A principios del pasado octubre saltó a los medios una noticia que una vez más suscitaba, en lo que al género gramatical se refiere, una pequeña perplejidad para los informadores. Por primera vez una mujer, Sarah Mullally, llegaba a la cima de la Iglesia anglicana, que es la sede archiepiscopal de Canterbury, hasta ahora siempre ocupada por prelados varones.

Porque ¿cuál será el femenino de arzobispo? En un periódico leí: “Carlos III de Inglaterra nombra a una mujer arzobispa de Canterbury”. Otros medios (la mayoría) optaron también por la flexión de género con la terminación -a (arzobispa): “Sarah Mullally es nombrada arzobispa de Canterbury”; “… nueva arzobispa de Canterbury”; “… primera mujer arzobispa de Canterbury”. Pero los hubo que no lo tuvieron tan claro: “la primera mujer arzobispo de Canterbury y líder de la Iglesia anglicana”; “Sarah Mullally, arzobispo de Canterbury”; etcétera.

El problema no era del todo inédito. Ya en agosto pasado otra mujer, Cherry Vann, había sido elegida “arzobispa” de Gales; o “arzobispo”, según otros. Doblemente rompedora, por cierto; está desposada con otra mujer, lo que pone a la Iglesia anglicana a distancia ya, en verdad, insalvable de la católica.

Mientras tanto, y por su parte, la lengua inglesa, que prácticamente carece de género gramatical, ni se inmutaba por la novedad: si un arzobispo es an archbishop, una arzobispa es exactamente eso mismo, y no hay más que hablar.

En las polémicas sobre casos similares hay quien esgrime como irrebatible que lo que no se nombra no existe. No es así, en absoluto: el argumento es sofístico. Millones de muertes causaba un bacilo al que, vivito y coleando, nadie nombraba antes de que el doctor Robert Koch viniera en 1882 a descubrirlo (después de lo cual siguió matando, desde luego; Fleming acababa de nacer…). Por eso lleva su nombre, bacilo de Koch (o, más técnicamente, Mycobacterium tuberculosis).

No ha habido que esperar a las novedades de la Iglesia anglicana para que la palabra 'arzobispa' –tan solo 'la palabra'– existiera

Lo contrario, que lo que se nombra sí existe, tampoco es verdad. Si nombro a los duendes o a los marcianos no afirmo, menos aún garantizo, la existencia real de unos ni otros.

No ha habido que esperar a las novedades de la Iglesia anglicana para que la palabra arzobispa –atención: tan solo la palabra– existiera. En un sainete de Luis Moncín estrenado en 1777, Casarse con su enemigo, un “valentón” sostiene que las mujeres solo aspiran al matrimonio, y para remacharlo inquiere: “¿Ha visto usted ser alguna / Arzobispa de Toledo?”.

Y un siglo después Ricardo Sepúlveda remataba así un artículo dedicado a ironizar sobre los progresos sociales de las damas: “Prometo matrimoniarme con la primera que llegue a presidenta del Congreso o arzobispa metropolitana” (El Cascabel, 18 de noviembre de 1868). Quién iba a decirle que, al menos, la mujer que hoy preside el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo es la cuarta en hacerlo. De los dos hechos inconcebibles en 1868, una mujer presidiendo el Congreso y una mitra sobre las sienes de otra, el primero es hoy natural, mientras que el segundo, por lo que hace a la Iglesia de Roma, sigue lejos de serlo.

Los dos pasajes son jocosos, desde luego. Pero eso es secundario, y lo que cuenta es el hecho gramatical en sí: la activación de la flexión con -a de un masculino en -o.

Más aún: si en la edición en línea del admirable Diccionario del español actual que concibió Manuel Seco se menciona, en una noticia de 2016, a “la arzobispo [de la Iglesia luterana sueca] Antje Jackelén”, esta misma prelada es ya “la arzobispa” en otra de 2018. Y ahí no hay ya jocosidad alguna.

Naturalmente, el DLE, que solo en 2021 ha acogido el femenino obispa, no ha hecho todavía otro tanto con arzobispa. Todo se andará.