Entreclásicos por Rafael Narbona

Ramiro de Maeztu, Caballero de la Hispanidad

10 marzo, 2016 16:36

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Ramiro de Maeztu[/caption]

No es fácil simpatizar con Ramiro de Maeztu, especialmente después de leer los agravios que le dirige a Juan Ramón Jiménez en 'Poesía modernista', un artículo sobre el Modernismo publicado en Los Lunes del Imparcial el 14 de octubre de 1901: “No imitéis a vuestro desgraciado Juan Ramón Jiménez, el autor de Ninfas y de Almas de Violeta, joven culto, millonario, delicadísimo lírico cuando escribía sencillamente, y que, atraído por las caricias de los astros y la sabiduría de los murciélagos, ha dado con sus huesos, a los veinte años, en una casa de alienados…”. José-Carlos Mainer atribuye a Maeztu un “temperamento violento” y una “megalomanía que rozaba quizás la neurosis”. Nacido en Vitoria en 1874, su padre –Manuel Maeztu Rodríguez- era un hacendado cubano de origen navarro que se casó con Juana Whitney, hija de un diplomático británico. El matrimonio engendró cinco hijos. Ramiro no fue el único que adquirió notoriedad. Su hermana María fue una notable pedagoga, que organizó y dirigió la Residencia Internacional de Señoritas de la Junta de Ampliación de Estudios, y su hermano Gustavo, un apreciable pintor costumbrista.

La independencia de Cuba arruinó a la familia, obligándola a trasladarse a Bilbao. Huérfano de padre desde los diez años, Ramiro no realizó estudios universitarios. Su juventud –vehemente y bohemia- transcurrió entre París y La Habana. En 1897 se estableció en Madrid e inició su carrera como periodista, publicando en Germinal, El País, La España Moderna, Vida Nueva. Socialista de talante reformista, entabló amistad con Azorín y Baroja. Surgió de este modo el “Grupo de los Tres”, el embrión de la cuestionada “generación del 98”. En 1899 aparece Hacia otra España, una recopilación de artículos que pretende sintetizar regeneracionismo y socialismo, mostrando una enérgica oposición al regionalismo separatista. Maeztu deplora el caciquismo de una “España despoblada, atrasada e ignorante”, preguntándose qué hace falta para que surja un país nuevo, próspero e influyente. A pesar de su aparente socialismo, Maeztu exalta “la producción y el trabajo”, sin ocultar su simpatía hacia el capitalismo: “Cantemos al oro; el oro vil transformará la amarillenta y seca faz de nuestro suelo en juvenil semblante: ¡el oro vil irá haciendo otra España!”.

Durante sus años como corresponsal en Londres, escribe una novela por entregas: La guerra del Transvaal y los misterios de la Banca de Londres. Maeztu aprecia en los Boers un sentido de la Raza y el Suelo que podría revigorizar a la decadente Europa. Los colonos holandeses son granjeros y soldados. Esa combinación es la clave para crear una nación fuerte y cohesionada. Aunque no lo sabe, Maeztu se anticipa al fascismo, sin renunciar a su creciente tradicionalismo. En 1915 recupera su fe católica, tibia hasta entonces. Su hermana María comenta ese paso: “No puede hablarse de conversión, porque nunca había dejado de ser católico, pero sí de una radical transformación espiritual que cambiaría la orientación y el rumbo de su vida”. El mismo Ramiro aclara: “No creo que puede llamarme converso, porque nunca se rompieron del todo los lazos que me unían a la Iglesia”. En 1920, publica La crisis del humanismo, donde asocia la dignidad individual a la vocación de servicio. Los valores objetivos, como la verdad, la justicia y el amor, son más importantes que el desarrollo de la personalidad. Frente a la libertad y el individualismo, pondera el sentido jerárquico, el corporativismo, el sentimiento religioso y el sentido del sacrificio. En 1925, manifiesta su apoyo a la Dictadura de Primo de Rivera, que le premia con el cargo de embajador en Argentina. En 1926, publica Don Quijote, don Juan y la Celestina. Niega que el Quijote sea el libro que representa el genio de España, pues considera que el hidalgo enloquecido es un ejemplo de decadencia, no de excelencia: “Guardemos el Quijote para nuestras fiestas íntimas; pero seamos altruistas, ya que nuestra decadencia nos permite serlo, y no pretendamos convertir en libro vital de España ese libro de abatimiento y amargura”.

