Harvey Keitel y Keith Carradine en una escena de 'Los duelistas' (Ridley Scott, 1977).

Harvey Keitel y Keith Carradine en una escena de 'Los duelistas' (Ridley Scott, 1977).

Entreclásicos

'El duelo': Joseph Conrad y la religión de la espada

Se puede apreciar en esta novela la huella de Stendhal, Flaubert o Balzac, pero Conrad posee una voz propia, poderosísima, que sitúa al hombre frente a una fatalidad ineluctable

8 agosto, 2023 01:59

Tras sobrevivir al cólera, la fiebre y un naufragio, Joseph Conrad inició su carrera literaria. Las paradojas de la literatura determinaron que el genio de Shakespeare hallara su mejor discípulo en un exiliado polaco, con una fonética lamentable y una sintaxis afrancesada. El duelo, que se publicó por entregas en 1907, surgió durante un periodo de enfermedad, que contribuyó a fomentar los rasgos obsesivos de un relato impregnado por una atmósfera neurótica y recurrente.

Fascinado por el bonapartismo, Conrad pretendió recrear el espíritu de una época, donde la dignidad y la autoestima se vinculaban con la capacidad de enfrentarse a la muerte. No hay libertad sin esa tensión que determina la diferencia entre el amo, que pone en juego su vida, y el esclavo, que acepta la servidumbre a cambio de preservarla.

El duelo asimila esta distinción hegeliana, reconociendo que el hombre con valor para despreciar su vida es sin embargo incapaz de contribuir a la marcha de la historia con ninguna realización concreta. En esta ocasión, el amo es el bonapartismo que, tras un triunfo efímero, será derrotado por el Antiguo Régimen, con más recursos para sobrevivir y producir riqueza.

Inspirada en hechos reales, la disputa entre Feraud y D'Hubert, oficiales del regimiento de húsares de las tropas napoleónicas (catorce años de duelos a florete, sable y pistola), surge del mismo fondo enfermizo que empuja a Lord Jim a buscar la redención en una muerte innecesaria. Conrad nos recuerda al inicio de la narración que Napoleón I desaprobaba los duelos entre los oficiales de su ejército. Sin embargo, sus campañas pueden interpretarse como "un duelo contra toda Europa".

Aparentemente, Feraud es un espadachín pendenciero e irreflexivo y D'Hubert se limita a defender su honor, pero en realidad lo que se dirime son dos interpretaciones de la historia. La locura de Feraud es tan insensata como la de Napoleón. Ambos ambicionan sustituir las condiciones materiales de la historia por el impulso fáustico de una voluntad individual. Por el contrario, D'Hubert representa la necesidad de restituir el Antiguo Régimen, no para perpetuar las diferencias sociales, sino para someter al individuo a la coerción legítima de la ley. El drama de D'Hubert es que son las circunstancias y no su voluntad lo que determina su acción. 

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Descendiente de la pequeña nobleza rural diezmada por Nicolás I, Joseph Conrad simpatiza con Feraud. Al igual que su rival, advierte cierta grandeza en su mezcla de orgullo, fatalismo y tenacidad. Su ferocidad es virtud en tiempo de guerra, pero al volver a la sociedad civilizada no es más que un forajido, carne de horca.

Feraud desafía a D'Hubert por una nadería. Su violencia es desproporcionada, pero no irracional. Feraud es un inadaptado, un hombre predestinado al fracaso. Su exasperación tiene un carácter profético, pues no hay futuro para los partidarios del Emperador. El cesarismo y el furor heroico serán tan efímeros como el terror revolucionario. El orden burgués exige su inmolación. En cambio, D'Hubert conservará sus privilegios en la Europa de la restauración, pero con la conciencia de haber traicionado a su pasado.

D'Hubert experimenta una ternura irracional hacia Feraud, a pesar de su absurdo instinto homicida. Su relación recuerda la terrorífica amistad entre Bruno y Guy, los atormentados protagonistas de Extraños en un tren, de Patricia Highsmith. Esta vez, los sentimientos no proceden de dolorosas tramas familiares, sino del estrato más profundo de la moral militar, que contempla la paz como una desgracia. En cierta medida, D'Hubert se considera un impostor y admira la vesania de Feraud, que vaga por la tierra como un espectro, añorando un mundo iluminado por el fogonazo de los cañones y el ruido de los sables.

