
'Joven leyendo', de Jean-Honoré Fragonard
¿Qué es la literatura?
Joseph Conrad, Henry James, André Malraux y muchos otros autores han tratado de contestar a esta pregunta de difícil respuesta.
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Borges sostenía que el libro es la invención más asombrosa del ser humano, pues expande la imaginación y la memoria casi hasta el infinito. Conviene aclarar que solo las obras literarias poseen esa capacidad. El libro solo es un formato, un objeto. ¿Cuándo se convierte en literatura, es decir, en poiesis, creación?
En 1897, Joseph Conrad publicó El negro del Narciso, una novela breve sobre los conflictos entre lo individual y lo colectivo, la libertad y la autoridad, la lealtad y la traición. Ambientada en el mar, como muchos de los libros de un autor que había pasado gran parte de su existencia navegando como marino mercante, el relato está precedido por un prefacio, donde se intenta explicar qué es la literatura. Conrad afirma que “toda obra literaria que aspira, por humildemente que sea, a elevarse a la altura del arte debe justificar su existencia en cada línea”. No se puede escribir a la ligera.
Hay que ser minucioso y tenaz. Conrad compara la tarea del escritor con la del marino que baldea y friega una cubierta, sin esperar nada a cambio, salvo la satisfacción del trabajo bien hecho. La misión de un literato es “hacer justicia, lo mejor que se pueda, al universo visible, trayendo a la luz la verdad diversa”. El filósofo trabaja con ideas, el hombre de ciencias, con hechos.
El escritor no utiliza teorías. Su ambición es sacar a la luz “las entrañas ocultas del mundo visible” y para conseguirlo apela a nuestra capacidad de amar, a nuestra compasión, a nuestra sensibilidad, al sobrecogimiento que nos producen el dolor y la belleza. Conrad presume que no es un esfuerzo vano, pues alberga “la convicción sutil, pero invencible”, de que existe un vínculo profundo entre los corazones, una solidaridad que hermana a toda la humanidad en la esperanza y el placer, la alegría y la tristeza, los sueños y los deseos. Ese lazo no solo afecta a los vivos. También concierne a los difuntos y a los que “aún han de nacer”.
Joseph Conrad estima que —para la literatura— no hay nada insignificante. No hay lugar alguno “que no merezca, cuando menos, una mirada pasajera de admiración o de piedad”. El propósito del escritor no es proporcionar consuelo o deleite, sino educar nuestra mirada y mostrarnos el mundo en todo su misterio y complejidad: “El fin que me esfuerzo por alcanzar, sin otra ayuda que la de la palabra escrita, es haceros comprender, haceros sentir y, ante todo, haceros ver”.
Como la vida misma
En El arte de la ficción, Henry James expresa ideas similares. Publicado en 1884, el ensayo del escritor neoyorkino afirma que “la única razón para la existencia de una novela es su intento real de representar la vida. Cuando renuncia a este intento, similar intento que vemos en la tela de un pintor, se encontrará en un aprieto muy complicado”. Henry James repite una y otra vez esta idea. El novelista es un “bordador del lienzo de la vida”. Sus obras son “el cuadro en prosa de la vida”. Las ilusiones urdidas por la ficción anhelan captar “el color mismo de la vida”.
En su opinión, Stevenson lo consigue plenamente en La isla del tesoro, un ambicioso cuadro sobre el aprendizaje, la pérdida de la inocencia, el proceso de maduración, la amistad y las aporías de la moral. “Una novela es en su más amplia definición —prosigue Henry James— una impresión directa y personal de la vida; para empezar, eso constituye su valor, que es mayor o menor según la intensidad de esa impresión”.
Su objetivo no es copiar, reproducir o imitar con fidelidad, sino aprehender “el aire de la realidad”, lo cual implica “el poder de adivinar lo invisible a partir de lo visible, de rastrear las implicaciones de las cosas”. En una carta dirigida a H. G. Wells, James realiza otra vuelta de tuerca al afirmar que “es el arte el que crea la vida”. Eso no significa que usurpe el lugar de Dios. Simplemente, convierte el caos en algo inteligible y con sentido. Es decir, en vida. Y eso solo lo consigue mediante la forma, el estilo.
