Image: Pollock según Ed Harris

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Cine

Pollock según Ed Harris

9 octubre, 2003 02:00

Ed Harris dirige y protagoniza Pollock

Una vida tan convulsa y un arte tan rompedor exigía ser trasladado al cine. El actor Ed Harris, obsesionado durante años con el hombre atormentado y el artista excepcional que fue Jackson Pollock, se ha colocado por primera vez detrás de la cámara para ofrecernos una película admirable -que se estrena el 10 de octubre en España- y una interpretación sobresaliente. El Cultural hace un recorrido por los biopics de artistas del pincel más interesantes de la historia del cine, desde Caravaggio a Basquiat pasando por Van Gogh, Goya o Picasso.

Por algún misterio que ni la casa distribuidora (Columbia) puede resolver, la película Pollock. La vida de un creador, admirable debut de Ed Harris detrás de la cámara, llega mañana a nuestras salas dos años después de su estreno en Estados Unidos. Ni siquiera el Oscar obtenido por Marcia Gay Harden dando vida y vuelo a Lee Kresner, pintora y esposa de Jackson Pollock, ha impulsado la carrera comercial de este filme, una obsesión personal de Ed Harris en la que ha invertido 15 años de su vida, desde que leyó la biografía del popular pintor norteamericano escrita por Steven Naifeh. Harris consiguió el dinero, supervisó el guión, protagonizó la película y, por supuesto, la dirigió.

Salta a la vista el increíble parecido físico de este eterno e imprescindible secundario (¡cómo ganan con su presencia filmes como El show de Truman o Las horas!) con el pintor que inventó la técnica del dropping y cambió el curso del arte moderno. Pero Harris, por fin como protagonista indiscutible, no se queda en el parecido físico. Su memorable interpretación, que realmente parece habitar el cuerpo y la torturada mente de Pollock -"He estado durante diez años leyendo, pensando y sintiendo como él", afirma el actor-, se ha empapado de los demonios maníaco-depresivos del artista hasta el punto de que cuando pinta (porque la película, más que tratar sobre el arte, trata sobre el acto físico del artista en su trabajo), se torna claramente visible que la tan frecuentemente denigrada técnica del goteo no es algo que esté al alcance de cualquiera. "No creo en las casualidades porque niego las casualidades", decía el pintor norteamericano, quien vivió y murió bajo el yugo del alcohol y, tal como sostiene Julian Schnabel, sólo era libre cuando pintaba. Esta idea, la creación como libertad, es precisamente la que Harris comunica con su película.

En las afueras del personaje, el filme retrata el humo y la nada de un Nueva York de posguerra que todavía no era la capital del arte de nuestros días. Por sus oscuros fotogramas (cuidadosamente iluminados por la operadora Lisa Rinzler) pululan la energía y el coraje de Lee Kresner, a quien debemos que el arte de Pollock ocupe paredes de museos y páginas de catálogos. Eran tiempos en los que Pollock canjeaba en una tienda uno de sus lienzos por una factura de 56 dólares para meses más tarde ocupar la portada de la revista "Life". Cualquier cosa era posible. Y con la ayuda de una mecenas como Peggy Guggenheim (interpretada por Amy Madigan) o un crítico de arte como Clement Greenberg (que más o menos validó el expresionismo abstracto) cualquier cosa era probable. Pollock el artista siempre contó con el apoyo necesario para darse a conocer, aunque Pollock el hombre, un pobre desdichado que llenó de desgracia las vidas a su alrededor, perdió muchos amigos y amores por el camino, se entregó al arte como si fuera un amante condescendiente y terminó bruscamente su vida, ahogado en su propia miseria.

Presencias e influencias
No son nuevas, por supuesto, las presencias e influencias de la pintura en el cine -de las que habló con tanta propiedad José Luis Borau en su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes, editado por Ocho y medio-, dos artes tan estrechamente unidos que la expresión cinematográfica no ha podido evitar acercarse a las vidas, generalmente angustiadas, de los pintores. Sin embargo, en los albores del cine el género biográfico no resultaba demasiado atractivo para las taquillas. Un artista real o ficticio pintando un cuadro o hablando de su obra no era algo fácilmente vendible. Ni siquiera hoy lo es. A no ser que el proyecto esté apadrinado por una estrella internacional, como es el caso de Salma Hayek en la piel de Frida, o el Pollock de Ed Harris que ahora nos ocupa (si bien su éxito de crítica ha estado muy por encima de su recepción en salas). El primer director en dar con la estrategia -pintor atormentado incoporado por una estrella internacional- fue John Houseman, quien halló en el lado demente de Kirk Douglas el mejor modo de dar salida cinematográfica a los demonios de Van Gogh, y de paso ofrecer también un retrato de Paul Gaugin en el cuerpo de Anthony Quinn (con Oscar incluido). El loco del pelo rojo (1956), con un cinemascope en technicolor que trataba, sin conseguirlo del todo, captar las luces y colores del pintor de Arlés, prestaba más atención al hombre y sus alrededores que a la obra en sí, una necesidad dramática que es desde entonces el modelo a seguir por cualquier producción que retrate artistas del pincel. Carol Reed tomó buena nota y falseó la figura de Miguel ángel para que pudiera ser interpretado por el fornido Charlton Heston en El tormento y el éxtasis (1965), producción a la manera hiperbólica de Hollywood que desde luego no ha pasado a la historia por su rigor histórico.

