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Letras

El final del amor

Marcos Giralt Torrente

21 julio, 2011 02:00

Marcos Giralt Torrente

Páginas de espuma, 163 pp.

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Cuatro relatos integran 'El final del amor', el libro con el que Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) vuelve al género en el que se formó como escritor y con el que ha ganado el II Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero. A continuación reproducimos un fragmento del primero de los cuentos, "Nos rodeaban palmeras", en el que una pareja de turistas experimenta en el transcurso de una excursión a una isla africana una lejanía mutua que parece irreparable.



...Recuerdo los primeros momentos. Hay una escena que regresa con frecuencia a mi memoria, aunque resulta arbitrario resaltarla.

Apenas quedaba una hora de luz. Pusimos las maletas en un rincón y miramos alrededor. La exótica pobreza de nuestro alojamiento (no más de ocho metros cuadrados con una ventana cubierta con tela de saco y dos colchones viejos de gomaespuma sobre sendos camastros de madera y cuerda trenzada) habría merecido un comentario, pero hablé animado por la novedad de estar solos:

-Es una pena la compañía.

-Ten cuidado, te pueden oír.

Marta se había agachado y buscaba algo en su maleta, y no repliqué hasta que se incorporó:

-Olvidas que no hablan español.

Tenía en una mano una tela coloreada que habíamos comprado el día anterior, y en la otra la mosquitera de la que no nos desprendíamos desde el comienzo del viaje. La tendió hacia mí.

-No lo sabemos... Mira el lado bueno: si no viniéramos con ellos a lo mejor no habríamos encontrado un barco dispuesto a traernos.

-No me gustan.

-Vamos... Nadie te gustaría.

Marta se había arrimado a una de las camas y me escrutaba con la tela desplegada, como si se dispusiera a extenderla, pero sin extenderla aún. Tuve, por indicación suya, que desplazar la mirada hacia el techo, donde descubrí una argolla, para entender lo que quería.

-No es eso...-me alcé sobre la cama y enganché la mosquitera-. Pero da igual. Nos vienen bien. Esto está mucho más perdido de lo que imaginaba, y me siento más tranquilo con ellos.

-Quién te viera y quién te ve.

Marta había extendido la tela sobre el colchón, la había remetido por la esquinas y, sin preocuparse por el resultado, había vuelto a acuclillarse para rebuscar en su maleta.
-¿Qué quieres decir?

-Nada -contestó, levantándose con el neceser-. Que antes eras un poco más intrépido.

-Vaya, primero me reprochas que me quejara de no estar solos y ahora, cuando lo acepto, resulta que soy un cobardón.

Marta, que había volcado el neceser en la cama donde no dormiríamos y apartaba del revoltijo las lociones contra los mosquitos, sonrió al escuchar la palabra cobardón y me alegré de haberla elegido.

-No me gustó la actitud de ella... -añadí-. No es bueno dar excesiva confi anza a la tripulación. ¿Te fi jaste en cómo la miraba el capitán?

Debió de ser ahí, en el silencio que se produjo a continuación, cuando sentí un primer atisbo de lo que estaba por venir. Marta no consideró necesario responderme y yo me quedé callado. Nada había sido demasiado chirriante hasta ese momento; si acaso fastidiosamente normal. Lo que acabó siendo resultó tan distinto de lo previsto... El calor, la lluvia...

Creo que debo enderezar el rumbo. Ni siquiera he mencionado dónde nos encontrábamos. Nos rodeaban palmeras. Atardecía. El paisaje estaba cubierto por una fi na película lechosa, pero a través de ella todo brillaba con tonos rojizos: la tierra, los monos que nos habían seguido al dejar la playa, la cara de la gente, las rocas. No había una razón específi ca para nuestra presencia allí. Todas, ninguna. Quiero decir que podíamos estar en cualquier sitio. En otro continente, en otro mar. Pero no. Estábamos en una isla del Índico africano a la que acabábamos de llegar desde una isla vecina. La que habíamos abandonado, favorecida por un pequeño aeródromo, tenía turismo y un fl oreciente comercio, mientras que la que nos acogía carecía casi de todo. Para llegar, habíamos alquilado una de las barcas de vela que los pescadores de la zona ponían a disposición de los turistas, generalmente para salidas de unas pocas horas. Más infrecuente era contratarlas, como nosotros, durante más de un día. Por esa razón, habíamos tenido que sumarnos a una excursión ya apalabrada. Disgustado, ni me había preocupado de conocer por anticipado el número de quienes vendrían con nosotros. Intentaba no considerarlos más que un imponderable que me proponía ignorar, reducir, si era posible, a la invisibilidad. Contemplando, sin embargo, por la mañana en el muelle, la curiosidad con la que nuestros compañeros de viaje se volvieron para mirarnos, había sentido por primera vez cierta inquietud. Podían surgir desavenencias, diferencias de criterio. Dos días con sus noches, en según qué condiciones, es mucho tiempo, y al fin y al cabo deberíamos compartir algo más que las atenciones de los marineros que nos llevarían y velarían por nosotros. Nuestra intención era conocer la población principal de la isla, donde alguien nos había dicho que aún era posible encontrar a un precio irrisorio muebles y objetos antiguos; la de ellos no la conocíamos. Era temprano, aún no había roto el día, y, antes de que su imagen se me hiciera del todo nítida y pudiera averiguar por mí mismo cuántos eran, Marta me sacó de dudas:

-Estupendo, son solo dos.

