El capitán Haddock con Tintín en un fotograma de la serie animada de 1991 'Las aventuras de Tintín'

El capitán Haddock con Tintín en un fotograma de la serie animada de 1991 'Las aventuras de Tintín'

Entreclásicos

Aquellos maravillosos secundarios de Hergé y John Ford

Los personajes que acompañan a los protagonistas de las buenas historias sintetizan los rasgos del ser humano común, como el capitán Haddock.

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Los secundarios casi siempre son más interesantes que los personajes principales. El capitán Haddock es mucho más humano, entrañable y creíble que Tintín, un héroe bastante soso e inverosímil. Sin los vicios y debilidades del viejo lobo de mar, que incluyen el alcoholismo, el mal genio y el don de la inoportunidad, el universo imaginario creado por Hergé resultaría empalagoso y previsible.

El resto de los secundarios no son menos memorables: los insuperablemente bobos Hernández y Fernández, el ingenioso, frágil y cómicamente sordo Silvestre Tornasol, la temperamental y entrometida Castafiore, el sarcástico y enredador Milú, el pelmazo de Serafín Latón, el diabólico Abdallah, el maquiavélico y grotesco Rastapopoulos. Todos ellos convierten las aventuras de Tintín en un poderoso fresco sobre la condición humana.

El joven reportero solo es una figura hueca concebida para que el lector pueda proyectarse en ella, experimentando la sensación de afrontar grandes desafíos. La historia solo registra los grandes nombres, pero ningún acontecimiento, feliz o desdichado, es el fruto de un solo hombre.

Las multitudes anónimas desempeñan un papel esencial en el rumbo de la historia y, en el terreno de la ficción, su influencia se plasma mediante secundarios que sintetizan los rasgos del ser humano común.

Allan, el lugarteniente de Rastapopoulos, es el perfecto arquetipo del rufián de los bajos fondos: bravucón, cobarde, traicionero, mediocre. Por el contrario, Tchang, un adolescente chino de origen humilde, encarna la pureza de corazón de las personas humildes y sencillas. Los secundarios de Hergé son la vía de inserción de los grandes temas: la amistad, las flaquezas humanas, la lealtad, la ambivalencia de los afectos, el sentido de comunidad, el amor.

La pasión secreta de Tornasol por la Castafiore saca a relucir el romanticismo de las almas tímidas, que a veces solo son capaces de expresar sus afectos mediante un pequeño detalle, como la rosa amarilla que crea el extravagante Silvestre y a la que bautiza con el nombre de su amada diva.

Los secundarios de John Ford no son menos extraordinarios que los de Hergé. Al igual que el dibujante belga, el cineasta estadounidense de origen irlandés tejió un ambicioso tapiz que recogía las distintas facetas de nuestra especie. A medio camino entre el conservadurismo y el inconformismo anticapitalista, Ford exaltó el sentido de comunidad en películas hechas a la medida del hombre.

Películas intimistas y no exentas de sensibilidad social, donde convivían los valores tradicionales y la rebeldía frente a las injusticias. A pesar de mostrar en algunas películas a los nativos americanos como salvajes, Ford estrenó en 1948 un filme que denunciaba con crudeza los abusos sufridos por los apaches y los navajos.

Fort Apache no oculta la corrupción de la agencia india que administra las reservas ni la arrogancia de militares como el teniente coronel Owen Thursday, abiertamente clasista y racista. Henry Fonda realiza una interpretación magistral en el papel de Thursday, imprimiendo a su personaje una mezcla de frialdad, integridad, intransigencia y desdén por sus inferiores. Paradójicamente, John Wayne encarna al capitán Kirby York, un oficial cordial y comprensivo que respeta a los apaches y que prefiere la diplomacia a la guerra.

Al margen de este brillante duelo interpretativo, la pandilla de sargentos borrachines del fuerte son un elocuente ejemplo del talento de Ford para retratar esas personalidades que suelen ser desdeñadas por su supuesta banalidad.

Pedro Armendáriz como sargento Beaufort, Ward Bond como sargento mayor Michael O'Rourke y Victor McLaglen como sargento Festus Mulcahy componen una cuadrilla pintoresca, donde la seriedad y la responsabilidad de O’Rourke contrasta con la indisciplina y la picaresca de Beaufort y Mulcahy, dos valientes soldados que no retroceden ante ninguna clase de peligro.