Conrad no simpatizaba con los revolucionarios, pero sí con los rebeldes y los proscritos

Aunque su carácter difiera, los dos húsares han consagrado sus vidas a "la religión de la espada" y la existencia les parece desprovista de sentido cuando ya no se encuentra amenazada. Tal vez, Feraud y D'Hubert son el mismo hombre. Ambos han fracasado; los dos viven una vida que no aman. El idilio entre D'Hubert y una insípida jovencita es mucho menos convincente que la relación entre dos hombres incapaces de concebir su vida sin el otro. En su disputa, se advierte cierto odio fratricida, pero también un extraño amor. Aparentemente, Feraud desprecia a su rival y D'Hubert solo desea finalizar un asunto que le persigue sin tregua.

Napoleón es el vínculo que los mantiene unidos, la matriz que los alumbró y les reservó un nicho en la historia. No es difícil identificar al Emperador con el Padre que engendra y divide a sus hijos. D'Hubert niega al Padre; Feraud nunca le cuestiona. Esa diferencia determina que D'Hubert consiga una vida propia y Feraud permanezca solo, aunque en realidad la nueva vida de D'Hubert solo es una farsa, un matrimonio de comedia.

Se puede apreciar en El duelo la huella de Stendhal (la epopeya del yo), Flaubert (el estudio de las emociones) o Balzac (la crónica social), pero Conrad posee una voz propia, poderosísima, que sitúa al hombre frente a una fatalidad ineluctable. "Ningún hombre -escribe- tiene éxito en lo que emprende", pero ese hecho no justifica el nihilismo.

Conrad nunca se identificó con las ideas revolucionarias. El terrorismo siempre le pareció una enfermedad de procedencia oriental y nunca simpatizó con las ideologías, pues no creía en las respuestas colectivas, sino en la ética individual. Sin patetismo ni excesos retóricos, Conrad actualizó la figura del héroe clásico, que lucha contra el destino, sin otra ilusión que preservar su fama. Feraud y D'Hubert han forjado su identidad al servicio de una idea repudiada por la historia. Después de Santa Elena no queda nada, salvo el recuerdo de un insensato combate.

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El duelo nos plantea cuestiones esenciales: el tema del doble, la compulsión de la repetición, el conflicto entre identidad y diferencia, la concepción del autor como una máquina de producir verdad e impostura, la solidaridad entre lo siniestro y lo sublime, la tensión entre el mercado de la opinión y la nostalgia del estado natural, el no-ser que marca el inicio de cualquier despliegue ontológico, la energía de lo reprimido, la distinción entre revolución y rebelión.

Conrad no simpatizaba con los revolucionarios, pero sí con los rebeldes y los proscritos. Los padrinos de Feraud en el último duelo muestran la decadencia del orgullo bonapartista: trajes mugrientos, rostros endurecidos con un parche en el ojo o con el extremo de la nariz amputado por congelación y, sobre todo, sin otro patrimonio que el sentido del honor como único y postrero vínculo con la existencia. D'Hubert vence a Feraud, pero se trata de una victoria ficticia. Ambos han sido derrotados por la historia. El resto de sus vidas se consumirá en un destierro tan miserable como el de su admirado Napoleón, lentamente envenenado por una sociedad intolerante con los sueños temerarios. 

La casi imperceptible ironía de Conrad escatima al lector la desolación de un final falsamente feliz, donde la tragedia se disfraza de rutina burguesa. A pesar de su apariencia decimonónica, El duelo pertenece a la misma estirpe que las Memorias del subsuelo o Bartleby el escribiente, donde la conciencia, desprendida de dioses y códigos morales, se aferra a lo irracional y gratuito, declinando la posibilidad de la acción y sin otra expectativa que el fracaso y la desesperanza. La pluma de Conrad, bañada en la penumbra del último Romanticismo, nos escatima la luz, pero no el asombro. 

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