Image: Gulag. Historia de los campos de concentración soviéticos

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Letras

Gulag. Historia de los campos de concentración soviéticos

Anne Applebaum

10 junio, 2004 02:00

Anne Applebaum, por Gusi Bejer

Traducción de Magdalena Chocano. Debate. Madrid, 2004. 670 páginas, 25 euros

Cuenta la autora que en el turístico puente de Carlos, en Praga, decenas de visitantes occidentales compran con naturalidad recuerdos de la antigua URSS y, luego, los mismos que rechazarían con repugnancia una esvástica, se prenden risueños insignias con la hoz y el martillo. La lección, dice, es elocuente. Mientras el símbolo de un asesinato masivo nos horroriza, el símbolo de otro asesinato masivo nos hace sonreír.

La anécdota es significativa por dos razones: primero, porque según confiesa Applebaum, le llevó a tomar conciencia brutal del problema al que estas páginas están dedicadas: el desconocimiento y la indiferencia del Occidente democrático ante uno de los fenómenos más estremecedores del siglo XX (y no porque éste anduviera sobrado de ellos, sino por su extensión en el tiempo y su impacto en millones de personas). Y segundo, porque muestra el distinto talante con que abordamos tragedias equivalentes sin mala conciencia. Empezando por los intelectuales, divididos entre el cruel cinismo de Brecht ante las víctimas estalinianas ("cuántos más inocentes son, más merecen morir") y la ceguera voluntaria de Sartre, cuya reputación por cierto sobrevive a su dogmatismo político. Sin que pueda decirse algo similar de Heidegger, estigmatizado por su apoyo al nazismo.

En la recepción de las corrientes totalitarias del pasado siglo se opera una diferencia esencial en nuestro sustrato cultural: la Alemania nazi y lo impregnado por ella es el mal absoluto, mientras que la URSS se pervirtió o, como máximo, estaba equivocada. El racismo ario resulta impresentable, pero los ideales soviéticos no estaban tan lejanos teóricamente de lo que propugnaban amplios sectores de izquierda: criticar su desviación era hacerle el juego al enemigo. La caza del judío es moralmente repugnante, pero la persecución del "enemigo del socialismo" debe entenderse en su contexto. Si Hitler y el fascismo eran la reacción, Stalin y los suyos, aunque tortuosos, representaban para muchos bienpensantes el futuro de la humanidad. ¡Si hasta Roosevelt y Churchill fueron sus aliados primero, y sus cómplices vergonzantes tras la guerra, cuando contribuyeron a aumentar el número de víctimas repatriando forzosamente a miles de soviéticos!

Por todo ello, el Holocausto nos sigue conmoviendo, se editan testimonios de sobrevivientes, es objeto de debate y materia para la ficción literaria, hay fotos de los prisioneros, se hacen películas. Para los campos soviéticos, salvo escasas excepciones (el caso Solzhenitsin), apenas han existido cámaras, recreación, examen o simple curiosidad, ni siquiera -hasta hace poco- fuentes fiables más allá de la propaganda y el rumor. Sólo desde Gorbachov se han desempolvado legajos, informes, memorias y estadísticas. Porque, pese al secretismo de la maquinaria estatal soviética, los archivos están llenos de documentos relativos a la represión, debido a que Moscú quería disponer de información precisa sobre cada rincón del inmenso territorio que controlaba. La meticulosidad del burocratizado sistema soviético se vuelve así contra sus artífices y proporciona un filón inagotable a los historiadores.

Applebaum ha hecho un excelente uso del material que ahora está a disposición de los investigadores, en especial las memorias de los supervivientes, que proporcionan el tono cálido, próximo y humano a este libro demoledor (merecido premio Pulitzer 2004). Estamos, en efecto, ante una historia del Gulag, el conjunto de campos de trabajo (476 por lo menos) que puso en marcha la revolución soviética, desde sus inicios hasta casi su desmoronamiento porque, como advierte la autora, en contra de la opinión común en Occidente, los campos no desaparecieron a la muerte de Stalin, sino que se transformaron. Es innegable sin embargo que el Gulag está anudado al estalinismo, no porque fuera el georgiano su inventor -que en eso más responsabilidad tuvo Lenin-, sino porque bajo su mandato este método de control y castigo adquirió toda su importancia en el ya asfixiante y opresivo sistema soviético.

El empleo de esos conceptos remite a lo que muchos consideran cuestión básica: el sufrimiento y coste en vidas humanas de ese atroz experimento. En su período álgido, entre 1929 y 1953, unas 18 millones de personas padecieron en mayor o menor grado esa condena. Pero igual que pasa con el término "condena", que puede evocar una administración independiente de justicia (inconcebible como es obvio en el contexto de la URSS), las cifras son equívocas y sobre todo no dan la dimensión exacta del asunto, porque había otras categorías significativas de trabajadores forzados. Las estimaciones más realistas elevan pues el número de personas afectadas a cerca de 29 millones. Tomando este número como referencia, ¿cuántas de ellas murieron? La autora da una cifra con todas las reservas del mundo: 2.750.000. Pero ello no pasa de ser una borrosa aproximación, por múltiples razones, entre ellas el sistemático falseamiento de la realidad por las autoridades, desde el tosco guardián de campo al eficiente burócrata del Kremlin.

