Image: Gran Cabaret

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Novela

Gran Cabaret

David Grossman

3 abril, 2015 02:00

David Grossman

Traducción de Ana Mª Bejarano. Lumen, 2015. 240 páginas 17'90€ Ebook: 10'99€

David Grossman (Jerusalén, 1954) es uno de los narradores más importantes de nuestro tiempo. Pertenece a la generación de Amos Oz (1939) y Abraham B. Yehoshúa (1936). Los tres han construido una obra sólida, valiente y comprometida. Pacifistas y de convicciones izquierdistas, siempre se han mostrado partidarios de buscar una salida negociada al conflicto entre palestinos e israelíes. Durante la guerra del Líbano de 2006, Grossman perdió a su hijo Uri. Su reacción consistió en escribir una hermosa carta de despedida, que hizo pública en la prensa. Gran Cabaret no es una novela sobre esa pérdida, sino un ambicioso monólogo que intenta reflejar todas las pérdidas que aún afectan al pueblo judío. El planteamiento formal es de indudable originalidad. Dóvaleh es un humorista que improvisa parlamentos en un cabaret de Cesárea, una pequeña localidad costera. Su extrema delgadez insinúa un estado de salud precario. Su apariencia es deliberadamente grotesca: pantalones rotos, botas viejas y sucias, camisa chillona, tirantes estrafalarios y unas gafas negras de pasta que devoran un rostro famélico. Dóvaleh no es un showman, sino un payaso triste que filosofa desde el escenario, combinando la provocación, la nostalgia, el ingenio, la agresión emocional y la autocrítica. Es tan despiadado con su público como consigo mismo. Bromea incluso con el destino de gran parte de su familia, asesinada en Auschwitz. Mengele envió a las cámaras de gas a tíos, primos y abuelos, pero su venganza no consiste en odiar, sino en subrayar que los criminales carecen de humor, lo cual explica su fanatismo. La risa es el mejor antídoto contra la intransigencia.

Sus funciones atrapan a un viejo amigo de adolescencia, que le escucha con una mezcla de melancolía y asombro. Es un juez prejubilado, con una viudez reciente. Aficionado a las sentencias con destellos líricos, su mujer le proporcionó el sentido del equilibrio que le permitió ejercer su trabajo con ecuanimidad. Se esfuerza por no exteriorizar su dolor, pero nota que se ha convertido en un ser humano incompleto, que sólo halla consuelo escribiendo notas. Cuando escucha a Dóvaleh, no puede contener el impulso de anotar sus ocurrencias. A fin de cuentas, es judío y no puede vivir sin la palabra. El pueblo del Libro necesita poetizar, meditar. Su identidad colectiva brota de esa peculiaridad. Dóvaleh es un poeta, un genio de la improvisación, de orígenes humildes. Su padre era barbero. Mantuvo a su familia con astucia y picaresca. No era un hombre deshonesto, sino un superviviente. En el caso de los judíos, la vida no es algo que se da por supuesto. Vivir es lo insólito.

Dóvaleh manifiesta un profundo apego por su madre. Su vínculo es tan intenso como el del juez con su mujer, cuya desaparición ha convertido su existencia en un naufragio. La muerte cerca a los dos protagonistas. Gran Cabaret parece un adiós con ritmo de hexámetro homérico. La madre de Dóvaleh cosiendo medias rotas noche tras noche es una moderna Penélope, que sueña con un hogar arrebatado por la violencia. Para un judío, tener un hogar es un gesto subversivo, pues el resto de las naciones han conspirado para expulsarlos de la historia. En las páginas finales, Grossman cita a Pessoa: "Basta existir para ser completo". Al igual que Oz, nunca ha ocultado su escepticismo religioso. Su duelo por el hijo muerto no contempla la posibilidad del auxilio divino. Dios sólo es el nombre de nuestros miedos.

Grossman no ha escogido un pequeño cabaret por capricho, sino por su carácter simbólico. Al igual que el Aleph del célebre cuento de Borges, es un punto insignificante, pero en él convergen simultáneamente todos los aspectos y momentos del universo. El gran teatro del mundo no necesita aparatosas coreografías, sino a un hombre con un micrófono en la mano, multiplicando el significado de las palabras con metáforas, símiles y neologismos.

Gran Cabaret es un ejercicio de alquimia que transforma lo cotidiano en lirismo descarnado y el dolor en meditación filosófica. Grossman nunca decepciona, pero su literatura ha cambiado. La lumbre de la esperanza ahora es un cuchillo que disecciona implacablemente la realidad. La clave tal vez haya que buscarla en el paradójico grito de Dóvaleh: "¡Muerte, hazme un hijo!". El escritor israelí sabe que la verdad es un anhelo sin respuesta.