Siempre me ha resultado insatisfactorio calificar a un artista con un adjetivo pretendidamente definitorio de su estilo o línea de trabajo: hablando de Picasso, esa pretensión nos lleva a una reducción al absurdo. Picasso rosa, azul, cubista... ¿Y después...? Picasso atraviesa, en su frente más avanzado, como un pintor, todas las líneas de avance e investigación del siglo XX. E imprime su sello personal también en el trabajo escultórico. O en el diálogo con los objetos, con la fotografía, con el cine. En suma, con la amplia pluralidad de registros del arte de nuestro tiempo.

En los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, Picasso había sido capaz de llevar hasta su último término la ruptura de la representación ilusionista, basada en la convención de la perspectiva geométrica empleada en las artes plásticas en Europa desde el Renacimiento, con Las señoritas de Avignon (1907). No es sólo el punto de arranque del cubismo, sino de la pluralidad de la representación que a partir de ese momento adquiere carta de validez en el arte. Aquí está la clave, la síntesis: Picasso plural, Picasso artista total. Más allá del rótulo limitador de los movimientos artísticos concretos: viviendo en todos los movimientos artísticos, pero sin ser reducible a ninguno.

En 1963, el propio Picasso afirmaría: “Me muevo incesantemente. Me ves aquí y pese a todo ya estoy cambiando. Ya estoy en cualquier otro sitio. Jamás me quedo quieto”. Ese movimiento incesante constituye una de las claves centrales de toda su trayectoria artística. Hacia junio de 1914, realiza más de cien dibujos de una sensibilidad casi surrealista, diez años antes de que el surrealismo hiciera su aparición.

'Las señoritas de Avignon' no es sólo el punto de arranque del cubismo, sino de la validez de la pluralidad de la representación en el arte

Poco a poco desborda el geometrismo cubista, le va dando más importancia a la figuración y, a partir de su contacto en 1916 con los Ballets Rusos de Sergei Diaghilev, el contraste moderno con la Antigüedad clásica se convierte en su centro de atención hasta mitad de los años 20. Se produce, después, su aproximación al surrealismo, decisiva por otra parte en sus textos literarios. En la segunda mitad de los veinte, las preocupaciones constructivas y la relación con Julio González le llevarán a dar cauce expresivo a la escultura en hierro.

En los años 30 se consolida el subjetivismo expresivo, en diálogo con la ilustración de temas y motivos de la mitología clásica. Y, de un modo inmediato, también la confrontación, desde la pintura, con los lenguajes de los medios modernos de representación y comunicación de masas: la fotografía y el cine, culminada en esa otra gran obra maestra y decisiva, el Guernica (1937).

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¿Y después...? La libertad expresiva plena: la obsesión del desdoblamiento, el amante-artista de un lado, la amada-objeto del deseo y de la representación de otro, las variaciones sin fin en torno al motivo del pintor y la modelo. El juego de espejos con la tradición pictórica, de Velázquez o Ingres a Manet, entre tantos otros. El recubrimiento, la máscara y el disfraz de sí mismo, de un artista que, por su fuerza de representación, se equipara en su capacidad de cambiar de forma a los dioses de la Antigüedad clásica.

La repetición infinita de la imagen de la mujer desnuda, en todas sus variantes y registros, en la visión ensimismada del viejo mirón. Y, ya en último término, la muerte cara a cara en los dos impresionantes autorretratos de 1972 en los que el rostro de Picasso se sintetiza en los ojos desmesuradamente abiertos e inscritos en el cráneo desencarnado.

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Este es el “mapa” de un artista cuya unidad estilística está precisamente en el cambio. Porque nadie como él comprendió que el auténtico valor del arte surge del vaciamiento del artista en la obra. Por eso pudo decir: “Cada pintura es un frasco con mi sangre. Eso es lo que hay en ellas”. Por eso su obra sigue viva, abierta, germinativa, irreductible al tópico, a las fórmulas gastadas.

José Jiménez es doctor en Filosofía y catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de Crítica del mundo imagen (Tecnos, 2019).