El Cultural

Juan Marsé. Dos o tres cosas que sé de mí (de oídas)

Irreverente y divertido, el escritor presenta con esta autoentrevista su última novela, 'Rabos de lagartija', de la que adelantamos un fragmento

3 mayo, 2000 02:00

-Venga, Marsé, empiece de una vez. ¡Nombre y apellidos!:
-Juan Marsé Carbó Faneca Roca, 67 años. Con antecedentes penales. Ex aprendiz de joyero. By-pass coronario, carnet de conducir nocturno caducado. Situación económica inestable”.

-Pare, pare. A ver: ¿qué demonios es Rabos de lagartija? ¿Qué prefiere el fondo o la forma? ¿Qué me dice del chorizo mallorquín? ¿Y del conflicto lingüístico de Cataluña? ¿Por qué no concede entrevistas en la televisión? ¿Por qué escribe en una lengua que no es la suya?...

Todas estas preguntas, y bastantes más, se las hace y se las contesta Juan Marsé para bautizar con humor, irreverencia y literatura su nueva novela, Rabos de lagartija (Areté), cuya aparición en librerías es inminente. El escritor barcelonés se ha puesto delante del espejo y desbarra sin piedad entre literatos, creencias, películas y otros embutidos. Se divierte y nos divierte. Créannos: merece la pena ver a Marsé representando este jugoso y viejo género literario de la autoentrevista.

Suena el timbre y abro la puerta. Un tipo que se parece sospechosamente a mí, armado de bolígrafo y bloc, me mira con aire aburrido.

-Buenas tardes, señorita Ana Rosa Quintana. Vengo a entrevistarla, tal como quedamos.
-Se confunde usted. Yo no soy esa señora o señorita que dice.

-¿Ah, no? Bueno, da lo mismo. ¿Por casualidad no será usted Antonio Gala? ¿Tampoco? Bueno, de todos modos tendrá usted algún pasado amoroso o truculento o peripatético, con infidelidades, sexo y droga.
-No tengo nada de eso. Se equivoca usted de persona.

-Entonces ¿quién es usted? ¡Nombre y apellidos, venga!

Así me gustaría que empezaran la entrevista que nunca me han hecho, y que ahora me hago yo mismo. Con un equívoco. Me sirvo un whisky, me siento frente al espejo, me observo, y, pasado el primer efecto de estupor y decepción (pues resulta evidente que no doy el tipo, ni de lejos podré parecerme nunca a Antonio Gala apoyado en su bastón y en sus sabios decires sobre el amorrrrr) insisto en recibir la primera pregunta estilo bofia:

-¡Nombre y apellidos!
-Juan Marsé Carbó Faneca Roca, 67 años. Natural de Barcelona. Casado, dos hijos y tres nietos. Con antecedentes penales. Ex aprendiz de joyero. By-pass coronario y acúfenos. Carnet de conducir nocturno caducado. Situación económica inestable.

-¡Uf! Ya veo que me habría ido mejor entrevistar a Ana Rosa Quintana.
-Es usted un depravado.

-Vamos al grano. Se supone que tiene usted que hablarme de su última novela.
-Preferiría no hacerlo.

Beltenebros, el fondo y la forma

-¿Qué demonios es Rabos de lagartija?
-Una narración de 406 folios. Una novela de tapa dura, bien impresa y espero que entretenida. Y le recuerdo que “entretenida” no es lo contrario de “seria” sino sólo de “aburrida”.

-Gracias por la aclaración. ¿Pero de qué va la novela?
-La mentira disfrazada de verdad suele imponerse siempre, en este país de los mil demonios. En mi novela, gana la verdad disfrazada de mentira. Pero no me gusta resumir en un par de frases una novela que me ha costado casi cuarenta años de trabajo.

-Bueno, allá usted. Otra cosa. ¿Qué opina de las adaptaciones cinematográficas de sus novelas?
-Opino que lo mejor de Beltenebros es Errol Flynn.

