Nuestra 'profesión' —porque aún debemos entrecomillarla— depende demasiado del ego de quien se sienta a la mesa. Nos miden en soles, estrellas o en el ranking de TripAdvisor o de Google. Nuestra legitimidad parece residir sólo en la sonrisa de un cliente satisfecho, olvidando ciertos estándares técnicos objetivos.
Y sin embargo, no existe ni un solo colegio profesional que nos unifique, que establezca mínimos de calidad, seguridad, y ética laboral, ni que regule nuestro trabajo como sí ocurre con arquitectos, médicos, ingenieros, abogados…
Esta situación genera una paradoja difícil de digerir: el cocinero que ejecuta platos complejos, mise n´place largas y llenas de producto fresco en un tres estrellas Michelin comparte, a nivel laboral y regulatorio, exactamente el mismo encuadre legal que quien fríe patatas en un autoservicio de carretera o calienta hamburguesas congeladas de 4ª y 5ª gama en una cadena de comida rápida.
No hay tramos profesionales, ni homologación de habilidades, ni normativas que marquen niveles de especialización. ¿Se imaginan que esto ocurriera en la construcción de una casa? ¿O en la ingeniería de un automóvil?
Imagina que compras una vivienda y al mes se caen los techos o se filtra el agua por el suelo, nadie lo atribuye al gusto del cliente. Se investiga, se depuran responsabilidades, se revisan normativas técnicas. O cuando compras un coche y pierde las ruedas al salir del concesionario, no se justifica con que el logo de la marca estuviera bien diseñado.
¿Por qué entonces aceptamos esta fragilidad en un sector que manipula alimentos, que impacta en la salud pública de forma directa, y que gestiona emociones y experiencias esenciales para el bienestar humano?
La respuesta es incómoda: porque no hay un paraguas que nos agrupe, ni una entidad que regule, supervise y exija. Porque el valor del oficio se mide por reputación, no por regulación, más allá de la alimentaria. El consumidor se guía por la estética del local o la fama del chef, no por una acreditación homologada.
Y ojo: no se trata de despreciar la imagen o el relato, sino de advertir que no siempre son garantía de calidad. Hay establecimientos preciosos con cocinas negligentes, y tabernas humildes con estándares que rozan la excelencia.
El problema es estructural: sin colegios profesionales, la hostelería no tiene órganos que velen por el cumplimiento de normativas técnicas específicas, ni que aseguren la formación continua, ni que representen los intereses del profesional ante la Administración. Toda la responsabilidad recae en la empresa —a veces sin controles—, o en la intuición del propio trabajador.
Esa falta de legislación permite que cualquier persona sin ningún tipo de formación ni experiencia, pueda abrir un restaurante, contratar personal sin formación específica y operar sin más garantía que el visto bueno sanitario básico. La técnica, la ética y la calidad quedan relegadas a la voluntad individual. Eso en una industria que toca la salud, la trazabilidad alimentaria, el empleo joven, la economía local y hasta el bienestar emocional del cliente.
La hostelería es uno de los oficios más antiguos y a la vez más maltratados en cuanto a estructura profesional. Si queremos que sea una profesión con mayúsculas, debemos plantearnos: ¿no ha llegado ya el momento de construir ese colegio que le dé sentido, orden y futuro? Y así dejar de ser un “oficio” ninguneado.
Porque mientras otras profesiones blindan su dignidad con estructura, nosotros seguimos confiando sólo en la opinión variable de quien entra por la puerta.
Ni que decir tengo que, hoy en día, el comensal está más seguro alimentariamente que hace 25 años, pero a cambio la gastronomía sacrifica más, según los datos, en un proceso de ultra estandarización de oferta que nos deja en una futura clara desventaja.