No tiemblan ante el enemigo, pero tampoco ante una caja de whisky de pésima calidad que podría perforar estómagos sobradamente curtidos en el consumo de alcohol.

El hombre tranquilo es una de las grandes obras maestras de John Ford. Al igual que Shakespeare, el director estadounidense nos dejó un puñado de creaciones que el tiempo ha convertido en clásicos indiscutibles, como Las uvas de la ira, ¡Qué verde era mi valle!, La diligencia o El hombre que mató a Liberty Valance.

En El hombre tranquilo, Barry Fitzgerald interpreta a Michaleen Oge Flynn, cochero, casamentero y dipsomaníaco. Su caballo se detiene espontáneamente en todas las tabernas, pues ha interiorizado los hábitos de su dueño.

Michaleen es chismoso, indiscreto, simpático, intrigante, embaucador e irónico. Cada vez que algo le sorprende, como una buena pelea o una cama destrozada por una ardiente noche nupcial, exclama: "Homérico". En la antigua Atenas, quizás habría sido un cínico, un discípulo de la escuela del perro.

Durante la pelea entre Sean Thornton, un inspirado John Wayne, y "Red" Will Danaher, un desenfadado y brutal Victor McLaglen, organiza las apuestas, sin perder detalle de la épica confrontación. Mildred Natwick, como la viuda Sarah Tillane, y Ward Bond como el padre Peter Lonergan, aportan esas dosis de humor y desinhibición de la vieja Irlanda, donde el pasado se confunde con la leyenda y la moral posee un significado diferente.

Cuando se topa por primera vez con Thornton, que regresa a su pueblo natal, el padre Lonergan habla de los antepasados del personaje interpretado por Wayne, un boxeador atormentado por haber matado a otro púgil en el cuadrilátero. "Todos eran buena gente: uno murió en la cárcel, otro fue ahorcado por asesinato".

Lonergan protagoniza uno de los momentos más conmovedores de la filmografía de Ford. Cuando el obispo anglicano visita Innisfree, anima a sus parroquianos a fingir que pertenecen a la iglesia del reverendo Playfair (Arthur Shields) para evitar su traslado por falta de feligreses. Lonergan incluso oculta su alzacuellos y vitorea al pastor, anteponiendo la amistad a las creencias.

Pienso que los universos de John Ford y Hergé convergen en aspectos esenciales: exaltación de la amistad, amor a la tradición, sentimiento de comunidad, indulgencia hacia las debilidades humanas, crítica de la explotación capitalista, elogio del coraje, inconformismo social.

¿Se puede decir que ambos creadores cultivaban cierta misoginia? Pienso que no. Evidentemente, no estaban exentos de los prejuicios de los hombres de su época, pero la Castafiore, el único personaje femenino de relieve de las peripecias de Tintín, es una amiga leal y una mujer valiente. Su voz puede romper cristales y provocar dolor de cabeza, pero nunca es mezquina o traicionera. Diva, sin duda, pero no hasta el extremo de despreocuparse de sus seres queridos.

En cuanto a las mujeres de Ford, sobresalen la Ma Jod de Las uvas de la ira. Brillantemente interpretada por Jane Darwell, cuyo trabajo fue reconocido con un Oscar a la mejor actriz de reparto, es imposible escuchar su alegato final sin conmoverse: "Saldremos adelante. Nosotros somos el pueblo".

Es cierto que la mayoría de las mujeres de Ford desempeñan roles tradicionales: amas de casa, esposas fieles, madres. Sin embargo, se comportan con una extraordinaria dignidad y actúan de acuerdo con su propio criterio, como la maestra de Centauros del desierto, Mrs. Jorgensen (Olive Carey), que acepta las pérdidas con estoicismo, o la joven Mary Beecher (Constance Tower) de El sargento negro, que no se deja arrastrar por los prejuicios raciales y defiende desde el primer momento la inocencia del sargento afroamericano Braxton Rutledge (Woody Stroode), injustamente acusado de violación y asesinato.

Aquellos maravillosos secundarios de Hergé y John Ford no son un simple recuerdo, sino fantásticas creaciones que han sobrevivido a la criba del tiempo y que nos recuerdan las grandezas y miserias de la naturaleza humana. Somos una especie paradójica. De ahí que necesitemos la ficción para comprendernos mejor y poder convivir con nuestras imperfecciones.