De Caravaggio a Modigliani
No menos calamitosa fue la existencia en París de Amedée Modigliani durante el año 1919, periodo de su vida que fue llevado a la pantalla con excelencia por Jaques Becker en Los amantes de Montaparnasse (1957), una producción francesa protagonizada por Gérard Phillipe. Con anterioridad, John Huston había recreado a todo color el París de la bohemia de finales del XIX en Moulin Rouge (1952), donde José Ferrer dio vida al Toulouse-Latrec más creíble y torturado de cuantos han cruzado una pantalla de cine -nada que ver con el juergista socarrón que nos pinta Baz Luhrman en el reciente musical del mismo título. Sólo la primera escena del filme de Huston ya vale por todas las aproximaciones cinematográficas al entorno y la extraña figura del cartelista francés, que incluso fue evocada cómicamente por Peter Sellers en El regreso de la Pantera Rosa (1975).

El cine también ha levantado acta de los maestros del barroco europeo, si bien de formas desiguales y en periodos muy distintos. Mucho antes de que las taquillas se congraciaran con las vidas de los artistas del lienzo, Alexandor Korda proporcionó a Charles Laughton la posibilidad de encarnar al pintor de la luz en Rembrandt (1936), un filme tan desnudo y seco como su título que se detiene en los apuros económicos y las desgracias maritales del artista holandés. El barroco italiano, por su parte, lo interpretó Derek Jarman a su manera en Caravaggio (1986), un refrito de imaginería sexual y efectos modernistas en el que comerciantes del siglo XVII manejan calculadoras y todos los personajes se mueven por impulsos homoeróticos, convirtiendo esta película en un acto de vandalismo y petulancia artística antes que en un fiable biopic del más influyente pintor italiano.

Fuerza poética
Algo más atrás en la historia de las artes plásticas viajó Andrei Tarkovsky, quien en plena celebración soviética -50 aniversario de la revolución de Octubre- trasladó al cine el turbulento siglo XV ruso en Andreï Rublev (1966). Dividido en ocho capítulos sobre la vida del importante pintor de iconos ruso, el filme, aunque lento y largo, es por su fuerza visual y profundo sentido poético uno de los mejores homenajes cinematográficos que se han realizado de un artista plástico. No le va muy a la zaga en fuerza expresiva el sketch sobre el mundo pictórico de Van Gogh que incluyó Akira Kurosawa en su colección de Sueños (1990), en el que el cineasta Martin Scorsese daba vida al loco de una sola oreja.

Aparte de Van Gogh (también criatura cinematográfica de Robert Altman y Maurice Pialat), los siglos XIX y XX han proporcionado grandes genios a la pintura, algo que no ha pasado desapercibido para el séptimo arte. Con mayor o menor fortuna, muchos directores han tratado de dar rienda suelta a sus preocupaciones artísticas empleando picassos, bacons o, sobre todo, goyas como mediums. El pintor aragonés es quizá el artista más explotado en la pantalla nacional, bien en las carnes de Jorge Perrugoría, José Coronado o Paco Rabal, tal como fuera retratado simultánea y recientemente por Bigas Luna (Volavérunt) y Carlos Saura (Goya en Burdeos).

Con menos destreza que pasión, James Ivory filmó uno de sus peores trabajos en Sobrevivir a Picasso, que ni siquiera las presencias siempre atractivas de Anthony Hopkins (emulando al pintor malagueño) e Isabelle Hupert pudieron salvar de las redes del aburrimiento. Aunque muchos piensen que es inglés, Ivory es norteamericano. Quien si es inglés es John Maybury, autor de El amor es el demonio (1998), un biopic excesivo como la propia vida del biografiado, el pintor Francis Bacon, artista maldito donde los haya. El pintor y cineasta Julian Schnabel debutó con la notable Basquiat (1996), crónica en forma de cuento del rey del graffiti (interpretado por Jeffrey Wright) en un Nueva York sometido al reinado artístico de Andy Warhol (encarnado estupendamente por David Bowie). Con más sofisticación que alma, Julie Taymor y Salma Hayek asaltaron el año pasado las carteleras mundiales con Frida, donde, como no podía ser de otro modo, la biografía de la pintora mexicana también lo era del muralista Diego Rivera (Alfred Molina).

Si la ficción no colmara sus expectativas, el espectador siempre puede acudir a las creaciones pictóricas realizadas directamente para la cámara, como hicieron Picasso para Henri-Georges Clouzot (Le mystère Picasso, 1956) o Antonio López para Víctor Erice (El sol del membrillo, 1992). Impresionantes documentos a pie de caballete sobre dos genios de la pintura, sobre la persecución del alma creativa.


El artista visceral
"¿Cómo sabe cúando ha terminado un cuadro?", le preguntó un peridosita de "Life Magazine". "¿Cómo sabe usted que ha terminado de hacer el amor?", constestó Pollock. Detrás de un arte tan controvertido y salvaje, sólo cabe un hombre de talante visceral. Su personalidad, y no sólo su arte, es lo que atrajo a Ed Harris, quien asegura que habitando la mente del artista no hacía más que colmar un deseo de estar en paz consigo mismo. "Nunca he querido ser Pollock, sólo que su experiencia en la tierra me tocase, me inspirase, me permitiese llevar una actuación real y honrada". A tal fin, Harris exploró durante años la pintura y sus técnicas para aproximarse al arte de Pollock, en el que -asegura- nada es gratuito: "cada golpe, cada salida de tono, cada bofetada, cada arrebato, cada sacudida, cada salpicadura y cada latigazo tienen una intención específica". En su arte como en su vida, el azar era sólo apariencia.