Se nos llena la boca hablando de la dieta mediterránea, pero no tengo tan claro que llenemos el estómago siguiendo sus principios. Una cosa es que vivamos en un país productor de una gran variedad de productos frescos, saludables y accesibles y otra muy distinta es que los elijamos. O que los consumamos saludablemente.

Decía esta semana la periodista gastronómica Julia Pérez Lozano que no hay más que mirar los carros de la gente en el supermercado para comprender que en las casas se cocina poco y se come mal. Yo no quiero mirar a nadie porque, a fin de cuentas, una compra puede ser puntual, no un hábito, y qué sé yo de las circunstancias de cada uno. Pero sí presto atención a las estanterías del supermercado, que para eso están. Y estoy de acuerdo con Julia. Estamos abusando del calentar y listo.

Dieta mediterránea

Dieta mediterránea

Desde que el teléfono móvil me da semanalmente un informe del tiempo que lo he usado de media al día, me doy cuenta de que lo de no cocinar por no tener tiempo, en mi caso, no vale como excusa.

Siempre me puedo autoengañar diciendo que miro el móvil mientras voy en el autobús; contesto Whatsapps mientras espero en la cola del supermercado; o limpio la galería de fotos mientras me toca el turno en la DGT. Muy bien, lo que yo me quiera decir me lo tendré que creer. Pero también me digo, porque soy mucho de hablarme a mí misma, que puedo preparar muchas recetas donde el tiempo de ejecución es mínimo y el resto es tiempo de espera.

Así que, si por casualidad, un día, puntual, por la noche, que no digo que yo lo vaya a hacer, ni me guste ni nada, me diera por ponerme una serie en Netflix, puedo dejar haciéndose un caldo como éste de Cocinillas, unas berenjenas al horno y unos garbanzos en remojo para comer ensalada de legumbres al día siguiente. Yo ahí me lo dejo para mí y para quien lo quiera coger.  

Entiendo perfectamente que, si pensamos en meternos en la cocina, nos venga a la cabeza el recetario de nuestras abuelas y se nos caiga el alma a los pies. Nosotros no podemos echar la mañana sólo en elaborar una de las tres comidas principales del día, es comprensible. Pero también hay que abandonar la idea de que el único recetario posible para comer bien es el de las abuelas.

Primero porque la época de ellas no es la nuestra, y el ritmo de vida, nuestras posibilidades y obligaciones son muy distintas a las suyas. Segundo porque, también por sus circunstancias, entorno, economía y conocimiento, muchas de sus recetas eran altísimas en calorías, una ingesta que nosotros no necesitamos.

Abrirse a ir elaborando nuestro propio recetario, un recetario de nuestro tiempo, no quiere decir llamar a Telepizza, o vivir a base de sopas de sobre. Tampoco irnos al otro extremo y pensar en hacer nuestro propio pan de autor para el bocadillo de los niños o matar a la gallina con nuestras propias manos. Quiere decir adaptar nuestra mesa a nuestra forma de vida; nuestra cultura y a los medios que tenemos ya a nuestro alcance, que para eso se han inventado cosas como las vitrocerámicas y las ollas rápidas.

Y, sobre todo, quiere decir asumir que igual que le dedicamos sí o sí tiempo a dormir y a nuestro aseo diario (bueno, unos más que otros), también hay que sacar tiempo para comer y hacerlo bien. Porque nada es más necesario.