Image: La sirvienta y el luchador

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Letras

La sirvienta y el luchador

Horacio Castellanos Moya

26 julio, 2011 02:00

Horacio Castellanos Moya

Tusquets, 272 pp.

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El último libro del salvadoreño Horacio Castellanos Moya narra la historia de varios personajes y sus relaciones en medio de la guerra civil que asoló el país centroamericano desde 1979 hasta 1992 y que obligó al propio autor a exiliarse en Canadá, Puerto Rico y México. El Vikingo, antiguo luchador profesional y ahora policía, se ve inmerso en un misterio con implicaciones más graves de las que aparenta en un principio. 'La sirvienta y el luchador' es, además, la última de una saga de novelas que revelan la historia de una familia y de todo un país.


La gorda Rita trae en una mano el plato con caldo de pollo, arroz y verduras cocidas; en la otra, el manojo de tortillas. Los pone sobre la mesa.

El Vikingo ya tiene la cuchara empuñada. Se apresura a probarlo, para constatar si está hirviendo, como a él le gusta.

El caldo le quema el paladar, el esófago, las tripas, o lo que queda de ellas. Es lo único que come, cada mediodía.

La Gorda le ha dado la espalda.

-¿Y el fresco? -reclama el Vikingo, mirando de reojo hacia la puerta de entrada.

-Qué jodés -dice la Gorda, sin voltearse. Y luego grita-: ¡Marilú, traele un vaso de fresco al Vikingo!

Del televisor, empotrado en la alacena, sale una voz de mujer que anuncia un champú.

-Casi no tiene pollo esta mierda -se queja el Vikingo, hurgando con la cuchara en el plato.
La Gorda está recogiendo los trastos sucios de la mesa de los macheteros.

-Qué jode este Vikingo -repite.

Los tres macheteros echan una ojeada al Vikingo; pelan sus dientes podridos. Luego voltean hacia el televisor.

Qué me ven estos cabrones, se dice el Vikingo, molesto. No tienen idea de quién fue él, nunca lo vieron fajarse en lucha libre de las de su tiempo, lo consideran un viejo detective enfermo. Campesinos de mierda.

Marilú sale de la cocina con el vaso de fresco.

Los tres macheteros voltean en el acto. No le despegan la mirada de las piernas y el trasero.

-A la puta con ustedes, no puede aparecer la niña porque casi se le tiran encima -se queja la Gorda.

-La niña -masculla el Vikingo con burla-. ¿De qué es el fresco, mi amor? -le pregunta.

-De melón -dice Marilú, con su vestido de organdí.

Los tres macheteros pelan de nuevo sus dientes podridos, sin quitarle la vista del trasero a Marilú hasta que ésta vuelve a la cocina.

-Sí, es una niña -dice la Gorda, indignada.

Los macheteros se han puesto de pie; toman sus sombreros de palma.

-Y ese gran culo entonces, ¿se lo han prestado? -comenta el Vikingo.

El machetero alto se acomoda los cojones; apenas sonríe.

-Paguen, que ya me deben semana y media de almuerzos -reclama la Gorda.

-El viernes -escupe el machetero gordo.

Y cruzan entre las mesas hacia la puerta de la calle.

-Hijos de la gran puta -masculla la Gorda antes de entrar a la cocina.

El Vikingo se ha quedado solo en el comedor. Así le gusta, por eso viene de último, cuando ya todos han comido y han regresado al Palacio Negro.

-Se te ve bien jodido, Vikingo -grita la Gorda desde la cocina.

Sí, está muy mal, quizá muriéndose, pero desde cuándo le importa a ella.

Y sigue sorbiendo, a cucharadas, lenta, ruidosamente, que mientras esté tragando le irá bien. Los retortijones pueden venir después, cuando salga a la calle o cuando llegue al Palacio Negro.

-¿Querés más tortillas? -pregunta la Gorda desde el umbral.

-Ese gordo es rencoroso, no lo retés -le advierte el Vikingo.

-Que paguen. No les tengo miedo -dice la Gorda. Y le tira dos tortillas sobre la mesa.

Porque no los ha visto destazando... Hacen cantar al más valiente tras el primer tajo.

-De verás, Vikingo, ¿has ido al hospital? -pregunta la Gorda. Jala una silla para sentarse-. Estás cadavérico, cada vez más flaco, pálido como la muerte -dice. Y luego grita-: ¡Marilú, traeme mi plato para acá!

