Abdeslam, el único terrorista vivo de los atentados de París, es, a decir de su abogado defensor, "un pequeño imbécil con la inteligencia de un cenicero vacío", un raterillo de barrio, un simple que cree vivir en un videojuego, un yihadista que ni siquiera ha leído el Corán.

Ocurre con frecuencia que la necesidad del ser humano de encontrar una explicación para todo nos apremia a buscar argumentos incluso en aquellos que se comportan del modo más irracional. Esa disposición natural, el esfuerzo por comprender a los otros, nos ha llevado a suponer justificaciones hasta para lo injustificable.

"Señor Aznar, le hago responsable de la muerte de mi hijo", le escupió un padre destrozado al entonces presidente del Gobierno en los funerales por las víctimas del 11-M. Siempre habrá quien crea, sinceramente, que los atentados islamistas son la reacción lógica a una agresión previa.

Este tipo de razonamiento sirve para explicar cualquier situación y acomodarla a nuestros postulados. Vendría a ser, en último extremo, un autoengaño de la razón. Por ello también habrá quien piense que si ETA intentó matar a Aznar con un coche bomba es porque se lo merecía, por su dura política antiterrorista, por su negativa a dialogar con los miembros de la banda o por quién sabe qué.

El abogado de Abdeslam nos ha dado una pista que no hay que desdeñar. ¿Y si los que matan no son personas inteligentes que han tomado el camino equivocado por las circunstancias, sino unos cretinos, unos necios? ¿Y si quienes los apoyan o los alientan no son más que unos estúpidos, unos bobos, pequeños imbéciles con la inteligencia de un cenicero vacío?

Lo inquietante es que el lelo difícilmente puede tomar conciencia de que lo es. Así es que podría darse el caso de que el primer memo fuera quien esto suscribe. Yo tampoco lo descartaría. No es fácil distinguir a un auténtico imbécil.