Cataluña

Patriotismo, una historia de amor

Una imagen de la bandera de España. Una imagen de la bandera de España. (EFE)

Una imagen de la bandera de España. Una imagen de la bandera de España. (EFE)

El patriotismo es al nacionalismo lo que un koala a una hiena: ambos son mamíferos y tienen cuatro patas, pero ahí se acaba el parecido, o como sentenciaba el admirable Romain Gary: "Le patriotisme c’est l’amour des uns, le nationalisme c’est la haine des autres". El nacionalismo es un monstruo conocido, al que los juristas, ensayistas e historiadores han dedicado ríos de tinta y por el que los nacionalistas han derramado océanos de sangre. Hablemos pues del patriotismo, que es algo bien distinto, puesto que consiste en una auténtica historia de amor.

El Diccionario de la Real Academia Española sólo ofrece dos acepciones de patriotismo, ambas congruentes, escuetas y muy interesantes si afilamos el lápiz. La primera es “amor a la patria”. La segunda es “sentimiento y conducta propios del patriota”. Así que el patriotismo es una historia de amor, y el amor exige una conducta porque obras son amores y no buenas razones.

El patriotismo es amor, decimos. ¡Pero hay muchos tipos de amor! Hay amores obsesivos, propios del que para amar necesita cargar al amado de cadenas. Ese sería el patriotismo de los que creen que amar a España consiste en esclavizarla.

Hay amores desesperados: el de quien profesa un amor que sabe imposible, como el infeliz desechado por su amor. Son los patriotas de las patrias perdidas en el tiempo, los exiliados que amaron la España a la que no pudieron volver, o los que, todavía hoy, aman la España de Franco o la de la II República, sin calibrar que el tiempo lo devora todo y el recuerdo de todo; que el amor es presencia y si no es presencia, es dolor.

Hay amores constructivos y sanos, el de quien busca crear una familia, entablar un proyecto, que sueña con compartir un amor, con amar y ser amado. Ese es el patriotismo inteligente de tantos millones de españoles que todas las mañanas salen a trabajar y darse de martillazos con la vida, que se casan, que tienen hijos y los crían y los quieren; que pagan sus impuestos, que se ocupan de sus padres mayores, que dedican su tiempo libre a los demás. España existe exclusivamente gracias a esos millones de españoles que dan sin contar, que sostienen nuestra sociedad, que edifican el presente. Y da exactamente igual que sean conscientes o no de que son patriotas, de que griten o no griten “¡Viva España!”.

No por ello dejan de amar a España; y es que hay amores expansivos que vocean su esperanza y su entusiasmo por las plazas y por encima de los tejados, amores que ni pueden, ni quieren ni saben ocultarse; pero también hay amores tímidos y discretos, casi vergonzantes, pero no por ello menos intensos o menos auténticos.

El amor no tiene por qué ser exclusivo. Puedes amar a tu patria chica, a tu patria grande que es España, a tu patria enorme, la Hispanidad y a tu patria absoluta, la Humanidad. No son amores incompatibles, en absoluto. Sólo un mentecato puede pensar que no puedes amar a la vez Barcelona, Cataluña y España. ¡El amor es generoso!

Menos clara es la definición que nos da el mismo diccionario de la RAE de patria. La patria sería la “tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos” y en una segunda acepción, el “lugar, ciudad o país en que se ha nacido”. Así, en patria confluyen dos realidades, lo que viene dado y no podemos cambiar —allí donde nos nacieron— y los afectos o sentimientos que tengamos al respecto.

El patriota español es el español que ama a España. Que la patria sea una condición dada, anterior, como el lugar del nacimiento, explica que no llamemos compatriotas a quien ama a España sin ser español, como los hispanistas, maravillados desde hace siglos por nuestro ser, nuestras letras o nuestra historia, o como los millones de turistas que nos visitan y vuelven todos los años. Nos quieren, pero no los llamamos compatriotas porque no son españoles de condición, aunque sin duda muchos de ellos merecerían serlo.

Si compañero es, etimológicamente, quien comparte el pan conmigo, entonces compatriota será quien comparte patria conmigo. Pero mi compatriota no tiene por qué ser patriota. Muchos de nuestros compatriotas no son patriotas. Al contrario, muchos españoles odian serlo y los peores son los separatistas.

Si el patriotismo es una historia de amor, el separatismo es un relato de odio, en estado puro. Es la peor forma de odio, la del que se odia a sí mismo y aborrece aquello que le vincula a los demás. El separatista no quiere que le demos algo a él sino que pretende quitárnoslo a todos; el único derecho que reivindica consiste en despojarnos de los nuestros sobre territorios que él considera suyos en exclusiva. El separatista es idéntico al chiflado que roba un cuadro de un museo, donde él también lo puede ver y disfrutar como todos los demás, y se lo lleva a su casa para ser él el único en contemplarlo. Su placer consiste precisamente en privarnos a los demás de ese derecho; y, por lo tanto, no debemos permitírselo. Nunca.