El Vikingo mastica un pedazo de tortilla. Le faltan un incisivo, un colmillo y casi todas las muelas.

Marilú trae un plato con albóndigas y arroz.

-¿Cuándo me la vas a prestar? -le pregunta el Vikingo a la Gorda, sin quitarle la vista de encima a Marilú-. Que me vaya a asear la habitación, aquello es un desastre, necesito una niña limpia y ordenada como ella.

-Estás loco -dice la Gorda, restregando la tortilla en el caldo de las albóndigas.

El Vikingo mira ahora con descaro el trasero de Marilú que regresa a la cocina; la Gorda le espanta la mirada con la mano, como si fuese otra mosca.

-Viejo cochino, te debería dar vergüenza -dice-. Cualquier día te encontrarán hecho cadáver. Y ya ni se te ha de parar esa tu cosa -agrega, señalándole la entrepierna con un gesto de la boca.

-¿Querés probar? -pregunta el Vikingo.

La Gorda lo ignora; mastica, ruidosa, sin cerrar la boca.

-¡Marilú! -grita-, apagá esa televisión que ya no hay noticias.

El Vikingo hace a un lado el plato vacío; bebe el vaso de fresco. Luego eructa y se limpia la boca con el dorso de la mano.

-De veras, te ves mal -repite la Gorda-. Deberías ir al hospital.

-Para hospitales estoy yo... -dice el Vikingo-. Ni cuando casi me quiebra la nuca el Black Demon, y hubo que suspender la lucha, dejé que me llevaran a un hospital. Menos ahora.

-No seás necio. Ya no sos el luchador de hace cuarenta años. Todo el mundo comenta que se te ve la muerte en la cara.

-Aquí todos tenemos la muerte en la cara.

Saca del bolsillo de la camisa la cajetilla de cigarrillos.

-Pero vos estás más muerto que vivo.

-Porque soy el más viejo -dice-. Conseguime cerillos.

-¡Marilú, que apagués el televisor te ordené, que estás sorda, muchacha! -grita la Gorda-. Y traele unos cerillos al Vikingo.

Sufre un amago de contracción en el estómago. Le gustaría vomitarle en el plato a la Gorda.

Marilú le entrega los cerillos. El Vikingo le toma la mano.

-Te venís conmigo, mi amor, para que me arreglés la habitación y te doy unos centavitos -le propone.

-¡Soltala, abusivo! -exclama la Gorda, y empuja a Marilú a un lado. Sufre un acceso de tos.

-Te vas a atragantar -le advierte el Vikingo mientras enciende el cigarrillo. Y le pedirá al machetero gordo que la destace para venderla como carne para picadillo y con la niña se quedará él.

Le echa el humo en la cara a la Gorda.

-Echá más humo -pide ella-, que hay mucha mosca.

-Que soy tu cholero, mamacita...

-¿Viste al mayor Le Chevalier en el noticiero? -pregunta la Gorda.

-¿Anoche?

-Lo repitieron hoy a mediodía -dice la Gorda-. Qué huevotes tiene el hombre, cuadriculados. Se les lanzó al cuello a los curas, denunció con nombre y apellido a cada uno de los comunistas, comenzando por el tal monseñor. Deben de estar cagados de miedo.

-Nunca vamos a acabar con tanto hijueputa -murmura el Vikingo, pensativo, exhalando la humareda.

Tira la colilla al piso de cemento; la restriega con la suela de la bota.

Sí, debería ir al hospital, pero a qué horas, con tanto trabajo, con lo alerta que debe permanecer cuando viene la carga. Y capaz que los doctores lo encierren, ya no lo dejen salir hasta que sea cadáver.

-Vos deberías retirarte -dice la Gorda-. Ya no estás para estos trotes. ¿No tenés familia o alguien que te cuide?

-En este oficio nadie se retira.

Saca otro cigarrillo, el último antes de regresar al Palacio Negro. Quisiera una tacita de café, aunque el escozor le haga un huraco en la panza.

-Dame un café -pide.

La Gorda está hurgándose entre las muelas con la uña del meñique.

-Pero vos sí me vas a pagar hoy, ¿verdad?

-El viernes.

-Hijo de puta. Todos ustedes son iguales -le espeta la Gorda antes de gritarle a Marilú que le traiga un café al Vikingo.