Según Maeztu, los personajes de don Juan y la Celestina completan el retablo de las miserias de una España hundida en el hastío, el menosprecio y la desesperanza. En 1934, aparece Defensa de la Hispanidad, que exalta la obra de España en América y reivindica “la antigua Monarquía Católica, instituida para servicio de Dios y del prójimo”. Director de la revista Acción Española desde los días previos al inicio de la Segunda República, acaba militando en Renovación Española, invocando la herencia de Donoso Cortés y Menéndez Pelayo. Diputado en las Cortes por Guipúzcoa entre 1933 y 1935, Maeztu simpatizó con el tradicionalismo lusitano y contempló con agrado el ascenso de los fascismos. Al poco de comenzar la guerra civil, fue detenido y recluido en la cárcel de Ventas. Los primeros bombardeos sobre Madrid instigaron las represalias incontroladas. Las milicias revolucionarias iniciaron las sacas (falsos traslados) de presos, que finalizaban con ejecuciones sumarias. Ramiro de Maeztu fue fusilado el 29 de octubre de 1936 en el cementerio de Aravaca, con un grupo indeterminado de personas. Entre los reos, se hallaba Ramiro Ledesma Ramos, fundador de las JONS y discípulo de Ortega y Gasset. Se atribuyen a Maeztu unas últimas palabras que nunca han podido ser contrastadas: “Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo sí sé por lo que muero. ¡Para que vuestros hijos sean mejores que vosotros!”. Dejó una obra inacabada, Defensa del espíritu; una obra de teatro inédita, El sindicato de las esmeraldas, y su discurso de ingreso en la Real Academia Española, La brevedad de la vida en la poesía lírica.

Cuando le comunicaron a Ortega y Gasset que habían fusilado a Ledesma Ramos, comentó: “No han matado a un hombre. Han matado a un entendimiento”. Algo semejante podría decirse de Maeztu, cada vez más olvidado. A pesar del estigma de reaccionario que pesa sobre su pensamiento, hay algunas ideas que merecen ser rescatadas y repensadas. En primer lugar, su concepción del dinero como instrumento al servicio de un ideal colectivo. “Sin dinero, mejor dicho, sin poder, no hay bondad efectiva, sino meramente buena voluntad o buenas intenciones”. El dinero “es también espíritu”, pues implica el poder de transformar la realidad, conforme a los valores supremos del saber, el amor y la hermandad. En segundo lugar, hay que destacar su aportación al concepto de Hispanidad, cuyo significado trasciende la noción de Imperio, con sus connotaciones indeseables. “La Hispanidad, desde el principio, implicó una promesa de hermandad y de elevación para todos los hombres”. A diferencia de Roma y otros imperios, España propició el mestizaje y la integración. En la Catedral de México “la grandeza de sus proporciones, la claridad y la serenidad” se conciertan para que “desaparezcan, como nimias, las diferencias del color de la piel y se confundan las oraciones de blancos, indios y mestizos en un ansia común de mejoramiento y perfección”. En tercer lugar, no es desdeñable la idea de que España, en tanto ideal, resulta inseparable del concepto de Hispanidad, que contempla la fe católica como centro místico de su despliegue en la historia.

De hecho, la idea de España entra en crisis cuando el catolicismo pierde su influencia. “Al quebranto de la fe siguió la indiferencia”. España recobrará su identidad cuando entienda que su historia es “una obra a medio hacer, una misión inacabada”. ¿Cuál es esa misión? “La misión de todo Estado hispánico ha de consistir en fortalecer a los débiles, en levantar a los caídos, en facilitar a todos los hombres los medios de progresar y mejorarse, que es confirmar con obras la fe católica y universalista. […] El mundo no ha concebido ideal más excelente que la Hispanidad”, pero ese ideal necesita su propia divisa, que sólo puede ser “servicio, jerarquía y hermandad, lema antagónico al revolucionario de libertad, igualdad y fraternidad”. Maeztu no ignora que su divisa es altamente provocadora y aristocrática. Sin embargo, ese ideal aristocrático no es elitista y excluyente, sino profundamente universalista y propugna que “todo el género humano debe acabar por constituir una sola familia”. Maeztu cita el papel evangelizador de los jesuitas en la India y Asia: “San Francisco Javier estaba cierto de que podían ir al Cielo los hijos de la India, y no sólo los brahmanes orgullosos, sino también, y sobre todo, los parias intocables”.

Es evidente que el tiempo ha afectado negativamente a la retórica de Maeztu, pero si la despojamos de su hojarasca, nos encontramos con una perspectiva pragmática en materia económica, un patriotismo que rescata a España de la Leyenda Negra, un catolicismo incompatible con la discriminación racial o la exclusión social, y un justo reconocimiento del papel de la Monarquía en la construcción de nuestra identidad nacional. Quizás nadie ha prestado tanta atención a la obra de Maeztu como Ediciones Rialp. Conservo títulos sueltos de los años sesenta y una excelente edición de 1998 de Defensa de la Hispanidad, con una interesante introducción de Federico Suárez. Maeztu es un clásico conflictivo, antipático, adusto, pero sería injusto no reconocerle su condición de auténtico Caballero de la Hispanidad, quizás uno de los últimos de una nación con un endeble sentido de su historia y de su identidad como crisol de poetas, místicos, pintores, juristas, exploradores, músicos y soñadores.

 

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