-No te creas -contesté-. Dos parejas habría sido mejor, se habrían entretenido entre ellas.

Mi primera impresión fue algo equívoca, estereotipada. Él era alemán, de origen austriaco, y había cumplido, seguro, los sesenta y cinco. No pasaban inadvertidas ni la rigidez de su espalda intentando mantenerse erguida, ni la incipiente derrota con la que el cuello, hundido entre los hombros, empezaba a dejarse vencer por el peso de la cabeza. Tenía, sin embargo, el cuerpo delgado y fi broso; el pelo, canoso, muy corto; y los ojos azules, tan vivaces e inquisitivos, que, si quien lo observaba no era sufi cientemente perspicaz, fácilmente le habría supuesto diez o quince años menos. A este probable dictamen contribuirían su actitud y su manera de vestir; no porque esta fuera informal y juvenil, que lo era, sino porque no causaba ese exagerado efecto que caracteriza a quienes, no siéndolo, se disfrazan de jóvenes. Su ropa, la cartera donde guardaba el pasaporte, sus gafas de sol e incluso la pulsera que adornaba una de sus muñecas, no parecían recién sacadas de las vitrinas de una tienda, sino verdaderamente suyas. No averigüé su profesión; puede que no tuviera ninguna, que desempeñara varias o que disfrutara de una vida alternativa como logista o cabecilla de alguna comuna. Llevaba el año 1968 pintado en la frente con sol y yodo californiano y todo el óxido de quién sabe cuántas toneladas de doctrina budista y pensamiento newage originario, pero al principio no advertí que, detrás de los restos del fracaso de su generación, de sus educadas maneras de seductor maduro, de su ánimo conciliador y democrático, subyacía, asimismo, una inquietante ansiedad, una secreta inhibición refl ejo del niño que tal vez había sido, criado sin padre entre las ruinas de Dresde o Berlín. Su acompañante, alemana también aunque de origen hindú, parecía a su vez un tozudo producto de su tiempo, en su caso el de esas mujeres, hijas de los más variados traumas infantiles (el desarraigo, el divorcio de sus padres, su propia belleza), que se han hecho mayores cuando aún jugaban a novios y a heroínas de novela, y que, conscientes del descalabro, han acabado apergaminándose en el descabellado intento de retener lo que ya saben perdido. Superaba apenas los cuarenta años; perfectamente podía ser hija de él, y, de hecho, en sus ademanes de amante-enfermera, de amante-geisha, de amante-confesora, más que la de un verdadero amante, se adivinaba la entrega de un discípulo. Lo que no se advertía tan a primera vista era que, detrás de su belleza en gran parte intacta pese al almíbar, palpitaban reconocibles los estragos producidos por una sexualidad expansiva aunque no necesariamente voraz.

Todo esto no lo pensé al verlos en el muelle; es el producto de las desordenadas impresiones que fui recolectando a lo largo del viaje. En el muelle había sido más pueril y prosaico; tan solo reparé en su diferencia de edad. Una cosa sí me llamó la atención: tanto él como ella me dieron de lado y se concentraron en Marta, como si pretendiesen llegar a mí a través de ella o yo no les interesara.

La travesía fue larga a causa del viento. Navegamos en zigzag por la lengua de mar que separaba nuestra isla de origen del continente; arriada la vela y ayudados por pértigas, nos internamos más tarde entre manglares, y, fi nalmente, con el viento a favor, alcanzamos mar abierto; en total ocho horas de viaje, tres más de las previstas, hasta que tocamos puerto. Y eso gracias a la suerte, ya que el trayecto se habría complicado si, sorprendidos por una tormenta, hubiésemos tenido que buscar refugio en tierra. A la suerte y a que la tripulación, cuatro marineros de piel coloreada por todas las sangres del Índico, hizo su labor con diligencia. De ellos, solo el capitán, menudo y con el pelo peinado a lo rasta, nos había dirigido la palabra en una mezcla de inglés e italiano. Su trabajo, además de dirigir a sus compañeros, había consistido en ayudarlos, cada vez que hubo que modifi car el rumbo, a cambiar de lado el contrapeso del barco. Desde el principio, junto a los tópicos necesarios para despertar nuestro interés, había deslizado en la conversación discretos anzuelos con los que pretendía llevarnos a esa falsa camaradería que, mediando un intercambio comercial, sobre todo si es en lugares remotos, muchas veces no tiene otro fi n que el de multiplicar las situaciones de las que extraer beneficio. De todas formas, no parecía violento ni conspirador, y, cuando comprendí que destinaba sus preguntas a calibrar nuestra permisividad con lo que él llamaba soft drugs, me tranquilizó pensar que solo quería liar un cigarrillo de marihuana. No me gustó, eso sí, que nuestra compañera de viaje aceptara fumar. Ella misma dudó, ya que miró a su pareja pidiéndole permiso, y él, que un instante antes había rehusado, se lo concedió con un guiño.

