Esta semana daba gracias al cielo al escuchar a Sánchez decir que va a proponer a la UE poner fin al anonimato en redes sociales. No es sólo que esté de acuerdo con la medida, es que es una medida imperiosa y urgente. Lo sé porque soy una mujer que escribe. 

En estos diez años participando en la vida pública desde la prensa he soportado a toda clase de tarados virtuales, insultos, amenazas y fotopenes (no me importaría decir "fotopollas", no es mojigatería lingüística, es que aquellos miembros en su mayoría parecían un pico Yeyé o un timbrecillo antiguo). En este último caso entiendo que no dieran la cara y el nombre, claro. Bastante tienen. 

No ha sido sólo incomodidad. Alguna vez he tenido un poco de miedo, sobre todo cuando se han referido a hacerle algo a los míos, a mi familia. Nada que ver, en todo caso, con los infiernos personalizados que han padecido mujeres que admiro, como Paula Bonet o Lara Síscar. Se las puede llamar supervivientes de esta infamia, de esta misoginia aterradora y criminal que revienta la red.

Un hombre frente a un ordenador.

Un hombre frente a un ordenador. Pixabay Omicrono

Nadie sale peor parado que nosotras. Al hombre público se le acosa por posicionarse políticamente. A la mujer, sólo por existir. Al hombre público se le fustiga y ridiculiza: le buscan las cosquillas y las vergüenzas, tratan de condenarle a la muerte civil. A la mujer no basta con humillarla y silenciarla. También se la amenaza con la muerte física. También se la persigue en la vida real, también se estudian su dirección y las esperan frente a casa o frente al lugar de trabajo. También les aseguran que matarán a sus hijos, como le sucedió a Cristina Fallarás. Es escalofriante. Es intolerable. 

No hay nadie más vulnerable en internet que una mujer. Se las extorsiona con vídeos sexuales. Se las induce al suicidio, como a Verónica, la empleada de Iveco. 

Y mientras todo eso ocurre, mientras se llega la punto más álgido de la violencia machista, la misoginia cala en lento goteo diario en forma de tuits desagradables, degradantes, a los que ya nos hemos acostumbrado, pero que siembran y respaladan la posibilidad de una tragedia futura. Ser mujer es, sobre todo, vivir cuestionada y vivir alerta. 

Claro que estoy enferma de rabia. Claro que quiero verles caer a todos ellos, uno a uno. Son la escoria danzante e impune de nuestro país. 

Está una cansada de hacerse la valiente, la ligera. Estamos hasta el ovario alto de fingir que los ataques no nos preocupan, por mucho que seamos fuertes y escurridizas y lo suavicemos todo con humor y con altanería. Hemos purgado demasiado por no hacernos las víctimas, aunque lo fuéramos. Hemos aguantado sobremanera.

Queríamos otra clase de respeto, uno que no tuviese que ver con la compasión. Queríamos ser tan duras y brillantes en lo nuestro que nadie más pudiese denigrarnos nunca diciendo que si se la habíamos felado a no sé quién para conseguir un puesto de altura. Y estudiamos como perras, y curramos hasta la enfermedad, y nos partimos los cuernos un día y otro día, y fuimos solventes y divertidas e implacables y nos comprometimos y lo demostramos todo, pero nunca ha sido suficiente.

Ahora sé que da igual lo buena que seas. Da igual cuánto lo evidencies. Ellos están sordos y ciegos como bestias y siempre hambrientos de tu sangre. 

Las mujeres que escribimos nos hemos educado en la autodefensa. Tengo arsenales de ferocidad guardados esperando el momento oportuno, pero hay que elegir las guerras: no puede una estar todo el día a la gresca con los irrelevantes, por sucios o cientos que sean.

A estas alturas yo no pierdo la alegría ni la chulería por casi nada. Eso sí: les exijo a los otros lo que se me exige a mí, y es que se hagan cargo de sus palabras. ¿Podrán? ¿Tendrán lo bastante... como para pagarlas? 

Me encuentro en lo que decía Camille Paglia: "Me responsabilicé de lo que había escrito. Si no lograra publicarlo en vida, lo dejaría como un recado que me sobreviviría, a lo Emily Dickinson, para seguir torturando a la gente desde la tumba". Jajá. Nos hemos hecho mayores, nos hemos endurecido. Los discursos ofensivos los contestamos con otros más ofensivos aún, no yendo a llorar en el hombro de nadie. Y eso es una conquista. Lo que no vamos a tolerar nunca más es esta selva. Yo acepto sentirme ofendida (es fundamental para que la libertad funcione... y a mí la libertad de expresión me gusta más que comer con las manos), pero no, nunca más, sentirme amenazada. 

Las cosas han cambiado. Nos volvimos menos inocentes, menos idealistas. Alguna vez, muy al comienzo, nuestra pulsión rebelde hizo que pensáramos en internet como en un espacio de activismo de guerrilla (ahí las Pussy RiotAnonymous), en un terreno de insurgencia contra los poderosos. No contábamos con que había tantas ratas misóginas en todos los estratos. No contábamos con que éramos mujeres y jugábamos con las cartas marcadas.

Ahora bien: ésta es nuestra hora y usaremos las herramientas que tengamos al alcance para hacer valer nuestro sitio. Ahora les miraremos por fin a la cara.