase una iniciativa que la RI puso en marcha en 1825: las Christmas Lectures (Conferencias de Navidad), dedicadas a presentar temas científicos a una audiencia general, incluidos los más jóvenes.

Faraday tuvo a su cargo 19 de esas conferencias, más que ninguna otra persona, la primera en 1827. Mencionaré las que dedicó a "la historia química de una vela", cuestión sobre la que habló en 1848 y 1860, y de la que surgió un libro (existe traducción al español) que nunca ha dejado de estar a la venta. No llegó a disertar sobre la química del vino o de bebidas espumosas como el champán, aunque bien hubiese podido hacerlo. En cualquier caso, mostró como nadie que la ciencia no sólo está en los grandes fenómenos, sino también en los más, aparentemente, pequeños. Su ejemplo, por cierto, continúa: la RI -ubicada en el 21 de Albemarle Street- ha sido fiel a estas conferencias: este año el conferenciante ha sido Kevin Fong, experto en medicina espacial, que ha dictado tres conferencias -emitidas posteriormente por el canal 4 de la BBC- sobre cómo sobrevivir en el espacio. Un buen ejemplo a seguir.