En realidad, a eso me refería horas después en el cuarto donde dormiríamos, cuando Marta se había sentido obligada a defenderlos. Tras ordenar las medicinas se había quitado las sandalias y estaba calzándose unos zapatos que protegieran mejor sus tobillos de los mosquitos vespertinos.

-No le des más vueltas... -dijo risueña, aunque también tajante-. Hemos tenido suerte. Son gente normal. Por lo menos, no han querido irse a otro sitio ni nos han propuesto nada extravagante.

-Solo faltaba, el barco lo hemos alquilado a medias y el acuerdo era regresar pasado mañana.

-No vamos a tener problemas. Ya lo verás.

Marta zanjó así la conversación, pero lo cierto es que casi habíamos tenido ya el primer confl icto. Si disponíamos de alojamiento, se debía a la propia Marta, que, al desembarcar en la playa y observar las cabañas donde el capitán pretendía que durmiéramos, se había empeñado en buscar una alternativa más cómoda. Ellos no se habían negado, pero habían tardado en decidirse y sé, porque esas cosas se intuyen, que en el fondo nos siguieron renuentes. Diría más: no solo no les había disgustado, parecía haberles agradado la perspectiva de compartir espacio con la tripulación. Por lo menos a él, que fue quien más animoso se había mostrado al respecto.

Ninguno de nosotros se arrepentía ahora. No era para menos. Aunque precarias, ocupábamos habitaciones contiguas en la azotea de una casa construida en torno a un patio en el que crecían tres palmeras y disfrutábamos de unas impresionantes vistas. La misma manera de encontrar el lugar había merecido la pena. Decenas de niños habían salido a nuestro encuentro al aproximarnos a la aldea y nos habían conducido hasta allí prácticamente en volandas. A causa del ímpetu del enjambre que nos guiaba, habíamos traspasado separados la puerta y, por un momento, antes de que el dueño nos descubriera al alemán y a mí, había podido contemplar su cara de incredulidad y susto al ver a las mujeres irrumpir en el patio.

Marta quería terminar la conversación y no insistí. Se levantó de la cama donde se había sentado para calzarse, sonrió y me dio un beso. Esta era una forma más efi caz que el ruego de cambiar de tema, de decir basta ya, concentrémonos en lo importante. Y lo importante era disfrutar de nuestras necesarias vacaciones africanas. No recuerdo si nos dijimos algo más; enseguida se oyó la llamada a la oración de un muecín, al que de inmediato fueron sumándose otros, y nos quedamos paralizados. Cuando estos cesaron, entró en el cuarto nuestra compañera de excursión. Olía a perfume y había cambiado el vestido que llevaba en el barco por unos pantalones y una camisa. Le tocaba tomar la pastilla de la malaria, nos explicó, y se le había acabado el agua.

-Tenemos que comprar -dijo Marta, tendiéndole nuestra última botella-. Supongo que encontraremos en algún sitio.

La alemana cogió la botella, tragó la pastilla y se quedó donde estaba visiblemente turbada. Pensé que necesitaría algo que le avergonzaba pedir en mi presencia y salí a la azotea para esperarlas. Antes, al llegar a la casa, habíamos convenido repartirnos las obligaciones pendientes para así aprovechar mejor la luz que quedaba: unos pondrían al tanto de nuestra llegada al jefe de la aldea, como nos habían recomendado que hiciéramos, y los otros regresarían a la playa para avisar al capitán del barco de que habíamos encontrado dónde dormir. Con ánimo de provocarme, o respondiendo tal vez a un deseo que no supe calibrar, cuando le propuse este reparto de tareas, el alemán había contestado rápidamente que sí, que de acuerdo, que fuéramos los dos a visitar al jefe del pueblo y que Marta y su mujer fueran a la playa donde habíamos dejado a la tripulación. Luego se había callado a la espera de mi repuesta y, aunque su ademán grave no me inducía a ello, había preferido tomármelo a broma:

-Sí, claro, o se las vendemos directamente al dueño de la casa por un par de camellos.

