Ensayo

Ciudad pánico. El afuera comienza aquí

Paul Virilio

14 junio, 2007 02:00

Libros del Zorzal. Buenos Aires 144 páginas, 12’50 euros

El libro, con su prosa ultrarrápida, está contagiado por el tema dominante de Paul Virilio: la velocidad. También el lector: en mimesis de segundo grado, como en la teoría platónica, se ve urgido a consumirlo de principio a fin. Al final subsisten destellos que son retazos de reflexiones anteriores del propio autor: la sucesión de bombas -energética, informática, biológica- que marcan el ritmo de una filosofía de la historia de urgencia.

El reloj del juicio final apremia: Paul Virilio ha estado siempre atento al sentido de las agujas de ese instrumento. Su género es profético, pero en su radicalización apocalíptica. Más cerca de Daniel que de Isaías; más próximo a los profetas menores que a Ezequiel. Quizás lo exige su objeto de meditación: la ciudad, desde Ur-Uruk hasta Nueva York. Las torres gemelas renuevan la tragedia de Babel. Ya Mahoma predijo que el fin del mundo se produciría cuando los hombres elevasen edificios que desafiaban los cielos.

Pero a Virilio le motiva más el tiempo que el espacio. La ciudad no es un lugar. Es la expulsión de todos los lugares a la cuarta dimensión. Y ésta, en nuestro mundo, se agota y desgasta en la instantaneidad de la información. El pasado es arrasado y el futuro anulado. Sólo subsisten accidentes (nunca sustancias ni sujetos). Lo real es una sucesión de instantáneas que gravitan en el agujero negro del horror. El icono dominante en la actualidad noticiable celebra su propia autoinmolación. Presupone un sustento de religión iconoclasta. El avión contra las Torres Gemelas resquebraja para siempre la insularidad del sueño americano (y por extensión, global).

El libro está urdido a base de fogonazos. Termina agobiando por la abundancia de estilemas demasiado transitados por una metalingöística inflacionaria muy francesa. Aun así, prefiero al peor Virilio que al último Baudrillard. En cierto modo el juicio tácito que el libro pronuncia revierte en boomerang sobre el propio estilo del autor: nervioso, buscador en cada párrafo de un succès de scandale que al no lograrse propulsa nuevos intentos. El resultado sería insufrible si no fuese porque Virilio termina su homilía cuando se reitera con descaro: el último capítulo reproduce párrafos que el lector ha leído ya en los anteriores.

Con el 11-S terminan todas las ensoñaciones de una década de triunfalismo postmoderno y posthistórico. In hac lacrimarum valle siempre comparece la potencia dia-bólica. Quizás el libro es notificación testamentaria de un nihilismo ambiental que muere de éxito. Ya decía Ronsard, en pleno Renacimiento humanista, que es erróneo despreciar a los profetas.

Virilio anuncia siempre desastres. Pero lo hace de forma elegante. Quizás se ha dejado contagiar demasiado de ese ensayismo francés que al final parece anónimo, o escrito siempre por la misma pluma. La excesiva proliferación de lenguajes teóricos en boga, fundidos con la más radiante actualidad, produce un efecto de neutralización: el lector termina completando todas las frases. ¡Qué lejos queda la limpia prosa teórica de Levi-Strauss o de Foucault! Virilio anuncia un colapso de esa megalópolis que domina una tierra que es plana, o que sólo se curva por los extremos (como decía un humorista). Vista desde el cielo, se evidencia la soledad de nuestra nave planetaria. El dato principal es la conciencia de soledad: la que ocasionó la derrota de la astrofísica, y de los viajes aereoespaciales, frente a la biología, y la perspectiva de una eugenesia de nuevo cuño. La bomba de la información va a ser suplantada por la invasión de los híbridos: sirenas, medusas, centauros. La clonación celebrará una resurrección de simulacros. Este libro continuamente conjuga el verbo futuro: será, sucederá, vendrá. El Golem está a la vuelta de la esquina. El hombre se cree Dios Creador: puede llegar a ser el demiurgo de sí mismo. Quizás por eso se celebra hoy, con rencor y furia comparable a las invectivas del Yago de Otello de Verdi, una airada proclama contra ese Dios (creador, demiurgo), culpable de todos nuestros males. Virilio se sitúa en la antesala de este cambio de registro: se limita a constatar el nihilismo ambiental que surge de la desertización de la Aldea Global.

El nuevo milenio tuvo su fecha inaugural el 11-S. De pronto la representación quedó anulada por la presentación pura y desnuda. ésta es nuncia de su contrario: la aniquilación. El icono de las Torres Gemelas mostraba un suceso en negativo. Ser es sucederse accidentes -siempre terribles- sin sustancia. Eso acontece en el desierto urbano, cuyo registro ético-estético lo constituye el nihilismo. La tierra -convertida en una única Metrópolis- es escenario idóneo de guerra total, donde la víctima siempre es civil. La guerra es y será, desde ahora y para siempre, guerra civil por su naturaleza incivil. El discurso de Virilio podría prolongarse in saecula saeculorum. Sólo tiene un límite: nuestra paciencia. Necesitamos a los profetas. Pero es imprudente intoxicarse por sobredosis con su amarga medicina envuelta en reiterativa prosa postlacaniana.