Humphrey Bogart, hacia 1937. Foto: Elmer Fryer

Humphrey Bogart, hacia 1937. Foto: Elmer Fryer

Entreclásicos

Bogie, un galán feo, duro y tierno

Humphrey Bogart fue el emblema del tipo duro pero con un gran corazón. Un modelo hoy incorrecto, pero en su día encarnó una forma bastante ética de afrontar la vida.

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Este no es un artículo sobre el actor Humphrey DeForest Bogart, sino sobre “Bogie”, el mito. Desgraciadamente, las nuevas generaciones cada vez frecuentan menos el cine clásico, pero casi nadie ignora quién es Humphrey Bogart, al que coloquialmente llamaban “Bogie”, un diminutivo que insinuaba una ternura escondida por debajo de una capa de cinismo.

Con su eterno cigarrillo en la comisura de los labios, su dicción ceceante y ciertos gestos emblemáticos, como pellizcarse el lóbulo de la oreja o subirse los pantalones, “Bogie” simbolizaba el estereotipo masculino del hombre duro, pero con un gran corazón.

Quizás ahora ese estilo se considere incorrecto, pues los roles de género han cambiado, pero en su momento encarnó una forma bastante ética de afrontar la vida.

“Bogie” fue un galán atípico. No maltrataba a las mujeres, pero tampoco se comportaba con una escrupulosa delicadeza. Su visión de lo femenino no podía estar más alejada de la idealización del amor cortés.

En El halcón maltés (John Huston, 1941) encarna a Sam Spade, el detective creado por Dashiell Hammett. No es un investigador con un estricto sentido de la moralidad. De hecho, se acuesta con la mujer de su socio, pero cuando descubre que ha sido asesinado por la seductora y sofisticada Brigid O’Shaughnessy (Mary Astor), la entrega a la justicia, sin ignorar que probablemente será ahorcada. Aunque se siente atraído por ella, su conciencia, no exenta de ambigüedad y oportunismo, le exige no dejar impune el crimen.

Humphrey Bogart en el papel de Sam Spade en 'El halcón maltés' (1941)

Humphrey Bogart en el papel de Sam Spade en 'El halcón maltés' (1941)

En El sueño eterno (Howard Hawks, 1946), interpreta a Philip Marlowe, el detective surgido de la imaginación de Raymond Chandler. De nuevo, ataja los intentos de manipulación de las malcriadas hijas del general Sternwood.

Carmen (Martha Vickers), la más pequeña, se arroja a sus brazos tras exhibir sus piernas y jugar sensualmente con un mechón de pelo, pero Marlowe responde con frases cargadas de ironía, demostrando que sus encantos no le impresionan.

Tampoco se intimida ante la hija mayor, Vivian (Lauren Bacall), que alardea de su cultura para acomplejarle. Marlowe de nuevo recurre al sarcasmo para desarmarla y escarnecer su arrogancia. Mientras le habla de Marcel Proust, nota que le pica la rodilla y no se atreve a rascarse. No le avergüenza no saber quién es el escritor de quién le habla, pero le divierte que Vivian inhiba un gesto que podría aliviar su incomodidad. Así que interrumpe la conversación y le pide que se rasque tranquilamente.

“Bogie” no siempre sabía mantener a raya a las snobs o las manipuladoras. En El último refugio (Raoul Walsh, 1941), se enamora de Velma, una joven coja. Aunque acaba de salir de la cárcel y ya prepara un atraco, ayuda a la familia de Velma y paga la operación que corrige su cojera. No es un gánster despiadado, sino una de las víctimas de la Gran Depresión.

Humphrey Bogart e Ida Lupino en 'El último refugio' (1941)

Humphrey Bogart e Ida Lupino en 'El último refugio' (1941)

Su generosidad con Velma no será recompensada con el amor anhelado. Desdeñado por ella, que prefiere bailar con muchachos de su edad, se empareja con Marie (Ida Lupino) y recoge a Pard, un perrito bizco y con fama de agorero. Acosado por la policía, descarta la posibilidad de abandonar a Marie y Pard, pese a que le facilitaría la huida.

Pese a que la prensa lo llama Roy “Mad Dog” Earle, no es un perro rabioso, sino un hombre de mediana edad que lucha por una existencia sin penalidades. Los verdaderos villanos no son los hombres como él, malditos e incomprendidos, sino los bancos que expropian casas y especulan con el valor del dinero.

