Image: Los abogados de Friné

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Mínima molestia

Los abogados de Friné

Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'

30 septiembre, 2011 02:00

Ignacio Echevarría


Escribe Ernst Jünger en uno de los apuntes que integran su libro Esgrafiados (Tusquets): "Propio de este mundo es que Friné tuviera que desnudarse ante sus jueces para que vieran la prueba".

Friné, como saben, es el nombre de una hetaira griega célebre por su belleza y sus riquezas. Fue amante de Praxíteles, a quien sirvió de modelo para algunas de sus estatuas de Afrodita. Acusada de impiedad, su defensa corrió a cargo de Hipérides, un destacado orador, discípulo de Platón. Viendo Hipérides que su encendida apología no hacía mella en los jueces, optó por mostrar a Friné desnuda. Los persuadió así de que estaban sobradamente justificadas las comparaciones con la diosa, uno de los motivos por los que Friné había sido acusada. Friné fue absuelta por unanimidad.

Vaya con los jueces, se estarán ustedes diciendo. Con tanta más razón si consideran que probablemente ya habían tenido oportunidad de contemplar estatuas como la muy famosa Afrodita de Cnido, en las que el desnudo de Friné se mostraba en todo su esplendor.

Pero, sobre todo, vaya con Hipérides, el defensor. Así cualquiera.

El caso de Friné da pie a toda suerte de consideraciones, interesantes muchas, y algunas también polémicas. A mí me atraen particularmente las que suscita el discurso de Hipérides, su fracaso. Pues no de otra forma cabe calificar el hecho de que, para obtener la absolución de su defendida, hubiera de acudir a un expediente tan apurado como el de desnudar a su cliente.

Ignoro hasta qué extremo están documentados los pormenores del juicio; es de suponer que nada, o muy poco. Su desenlace, sin embargo, permite especular que la defensa de Hipérides debió de insistir en -por así decirlo- la naturaleza "divina" de la belleza de Friné, evidente para quien la contemplaba con sus propios ojos. El fracaso de Hipérides, de cualquier modo, sería el de quien no alcanza con sus palabras a dar cumplida cuenta de esa belleza. Cuando no, más bien, el de quien no supo encontrar, para defenderla, otro argumento que ella misma.

Se me ocurre tomar el juicio a Friné como escenificación de la posición de la crítica frente a su público. Friné sería la obra de arte cuyas virtudes defienden los críticos, sus abogados, frente a quienes se muestran suspicaces respecto a su belleza y su novedad.

Cabe preguntarse hasta qué punto la evolución del arte moderno no ha supuesto el progresivo triunfo de los abogados de Friné. Éstos habrían ido adiestrando su elocuencia en la medida en que la belleza de Friné, por otro lado, iba haciéndose cada vez más conflictiva y problemática. Llegó el momento en que ya no cabía desnudar a Friné, para dejar que su belleza se impusiera por si sola. Su cuerpo se hizo incomprensible, cuando no espantoso para quien lo contemplaba sin el ropaje de las palabras con que sus abogados lo cubrían.

En Desnudez, ensayo que da título a su último libro, recién publicado por Anagrama, Giorgio Agamben reflexiona agudamente sobre la naturaleza pecaminosa del desnudo en la tradición juedeocristiana. Desprovisto de la "gracia" que lo revestía antes de que el hombre y la mujer incurrieran en el pecado, el cuerpo revelaría su naturaleza mortal, impúdica.

Como el cuerpo humano, también el arte perdió en un momento dado el halo protector de la "gracia" que le confería la belleza naturalmente aceptada. Hubo entonces de arroparse en el discurso de la crítica, que fue la que, por otro lado, se ocupó de socavar la confianza en esa belleza.

Dice Agamben que la conciencia de la desnudez es el primer paso del conocimiento. Que esa conciencia es la que funda la posibilidad de todo saber. Pero esa conciencia se adquiere únicamente a partir del extrañamiento, de cierta incomodidad consigo mismo. Y es esa incomodidad la que artista moderno se empeña en exacerbar.

El cuerpo desnudo de Friné ya no es la prueba de su inocencia, sino el delito mismo que se le imputa y del que sus abogados la tienen que defender.

Propio de este mundo -cabría decir, glosando a Jünger- es que Friné tenga que vestirse ante sus jueces para que acepten su belleza, que nada tiene que ver con la de las divinidades que ellos invocan y en cuyo nombre la pretenden condenar. O absolver.