Image: Lisboa

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Opinión

Lisboa

30 mayo, 2014 02:00

J.J. Armas Marcelo

La fundación mitológica de Lisboa se atribuye a Ulises, el astuto general aqueo Odiseo, que recorrió el mundo conocido hasta recalar en la desembocadura del Tajo. Allí fundó Lisboa, antigua y señorial. Saudade, pues, de muchas cosas cuando pienso en Lisboa, desde las sombras de Pessoa por las calles llenas de sombras húmedas lisboetas, hasta las tenidas divertidísimas con el gran poeta portugués Eduardo Lourenço, de quien tantas cosas sabias he aprendido. Hablar con el poeta Lourenço tenía para mí un paralelo inolvidable: como hablar con Bergamín, en su frágil vejez rebelde; o con Francisco Ayala, ya más allá del tiempo, en el momento en que Iñaki Arce le pregunta, en pleno almuerzo, qué tal va todo, don Francisco. Y don Paco contesta, mirándolo con autoridad: "Un poco escasos de vino". Eduardo Lourenço es Lisboa y es Portugal entero. No me extrañaría nada que fuera un próximo Nobel en lengua portuguesa, incluyendo el portugués de Brasil.

Decía de la fundación mitológica y decía de Odiseo. Tengo para mí, y me adhiero a la escuela clásica que así lo cree, que nunca regresó a Ítaca. De ese libro de viajes salieron después todos los libros de viaje que se han escrito, y todas las novelas (incluyendo las de Conrad) en las que las tinieblas del corazón persiguen la propia sombra hasta encontrarla. La propia sombra o la luz de la patria propia. Pero tengo para mí que el astuto Ulises se quedó largo tiempo en Lisboa y regresó luego para toda la eternidad junto a la diosa Calypso, que le había prometido exactamente eso, la eternidad, si se quedaba junto a ella. Y se quedó. Dónde va a parar la versión oficial de La Odisea, escrita a mi modo de ver por una mujer que pudo ser Nausícaa y firmada por el mismo ciego que escribió La Iliada, con ésta secreta, antigua y señorial del otro Ulises, el que no regresó a Ítaca. Alguien de arriba se lo advirtió: nunca llagarás a Ítaca. Que, por otro lado, estaba lleno de mediocres, conspiradores y pretendientes de una Penélope que, vaya usted a saber, cúanto tiempo en realidad guardó la ausencia del héroe clásico. De modo que siempre que voy a Lisboa, me pongo, entre Pessoa y Lourenço, a buscar las huellas eternas del fundador mitológico de la ciudad. En Martinho, bajo los soportales que dan a la Plaza del Comercio, en la misma desembocadura del Tajo, mirando al inmenso Atlántico que se pierde en su línea horizontal y americana, dan unas sardinas a la brasa con vinho verde que se le saltan a cualquiera los puntos de los calcetines, si es que los llevas.

Desde allí, con un poco de imaginación, la que le faltó a Felipe II, se ve América. Claro que desde la silla de El Escorial no se ve sino una sombra oscura de Madrid, capital de España, y nada de Lisboa. ¿Dónde he de situar la capital del Imperio?, le preguntó Felipe II al César Carlos. Si lo quieres retener, en Toledo; si lo quieres acrecentar en Lisboa, y si lo quieres perder en Madrid. Felipe no hizo caso, puso la Corte en Madrid y perdió las cartas de navegación. El loco Aguirre se le sublevó en aquella tierra que se veía enorme desde Lisboa y, harto de fumar tabaco y hoja de coca y otras maravillas, le envió una carta a Felipe donde le decía, entre otras cosas, que desde América no era Rey de nada.

Así dicen que fue la cosa de la pérdida del Imperio, por no saber que Lisboa era el futuro que habría cambiado la historia, por no saber que Lisboa había sido inventada y fundada por un griego que se había escapado de la guerra y se había enamorado de una bruja y diosa entre africana agarena y mujer sagrada. Cuando pienso, pues, en Lisboa, pienso en Ulises, y en todos mis amigos lisboetas, que me tratan tan bien cuando voy a la ciudad antigua y señorial que termino por creerme que me quieren mucho. Hoy me perdí pensando en Lisboa, Grandola vila morena, que cantaba José Afonso, años mil de nuestra juventud. Y Saramago. Y Lobo Antúnes ("¿Así, J.J., que tú eres amigo de Saramago? Pues te voy a contar yo quien es Saramago", y comenzaba a tirar de la memoria para machacar a su peor enemigo). ¡Ah, Lisboa, antigua y señorial, ciudad acogedora, brisa atlántica subiendo como una serpiente por la Avenida Liberdade hasta alcanzar los barrios altos. ¡Qué maravilla, qué ganas de volver a verte!