-Pero si es una novela de Muñoz Molina...-Qué más da. Vale como ejemplo. En mi caso, lo mejor hasta ahora ha sido el guión que escribió Víctor Erice sobre El embrujo de Shanghai.

-¿Barcelona sigue siendo el Titanic hundido en el fondo del mar?
-La decadencia del arquitecto Ricardo Bofill es imparable: anoche cenó con Baltasar Porcel.

-Veamos. Usted declara preferir las novelas que cuentas cosas sin exhibir ínfulas lingöísticas, sin fuegos de artificio verbales. ¿Quiere decir esto que es más partidario del fondo que de la forma?
-No sé. Salvo un par de reglas fundamentales, las teorías sobre el arte de la novela me interesan poco. Creo que el intelecto no le ha hecho ningún bien a la novela.

-No escurra el bulto. Repito. ¿Fondo o forma? ¿Lo que cuentas, o cómo lo cuentas?
-Permítame que me rasque la entrepierna elegantemente. Fondo y forma se ven de vez en cuan- do en el Sandor, de la plaza Francesc Macià, un bar con muchos espejos: multiplican los borrachitos del mundo, que diría Borges. Como ves, no soy un paleto, he leído a los maestros. Otra pregunta, venga.

-No me ha contestado.
-Digamos que, cuando un novelista tiene poco que contar, pone todo el énfasis en cómo contarlo. Está en su derecho, si lo que quiere es ser un estilista

-¡Nombres! ¡Nombres y apellidos!
-Pepe Samitier, Antonio Ramallets, Alfredo Di Stefano, Joe Louis. Y es que todos los novelistas son escritores, pero no todos los escritores son narradores. Algunos escritores son prosistas eminentes, como Pla, otros se quedan en prosistas campanudos y rimbombantes, como Cela, y otros simplemente en ingeniosos sonajeros de la lengua, o sea. Por lo que realmente distingue al novelista de raza es su capacidad para dotar de verdad y de vida todo lo que toca, personajes, objetos, atmósferas, visiones, emociones y sentimientos. Es la primera señal del talento, y no precisa de artificio verbal deslumbrante. Decía Luis Landero que una señal del talento de Kafka es que su prosa no anuncia ese talento: simplemente lo contiene.

-¡Te pillé! ¿No me había dicho que no gusta de manejar teorías sobre la faena?
-Solamente es una de mis dos reglas fundamentales...

-¿Cuál es la otra?
-Agarrar al lector por el cuello y no soltarlo hasta la última página.

Más bien provinciano

Veamos otros embutidos. ¿Qué me dice del chorizo mallorquín? Je je je.
-El chorizo mallorquín ya no forma parte de mi dieta. Repite mucho, pringa y además sólo se vende en botiguetes. Je je je.

-¿Usted se siente catalán, español, o más bien europeo? Y lejos de mi ánimo insultarle, que conste.
-Me siento con la espalda recta, porque estoy fastidiado del espinazo, que empiezo a ser un anciano, ¿sabe?

-¿Luego no es nacionalista?
-Soy más bien provinciano.

-¿Por qué escribe en una lengua que no es la suya?
-¿Quién dice que no es la mía? ¿Quién coño está autorizado a decir cuál es mi lengua? Sé por dónde vas, te veo venir, puñetero. Me estás hablando de nacionalidad, de lengua, de religión. Estas son las redes de las que he de procurar escaparme..., dice Joyce por boca de Stephan Dedalus. ¿Lo recuerda?

-Claro. Es de una novela titulada Retrato del catalanista visiblemente avergonzado.
-Más o menos.

-Pasemos a otro asunto. ¿Qué me dice del conflicto lingöístico de Cataluña?
-No somos los hijos de los dioses, sino los primos de los chimpancés, ha decretado la ciencia. Y yo estoy conforme y encantado.

-¿Qué le pasa con la televisión? ¿Por qué no concede entrevistas en la televisión?
-Soy alérgico al medio. De mi vieja aspiración al anonimato sólo me queda esa terca negativa. Pero aceptaría el envite con una condición.