Ordenar el caos
No todos los literatos se conforman con eso. Algunos intentan llegar más lejos. Atormentados por la finitud de la condición humana, buscan un sentido al cosmos y especulan sobre la posibilidad de la trascendencia. Es el caso de Dostoievski y Tolstói, que luchan contra el absurdo y el nihilismo. Según George Steiner, esa clase de literatura ocupa el lugar más alto en la escala del arte. Conviene recordar que la voluntad de trascender no siempre desemboca en la esperanza.
En 1930, André Malraux publica La vía real. Inspirada en hechos autobiográficos, relata la peripecia de dos europeos que se internan en la selva camboyana, siguiendo una antigua ruta comercial bordeada de templos y viejas estatuas. Aunque la vegetación ha sepultado el camino y el musgo y las raíces han descompuesto la piedra, todavía es posible encontrar bajorrelieves en buen estado o piezas que, a pesar de su deterioro, aún conservan un valor arqueológico nada despreciable.
Su precio en el mercado del arte puede ascender a varios miles de francos y Claude, el joven organizador de la expedición, necesita dinero. Perken, un aventurero al que conoce durante un trayecto en barco, lo acompaña por razones más oscuras. Ambos buscan algo más que una recompensa material. La incierta y peligrosa aventura es su forma de superar ese miedo al vacío que paraliza la conciencia y que propicia un nihilismo tan destructivo como “el odio de los viejos toxicómanos por la acción”.
Incapaz de hallar una hebra de esperanza, Perken intenta aplacar su insatisfacción mediante un acercamiento activo a la muerte. Cuando se aproxima su fin, susurra débilmente: “No existe… la muerte… Solo existo yo… yo… que voy a morir”. Perken admira a Grabot, otro aventurero que se une a la expedición, por su disposición a desprenderse de la vida en cualquier instante.
Grabot sabe que “la verdadera muerte es la decadencia”. Por eso asegura su dignidad mediante el cañón de su pistola apuntando a su cabeza: “Si las cosas van mal, nunca conseguirán ir más lejos que mi revólver… Basta con poner punto final…”. “Gracias a ese valor —comenta Perken a Claude—, está mucho más separado del mundo que usted o yo, porque no tiene ninguna esperanza, ni siquiera indefinida”.
Perken carece de un proyecto vital. Piensa que elaborar una meta es el camino más corto hacia la insatisfacción, pues no hay nada más ingrato que mirar hacia atrás y comprobar que no se han cumplido nuestras expectativas. Por eso, le desea a Claude que muera joven: “Se lo deseo como pocas cosas he deseado en este mundo… Usted no sospecha lo que significa ser prisionero de la propia vida. Usted no sabe lo que es el destino limitado, irrefutable, que cae encima de uno como el reglamento sobre un prisionero: la certidumbre de que uno va a ser esto y no otra cosa, de que uno habrá sido esto y no otra cosa, de que lo que uno no ha tenido ya no le tendrá jamás. Y a sus espaldas, todas las esperanzas que uno lleva en la masa de la sangre como no las llevará jamás otro ser viviente…”.
El desenlace de La vía real es trágico, pero deja una enseñanza. Grabot se ha convertido en un cuerpo atormentado y su conciencia se encuentra al mismo nivel que la de un animal. Aunque sigue vivo y respira, su muerte se produjo hace mucho tiempo, cuando la esclavitud y la humillación le destruyeron como ser humano. Perken sufre una herida y se infecta. Su muerte se produce en medio de grandes dolores.
Claude tiene mejor suerte, pero ha fracasado en su misión. No ha conseguido apoderarse de ninguna estatua ni de ninguna otra pieza de valor. Sin embargo, ha aprendido algo. No es posible escapar de la muerte, pero ha comprendido que cultivar la amistad es la única forma tolerable de habitar un cosmos frío, ciego y sin propósito.
Después de leer las reflexiones de Joseph Conrad, Henry James y André Malraux, se impone la sospecha de que no es posible elaborar una definición unívoca y definitiva de qué es la literatura, pero podemos aventurar una hipótesis: el hecho literario acontece cuando un autor, urgido por la necesidad de comprender la realidad que lo envuelve, utiliza el lenguaje para crear un universo simbólico capaz de expresar los sueños, pesadillas y anhelos de la especie humana, inevitablemente abrumada por la conciencia de su mortalidad.