Prolífico. Si antes lo digo… Hablábamos aquí hace nada de la desafección de la televisión pública y del cine español por la figura y la obra de Pío Baroja. Apuntábamos al interés que siguen manteniendo el cine inglés y el francés por sus grandes escritores. Y ahora de golpe han llegado la película británica Emily, de Frances O’Connor, suerte de biografía novelada y fantaseada de Emily Brontë, y Eugénie Grandet, cuarta versión cinematográfica francesa de la novela homónima de Honoré de Balzac.

En dos años, y contando con la excelente Las ilusiones perdidas, de Xavier Giannoli, han sido dos las adaptaciones de Balzac en el cine francés, ambas pertenecientes al descomunal ciclo de “La Comedia Humana”, compuesto por noventa y seis títulos publicados, más cerca de cincuenta sin terminar. Fallecido prematuramente a los 51 años, Balzac (1799-1850) se deslomaba escribiendo desde la medianoche, a veces hasta cerca de dieciocho horas al día. Enfebrecido y prolífico con la pluma, Balzac escribió hasta la extenuación tanto para recabar recursos económicos que le permitieran abordar sus malhadados negocios como para intentar saldar las cuantiosas deudas que sus ruinosas empresas le deparaban.

Avaricia. El mediano escritor Léon Gozlan, íntimo del novelista, le dedicó una peculiar y jugosa biografía, Balzac en zapatillas (Planeta), en la que contaba que su amigo, no contento con cambiar de casa cada poco tiempo para eludir a sus acreedores, hizo instalar en la verja de una de ellas una muy estridente campanilla. Cuando la campanilla sonaba, tanto Balzac –seguramente embutido en un holgado batín– como su aleccionado servicio, enmudecían y permanecían inmóviles con el fin de hacer creer al visitante que la casa estaba vacía y que nada se podía reclamar a sus habitantes.

Zweig y Balzac comparten afición al psicologismo, el sentimentalismo y las reflexiones pomposas

El dinero, así, fue un tema central en la literatura de Balzac. También en Eugénie Grandet (1833), en la que el padre vinatero y pueblerino de la infortunada heroína es un avaro mayúsculo, equiparable al protagonista de Gobseck (1830). Félix Grandet raciona el pan que se sirve en la mesa familiar, no ve con buenos ojos que su hija se case algún día porque le tocaría a él apoquinar la dote y codicia la herencia que Eugenia ha de recibir de su madre. Además, el inmisericorde y tiránico patriarca considera la quiebra empresarial y las deudas de su hermano como una insoportable deshonra que putrefacta el apellido familiar.

La sangre. “El dinero es la sangre, la fuerza propulsora de la sociedad”, escribió el ahora idolatrado Stefan Zweig a propósito de la visión del mundo de Balzac. El austríaco le dedicó un hiperbólico ensayo biográfico –no una biografía–, en la que lo medía con Napoleón, publicado (Acantilado) junto a otros dos dedicados a Charles Dickens y Fiódor Dostoyevski, la plana mayor de la novela europea realista del XIX. No es de extrañar el interés de Zweig por Balzac, pues comparten afición al psicologismo, al sentimentalismo y a las reflexiones pomposas.

La versión de Eugénie Grandet del escritor y cineasta Marc Dugain es austera y menos convencional de lo que cabría temer, al ofrecer una gran depuración estilística, ir a lo esencial y rehuir, en sus intensos y breves tableaux, la complacencia con la qualité visual que suele aquejar a bastantes adaptaciones. Sin embargo, la película, que sigue a la novela de Balzac en su retrato del padre tirano y avaro y de la pulsión por el dinero, hace una inesperada pirueta en su desenlace.

Cuando todo parece estar ordenado a seguir fielmente la fatídica culminación del relato de Balzac y el destino inevitable de Eugenia, remachados en la novela en una Conclusión y un Epílogo, Dugain, desde una voluntad y un voluntarismo contemporáneos, empodera a la mujer y la empuja a un futuro independiente. El misógino Balzac, convertido y reconvertido.