-¿Cuál? Si ya ninguno de sus perfiles vale un pito...
-Que dimita de forma inmediata e irrevocable el director general del Ente y su director de programas. ¿Ve usted ese montón de basuras al pie del televisor, cayendo sin parar desde la pantalla? Pues cada día me toca recoger toda esa mierda, meterla en bolsas y en sobres y remitirla al domicilio del señor Pío Cabanillas. Le devuelvo así sus desvelos por la cultura y la educación de los españoles. Y conste que los costes del franqueo los pago yo, igual que, por contemplar tanta burricie, pago también mi parte de su sueldo de director general...

Espejos y cópula abominables

-Está usted desbarrando. Acabemos con esto, venga.
-Usted pregunte. Pregunte, hombre, pregunte. Se va a enterar.

-Mejor tomamos otra copa.
-Por mí de acuerdo. Nada me aburre tanto como hablar de un servidor, y encima delante de mi mismo.

-Y que lo diga. Qué lata verle así, tan de cerca, Marsé Carbó Faneca y Roca. ¿Por qué tendrán esa imperiosa y tan cercana presencia física los novelistas? ¿Qué maldita falta les hace, con lo bien que quedan vistos de lejos?
-Cierto. Por eso a mí me gusta que me fotografíen de lejos. Me siento más vivo, más real. Ya dijo el maestro que los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el horror de este mundo. Sólo la parte inventada de nuestra historia, la parte irreal, ha tenido alguna estructura y algún sentido, alguna belleza.

-Vamos a terminar ¿Quiere añadir algo, antes de esfumarse?
-Me las piro dejándole unos versos de Auden, para que reflexione.
"El arte quizá no empieza, pero sí termina / -le guste o no a la estética la idea- / en un intento de entretener a los amigos".

Así comienza Rabos de Lagartija

-Venga, chaval. Desembucha.

Mis padres me engendraron hace muchos años, pero en este momento no tendré más de tres o cuatro meses. Todo está ocurriendo como en un sueño congelado en la placenta de la memoria, en un tiempo suspendido que fue la caraba de mascaradas públicas e infortunios privados, atropellos y desventuras, calabozos y hierros.

-¿Qué pasa, se te ha comido la lengua el gato? -la voz intempestiva y ronca del hombre se abate de nuevo sobre mi hermano David, los dos enfrente de casa. Hace apenas media hora ha caído sobre el barrio una tormenta tronadora y sombría, y ahora, cuando la mañana vuelve a brillar esplendorosa y el aire y la luz se erizan acariciando la piel y los ojos, David se siente otra vez tan delicado y aparente que no le habría importado recibir el imperioso mandato de la autoridad vestido de Shirley Temple con sus tirabuzones rubios, sus hoyuelos en los mofletes y su vocecita de niña viciosilla

:-¿Mande?

-Digo que lo sueltes ya, si es que tienes algo que contarme sobre tu madre... -secretamente encelada, la voz se traba en su propia ronquera y su delirio, pero las palabras suenan sin acritud, en un tono tan poco apremiante e insidioso que, al oírlas, un chico menos maliciado que David Bartra habría tomado como un guiño que buscara su complicidad, y no como un desafío.

-¿Me está provocando, sahib?

-¿Qué es lo que sabes? -insiste el visitante-. Sea lo que sea, me interesa. Te escucho.

Lo estoy viendo como si ocurriera ahora mismo ante mis ojos. El hombre sigue plantado frente a la puerta de casa con su trinchera gris plegada al hombro, golpea calmosamente el extremo del cigarrillo sobre la uña del pulgar, y espera. Pero David percibe la combustión interna del rostro apagado, y, antes incluso de recibir la orden, ha visto reflejada fugazmente en sus ojos líquidos y pesarosos la imagen femenina que le conturba; así que ahora guarda silencio, mirándose hacia adentro sin decir lo que también él está viendo, y por un instante, ambos, niño y policía, evocan a mamá esperando el tranvía en el mismo lugar y en idéntica postura, apoyada en la misma farola de la Travesera con el libro abierto en las manos, el mismo ardiente sol en los cabellos y la misma ensoñación en los ojos.