Y por otros motivos contundentes: cuando la seguridad del Estado quería deshacerse físicamente de elementos peligrosos o indeseables, organizaba ejecuciones masivas en los bosques, como la masacre de Katín (20.000 oficiales polacos asesinados en abril de 1940 y enterrados en fosas comunes en secreto). Se estima en más de 786.000 los ejecutados de esa forma entre 1934 y 1953. Las cifras, como puede apreciarse, marean y al final terminan desorientando. Pero además el Estado soviético nunca pretendió que el Gulag fuera un ámbito de exterminio, sino de trabajos forzados, hasta el punto de que el rendimiento económico se convirtió en la principal razón de ser de este sistema punitivo. Si la gente moría a miles no era por deliberada crueldad (aunque tampoco falten múltiples ejemplos de ella), sino por ineficiencia y extrema penuria. Por ello se ha dicho con sorna que el Gulag constituía en varios sentidos la quintaesencia del gobierno soviético.

Applebaum consigue aunar las virtudes que se atribuyen con justicia a la bibliografía anglosajona (claridad, orden, eficacia, rigor) con el hábil sorteo de sus principales inconvenientes, en especial esa tendencia a la acumulación masiva de referencias que termina abrumando y aburriendo al lector. En un asunto propicio a este lastre, hallamos por el contrario una prosa fluida y amena, atenta por igual al detalle íntimo y los grandes acontecimientos, capaz de conjugar el dato preciso con la interpretación general. Esta obra esclarecedora y apasionante, servida en una traducción correcta en líneas generales, conduce inexorablemente a una turbadora meditación sobre el ser humano, cuya esencia (como decía Dostoievski) parece consistir en la capacidad para adaptarse a todo. Y no nos hagamos ilusiones, pues vano es creer, como reza el tópico, que gracias a libros como éste no se repetirán historias como las que contiene. Este libro ha sido escrito, nos dice la autora al final, porque casi con seguridad todo ello ocurrirá otra vez.


Un Pulitzer en los archivos
Anne Applebaum (Washington DC, 1964), graduada en la universidad de Yale, es columnista y miembro del comité editorial del Washington Post. Comenzó a trabajar como periodista en 1988, cuando fue nombrada corresponsal del Economist en Varsovia. Entonces le tocó contar la caída del comunismo en los países del Este de Europa. De vuelta a Londres en 1992, se convirtió en responsable de la sección de Internacional del Spectator y colaboradora de periódicos como el Daily Telegraph. Su primer libro, Entre el Este y el Oeste: por las fronteras de Europa describía un viaje por Lituania, Ucrania y Bielorrusia, entonces a punto de independizarse, y obtuvo el premio Adolph Bentinck al mejor libro de no ficción en 1996. Su segundo libro, Gulag. Historia de los campos de concentración soviéticos, premio Pulitzer, se publicó en la primavera de 2003, y obtuvo un rápido reconocimiento gracias al uso abundante que hace en el libro de fuentes y archivos rusos que han sido puestos a disposición de los estudiosos sólo en los últimos años.


Archipiélago infierno
Alexander Solzhenitsyn afirmó que "El totalitarismo es el peor cáncer que puede padecer un individuo". El autor del más estremecedor testimonio sobre el gulag nació en 1918 en el pueblo de Kislovodsk, hijo de un terrateniente cosaco y una maestra. De joven fue un apasionado leninista y llegó a formar en el Ejército Rojo, hasta que una carta suya con opiniones contrarias a Stalin fue interceptada en 1945 (fue denunciado por su propia mujer, Natalia Rehestovskaya) y acabó en la prisión de Lubyanka, de donde fue trasladado a un campo de prisioneros en Kazajastán. Allí fue torturado de forma continua y enfermó de un cáncer que le dejó estéril. No salió de la prisión hasta 1956, cuando volvió a Moscú. Había pasado por prisiones, gulags y centros de investigación científica para prisioneros. Una vez rehabilitado, un agente del KGB intentó asesinarle clavándole una aguja envenenada durante una visita a la catedral de Novocherkassk. Ya su primera novela, Un día en la vida de Iván Denisovich (1962), que fue publicada en la revista literaria más importante de su país, Novy Mir (Nuevo mundo), y que le procuró una gran celebridad, tomaba como punto de partida sus experiencias en la cárcel. En su obra maestra, Archipiélago Gulag, deja testimonio de su paso por los campos de exterminio stalinistas, del funcionamiento del régimen comunista y de la demencia paranoica de Stalin. Solzhe- nitsyn detalla con crudeza y abundancia de documentos y datos los métodos estalinistas de detención y tortura y los extremos a los que puede llegar el ser humano con tal de sobrevivir en el infierno del gulag. En el prólogo al segundo tomo de Archipiélago Gulag entona una estremecedora oración: "Sé bendecida, prisión, por haber estado en mi vida". ¿Bendecida? La razón se desvela: "Desde las tumbas me viene la respuesta: para ti es fácil hablar; tú has permanecido en vida".