Llevaba un rato entretenido en observar a nuestro hospedero encender un fuego en el patio, cuando un ruido me hizo mirar hacia la parte más elevada de la casa, una torre abierta a la que se accedía por unas escaleras que partían de la azotea donde me encontraba. Allí estaba otra vez. Me daba la espalda de medio perfi l, asomado a la baranda. No sé cuánto tiempo llevaba en ese lugar, desde luego más que yo en el mío. Aparentemente no se había dado cuenta de mi presencia. Estaba abstraído, mirando algo con unos prismáticos. Llegué a su lado y me asomé como él. Al cabo de unos segundos, retiró los anteojos de su cara y me los puso delante. Al principio mi mirada vagó sin rumbo hasta que, tras una ayuda suya, descubrí de qué se trataba. En uno de los patios vecinos había un pozo y, junto al pozo, una chica muy joven se lavaba las axilas con el pecho descubierto. Aparté la mirada instantáneamente, tan perplejo que no acerté a decir nada.

-Es una pena que aquí las mujeres sean tan inaccesibles -me dijo mientras me arrebataba los prismáticos y volvía a usarlos.

-Pero ¿qué hace? ¿Está loco? -reaccioné al fin-. ¿No ve que si alguien nos descubre podemos buscarnos un problema?

-No sabría qué es lo que miramos. Además, aquí no son tan estrictos -contestó bajando, displicente, los prismáticos-. Eso es cosa de las ciudades, no de las sociedades pequeñas donde prácticamente todos son familia. ¿No se ha dado cuenta de que las mujeres no se cubren el rostro?

Me había dado cuenta, sí. Había visto, incluso, a más de una con el pelo descubierto y me había fi jado en que el velo de las que se lo cubrían no era negro sino de llamativos colores. Pero su explicación no me tranquilizó, no pudo hacerlo. También había comprobado que, tras nuestra llegada, las mujeres de la casa habían desaparecido y que el único que se ocupaba de nosotros era el hombre. Me daba miedo imaginar de qué habría sido capaz si en ese momento nos sorprendiera y, en lugar de a una vecina, estuviéramos espiando a una de sus hijas.

-Da igual, no vuelva a hacerlo -concluí, rotundo.

Como no quería que me acusara de ponerme siempre en lo peor, decidí no contarle nada a Marta cuando fi nalmente ella y la alemana salieron del dormitorio. Sí le pregunté, en cambio, por qué habían tardado. Habíamos dejado a los alemanes camino de la playa y, guiados por el hospedero, avanzábamos por las calles rumbo a la casa del jefe del pueblo. Era difícil hablar, evitando al tiempo a la mucha gente que nos salía al paso, y Marta no contestó. Llevaba la cámara conmigo, pero no hice ninguna foto. Lo lamento. De haberlas hecho, ahora serían las fotos de lo que pudo haber sido. La casa del jefe, un cargo civil sin relevancia tribal, estaba a las afueras y tuvimos que dar un rodeo para llegar. Por el camino pasamos por lugares a los que ya no volveríamos: un recodo entre calles en el que crecía un solitario baobab; las ruinas de una antigua mezquita frente a la que nuestro hospedero se detuvo esperando la foto que no hacíamos... Recuerdo la legión de niños a nuestro alrededor que nos pedía monedas, y una fi la de jovencitas, casi niñas, con cántaros de agua en la cabeza, que detuvo su paso para mirarnos cuando pasamos por un prado.

El jefe del pueblo, alto, desgarbado, entrado en la cincuentena, de cara alargada y tez amarillenta picada de viruelas, estaba cenando con un amigo, tan grande como él, en un cobertizo adosado al cuerpo principal de su casa. Tras su inevitable sorpresa, observó más de lo debido a Marta, aunque no tardó en recomponerse con normalidad de burócrata. Le informamos de cuánto tiempo nos quedaríamos en la isla, rechazamos su no muy convincente invitación a sentarnos a la mesa y prometió visitarnos esa misma noche o al día siguiente.

En el trayecto de vuelta, después de comprar cuatro botellas de agua que nuestro hospedero no consintió que cargáramos, Marta me recordó la pregunta que había dejado sin contestar al comienzo del paseo. Lo hizo sin querer; no tuvo que ver en ello ni la conciencia de haber pospuesto nada ni, por supuesto, el deseo de alimentar lo que, desde hacía tiempo, llamaba mi exasperante necesidad de información.

-Es raro. ¿No tienes la sensación de conocerlos?

-¿A quién?

-A Christine y Paul.

Era la primera vez que oía los nombres de los alemanes desde que por la mañana los pronunciaron para presentarse y tardé en comprender.

-No. ¿Por qué?

-Yo sí. Sobre todo a ella. No me lo quito de la cabeza desde que nos dejaste en el cuarto. Parece tan frágil...

Esperé a que continuara y, como no lo hizo, aproveché para preguntarle si le había pedido algo.

[...]