Sergio J. Bermejo

Sergio J. Bermejo

La tribuna

El País Vasco, cinco años después

El autor repasa la geografía física y humana vasca, a través de las plazas, las pancartas y los montes se descubre cómo el terrorismo de ETA vive, aunque no mata.

26 noviembre, 2016 01:13

¿Se imaginan una región francesa donde se reivindicaran los derechos de los violadores y se olvidara a las mujeres violadas? ¿Se imaginan un Länder alemán donde se homenajeara a los nazis en las fiestas populares, despreciando la memoria de sus víctimas? Cinco años después de que ETA decidiera el cese definitivo de la actividad armada, viajar por el País Vasco es un recuerdo constante de los verdugos y un miserable olvido de los asesinados.

Siempre fui reacio a visitar el País Vasco, especialmente los pueblos gobernados por los fanáticos; sólo había estado allí camino de Cantabria. Sin embargo, este verano decidí que había llegado el momento... La primera impresión es de una turbadora belleza: pueblos rodeados —sería mejor decir empequeñecidos— por una naturaleza tan exuberante e inmensa como si no hubiera pasado la civilización por ella; abetos que acarician el cielo, prados pespunteados con caseríos… Pero al nacionalismo vasco (al nacionalismo en general) se le podría aplicar lo que decía Francisco de Vitoria sobre Lutero: “No ha dejado nada sin contaminar”. Los primeros nombres anunciados en la carretera adolecen de resonancias etarras: Arrasate, Mondragón, Ermua… Admirando aquellos bosques no veía cuevas, sino zulos con las armas aún no entregadas; no savia, sino sangre derramada. Por si esto fuera poco, antes de llegar a Marquina-Jeméin, vi el rostro gigante de un etarra en la pared de una montaña.

En todos los pueblos forman parte del paisaje las pancartas que piden el acercamiento de los asesinos

Ya en el hotel rural, mientras cenaba, leí en un folio pegado en el marco de madera de una puerta, el relato que había escrito un tal Izan evocando el 35 aniversario de la llegada al Everest de Martín Zabaleta: empieza diciendo que Martín y Pemba clavaron la ikurriña en la cima de nuestro planeta; continúa con el abrazo emocionado en el campo base entre unos barbudos vascos y unos imberbes sherpas, símbolo de dos maneras de entender la vida en la montaña; y acaba pidiendo dinero para Katmandú, “pobre en monedas, rico en sonrisas”, pues la tierra se había abierto, haciendo que sangren los valles. La lectura es enternecedora si no sabes que Zabaleta, junto a la ikurriña, colocó el anagrama de ETA.

Antes de este viaje, creía que los abertzales eran jóvenes con “cerebro de pájaro en cráneo de buey”, como definió Anatole France a los militares ligeros y testarudos; pero he descubierto que tienen imaginación. Cualquier lugar es bueno para una pintada o una pancarta defendiendo a los presos: no solamente vi el retrato de un etarra en una montaña, también en el templete de una Plaza Mayor donde jugaban niños y en el mojón de una carretera. En todos los pueblos en los que estuve y en las tres capitales, forman parte del paisaje las pancartas que piden el acercamiento de los asesinos; incluso en uno de los lugares más visitados del País Vasco, el mirador de San Juan de Gaztelugatxe, las idílicas vistas de mar, rocas e islas quedan empañadas por las pintadas que apoyan a los presos, tanto en los bancos como en las losas del suelo. También forma parte del paisaje la palabra amnistía: en las paredes de las calles, en los castillos, en los muros que hay junto a las playas, en las autopistas... A quienes piden la amnistía de los asesinos hay que recordarles que el malvado Estado español, en 1977, tomó una decisión impensable en cualquier otra democracia europea: amnistió a todos los encausados por delitos de motivación política, aunque tuviesen las manos manchadas de sangre. ETA respondió a la generosidad volviendo a matar.

La izquierda abertzale se opone a la Alta Velocidad no por motivos medioambientales, sino para mantener la endogamia vasca

El bar La Cepa de San Sebastián donde fue asesinado Gregorio Ordóñez está en una de las calles de la Parte Vieja: la calle 31 de Agosto. Paseando por ella, vi en los balcones cuatro pancartas con el mapita de marras que pide el acercamiento de los presos (una en el edificio que hay enfrente del bar); vi un cartel de Stop Desahucios y otro de Stop Metro. Ninguna referencia a Ordóñez. Entré en el bar… En el cristal de la puerta de entrada advertían: Prohibido vender artículos en este establecimiento y cantar. Yo añadiría: Y recordar a los asesinados por ETA.

