Hace años, después de trabajar, quedamos un grupo de compañeros y yo a cenar con G, una compañera de trabajo de otra sede de la empresa. No la conocíamos en persona, pero la admirábamos. Era, supongo que lo seguirá siendo, brillante en su trabajo. Sólo la había oído hablar y por el tono, el tempo y las palabras que elegía para expresar sus ideas me parecía una mujer cultísima, muy sabia.

G conocía bastantes culturas y tenía muchísimos contactos en el mundillo político y cultural europeo y asiático. Para el encuentro elegimos un restaurante libanés no por nada en especial, sino porque era lo poco que estaba abierto y nos pillaba bien a todos.

Al sentarnos a la mesa, G hizo un gesto, muy tonto, que me llamó la atención: G iba hablando con uno de mis compañeros, pero se adelantó a todos nosotros, dejando la conversación en segundo lugar, y eligió sitio la primera. Era un sitio en el centro de la mesa, donde mejor se alcanzaban los platos. Pensé que era alguna superstición, como la que tienen algunas personas de no sentarse de espaldas a la puerta o algo así.

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Vinieron a tomarnos nota y, otra vez, G hizo algo que me volvió a chocar, y esta vez para mí ya no era algo tan tonto: muy seca, le hizo varias preguntas al camarero para saber qué cervezas tenían, incluso le preguntó el precio de cada una. Al final eligió agua y la pidió con una oración imperativa, sin aderezarla con un “por favor” o un “gracias”, con lo bien que maridan los “por favor” y los “gracias” con las frases imperativas. Pensé que G, a pesar de ser muy culta, muy viajada y muy leída, tampoco sabía de maridaje en el lenguaje.

Continuamos hablando. De ella, por supuesto. De sus viajes, de sus libros, de sus cosas. Ahí ya me rondaba la tentación de pedirle al camarero si, por favor, podíamos juntar otra mesa y añadir tres o cuatro sillas, porque no habíamos calculado el tamaño del ego de G y empezábamos a estar estrechos.

Llegó la hora de pedir y, por supuesto, G tomó la iniciativa. Claro, es la que mejor conoce otras gastronomías, incluso nuestros gustos, aunque nos acabe de conocer, dejemos a G que elija. Seguimos hablando porque, aunque nadie lo verbalizó, seguro que G estaba oyendo: “Por favor, G, no pares de contarnos cómo te va, qué te preocupa, cómo ves la vida”.

Llegaron los entrantes: hummus, labne, muhammara, muttabal. Cremas de las que teníamos que comer seis personas de unos platos puestos en el centro. G agarró el cesto de pan, cogió un trozo entero y rebañó tanto hummus como le cabía en la especie de cuchara que hizo doblando el pan. Su pan, como un torero después de una buena faena, dio la vuelta al ruedo. Un ruedo que era el plato. Nuestro plato. Creo que se me escapó un “¡Ole!”. Repitió operación en todos los demás entrantes, incluso repitió de los que le iban apeteciendo, sin pensar si los demás teníamos más hambre.

G estaba muy viajada, muy leída y conocía muchas culturas, pero a G se le había olvidado la suya que era la misma que la nuestra, y en ese momento éramos su compañía.

Cenando con G pensé en lo que decía ya en 1530 Erasmo de Róterdam en De civilitate morum puerilium: “Nadie puede elegir para sí padres o patria, pero cada cual puede hacerse su carácter y sus modales”. Para este autor, los modales son lo que nos queda cuando la civilización ha trabajado sobre nosotros. Y había quedado demostrado que la civilización estaba en paro cuando pasó por G.

A propósito de los modales en la mesa y de la importancia de ellos a lo largo de la historia, no puedo estar más de acuerdo con lo que dice Carolyn Steel en su libro Ciudades hambrientas (Ed. Capitán Swing, 2020): “Cada vez que el acto de comer ha sido socialmente importante (y ha habido pocos periodos de la historia en que no lo haya sido), saber cómo hacerlo adecuadamente se ha convertido en una habilidad social esencial”. Hace muchísimo que no sé nada de G, pero ojalá haya leído a Steel.

En ese mismo capítulo, Steel recuerda que en la antigua Atenas el ansia en la mesa podría reportar algo más que miradas de desaprobación. “Se consideraba una señal clara de corrupción moral y engullir en público bastaba para tirar por tierra una carrera política”.

Viendo comer a G me acordé también de lo de “come como si comieses con la reina” que te dicen cuando te están enseñando a sentarte a la mesa. Quedó claro que no éramos reyes ni reinas para G. Supongo que nos confundió con concursantes de Supervivientes y pensó que ella acababa de ganar la prueba en la que te regalan una cena.