Paseando por la calle de Bilbao donde nació Unamuno, en el escaparate de una librería había una biografía de Otegi: La fuerza de la paz (el cínico Arnaldo, que se disfraza de Dalai Lama cuando es incapaz de condenar el terrorismo etarra). Decía otro vasco, Pío Baroja, que el carlista es un animal de cresta colorada que habita el monte y de vez en cuando baja al llano al grito de “¡rediós!” atacando al hombre. Otegi y los suyos son los herederos directos del carlismo más rancio —cambiaron las partidas de guerrilleros por los comandos terroristas, los sabotajes por los atentados—. El líder independentista llegó a embestir a los jóvenes vascos que usaban ordenador, asegurando que, tras el triunfo nacionalista, esos mismos jóvenes irían al monte a respirar aire puro. No es de extrañar que en un cartel electoral de Bildu con la imagen de Otegi, apareciera el lema: “Es el momento de volver al campo y dar lo mejor”. La izquierda abertzale, que se opone a la Alta Velocidad (no por motivos medioambientales, como algunos alegan, sino para mantener la endogamia vasca), es la heredera directa de reaccionarios como el senador navarro González Castejón. Cuando en marzo de 1842 se discutía en el Senado la construcción de un camino ordinario de Pamplona a Francia, Castejón embistió: “Nunca, por ningún estilo, deben allanarse los Pirineos; antes por el contrario, otros Pirineos encima son los que conviene poner”.

El País Vasco es una sociedad enferma que resulta de unos cobardes que disparan y otros que observan sin hacer nada

Estuve en Bilbao un día antes de que empezase la Semana Grande: frente al Teatro Arriaga, tiñendo la ría de indignidad, vi cómo acababan de montar una carpa que homenajeaba a los presos etarras, y a una muchacha de aspecto batasuno que, ufana, escribía en una pared Presoak. También llamaron mi atención, en muchos balcones, unas banderas amarillas con palabras en eusquera. Pensé que, al estar en la ciudad más grande y cosmopolita de la región, por fin había encontrado mensajes de apoyo a las víctimas. No obstante, al buscar su significado en un diccionario: Bienvenidos, refugiados… Si en el País Vasco ha pasado lo que ha pasado durante estos últimos cincuenta años es porque, mientras unos cobardes disparaban por la espalda a quienes no pensaban como ellos, muchos otros —no menos cobardemente— balconeaban, observaban los acontecimientos sin participar en ellos. El resultado de esa suma es una sociedad enferma.

Siempre fui reacio a leer libros que defendieran sin ambages la violencia; si había leído alguno había sido de casualidad, caminando por otros senderos narrativos. Leyendo el panfleto de Ernesto Cardenal, La santidad de la revolución, me encontré con que el teólogo de la liberación decía que era mejor ser violento que cobarde (los etarras y sus satélites tienen el desdoro de aunar ambas máculas). Sin embargo, por las noches, en el hotel rural leí a un autor madrileño que acabó siendo uno de esos satélites: José Bergamín. No entendía cómo Bergamín, que había sido amigo de Lorca y Unamuno, pasó sus últimos años elogiando a ETA en el diario Egin. Fue enterrado en Fuenterrabía “para no dar mis huesos a tierra española”. En El pensamiento perdido, el católico Bergamín persevera en la defensa del amor y la caridad propuestos por Cristo frente al nacionalismo español del franquismo, que practicaba “el terrorismo clerical”. Recordé que ese mismo hombre se paseaba por el Madrid guerracivilista con pistola al cinto y correaje, siempre lejos de las trincheras, postrado ante los anarquistas, firmando una petición de pena de muerte contra “los fascistas del POUM”; recordé un poema suyo en la revista El mono azul, cuyo último verso decía: “Ni hay más dios que un buen trabuco”. Era un cobarde; era un cínico. Empecé a comprender su sintonía con los radicales.

Los votantes de Bildu tienen todo mi desprecio por apoyar a un partido que sigue sin condenar a ETA

El último día de mi viaje encontré, en la plaza de España de Vitoria, el único mensaje contra ETA: ETA NO, en la fachada del Ayuntamiento (en algunos balcones de la plaza había pancartas que apoyaban a los presos). También fue emocionante ver cabalgar a Don Quijote y Sancho Panza junto a la Playa de la Concha, y en el mismo San Sebastián comprobar que sigue palpitando la librería Lagun, resistiendo en sus primeros años las agresiones de los fascistas y, en los últimos, las de los proetarras.

Quiero recordar con admiración y agradecimiento a los héroes de Gesto por la Paz, el Foro de Ermua y ¡Basta ya!; y a tantos políticos, militares, policías y guardias civiles que dieron su vida o la sacrificaron luchando democráticamente por la libertad, de la que hoy gozamos.

Y todo mi desprecio para las 224.254 personas que el pasado veinticinco de septiembre votaron a Bildu, un partido que sigue sin condenar a ETA; y para los miles de vascos que durante las últimas décadas han contaminado —quién sabe hasta cuándo— la turbadora belleza de esa tierra.

***José Blasco del Álamo es periodista y escritor.

La última zarpa

La última zarpa

Anterior
Merodeos

Merodeos

Siguiente