En Casablanca (Michael Curtiz, 1942), “Bogie” se convirtió en la quintaesencia del galán romántico que renuncia al amor por sentido del deber. Rick presume de su neutralidad y amoralidad, pero su pasado desmonta esa fachada. De hecho, luchó en el bando republicano durante la guerra civil española y contra el fascismo italiano cuando invadió Etiopía. Su apoliticismo revela su máscara falaz cuando permite que la orquesta de su local toque “La marsellesa” a petición de Víctor Laszlo (Paul Henreid), héroe de la Resistencia checa contra el nazismo y, paradójicamente, marido de la mujer que ama, Ilsa Lund.

Ilsa mantuvo un romance con Rick en París tras recibir la falsa noticia de que Víctor había muerto en un campo de concentración, pero al enterarse de que estaba vivo, escondido y muy enfermo, volvió con él, sin dar explicaciones a su amante.

Aunque está dispuesta a abandonar a su marido, Rick renuncia a ella, animándola a continuar al lado de Laszlo, pues sabe que él la necesita y que se vendría abajo sin su compañía. Más allá del amor y la pasión, hay un causa por la que merece la pena hacer un sacrificio supremo. En Diarios de un seductor, Woody Allen intentó emular el gesto de Rick, pero la mujer amada ya había decidido quedarse con su esposo.

En Sabrina (Billy Wilder, 1954), “Bogie” es un galán madurito. Heredero de una poderosa saga empresarial, se enamora de Sabrina (Audrey Hepburn), la hija del chófer. En esas fechas, Hepburn solo tenía 24 y Bogart, 55. Con una diferencia de 31 años, hoy quizás algunos considerarían el romance una licencia de mal gusto, pero en esa época aún no había irrumpido ese nuevo dogmatismo disfrazado de progresismo que condena sin tregua todo lo que no encaja en su estrecha perspectiva de la vida.

En el papel de Linus, “Bogie” combina magistralmente la melancolía y la seriedad, el fervor del enamorado inexperto y la sobriedad del hombre con experiencia. En realidad, Sabrina estaba enamorada desde la niñez de David, interpretado por un William Holden de 36 años, pero poco a poco comprenderá que Linus es mucho más interesante. David es frívolo, inmaduro, irresponsable. En cambio, Linus posee un temperamento reflexivo y una sabiduría existencial adquirida gracias a la edad.

Es imposible citar todas las películas de “Bogie”, pero sería imperdonable no mencionar Tener y no tener (Howard Hawks, 1942), donde conoció y se enamoró de Lauren Bacall (otra unión escandalosa para la mentalidad de nuestros días, pues ella acababa de cumplir 19 y él 44, lo cual no impidió que se casaran un año después) y Cayo Largo (John Huston, 1948), en la que volvieron a trabajar juntos, ya convertidos en marido y mujer.

Bogart y Lauren Bacall en 'Tener y no tener' (1942)

Bogart y Lauren Bacall en 'Tener y no tener' (1942)

Tampoco sería sensato no citar La reina de África (John Huston, 1951), protagonizando un divertido y poco convencional idilio con Katharine Hepburn. Gran bebedor, “Bogie” casi se interpretó a sí mismo en el papel de capitán de vapor aficionado al alcohol y con una absoluta despreocupación por los convencionalismos. El contraste con el personaje de Hepburn, hija de un pastor evangélico, produce muchas situaciones hilarantes.

Bogart no fue un galán al estilo de Cary Grant, Gary Cooper o Gregory Peck. Ni guapo ni alto. Su cara de perro pachón transmitía cierta tristeza, como si detrás de sus ojos latiera el miedo al rechazo o el abandono.

Sin embargo, poseía algo que les faltaba a otros actores más atractivos: autenticidad. A veces incurre en artificios y poses, pero siempre parece un ser humano de verdad, alguien que ha vivido y que podría ser un excelente compañero de viaje. Valiente, leal y consecuente, inspiraba confianza.

Es cierto que como villano inspira miedo. En Los violentos años veinte (Raoul Walsh, 1939), despierta escalofríos, pero creo que el “Bogie” real se parece más al Duke Mantee de El bosque petrificado (Archie Mayo, 1936), un tipo duro con una encarnizada mala suerte, pero con un alma decente.

“Bogie” murió a los 57 años. Su afición desmedida al tabaco acabó prematuramente con su vida, pero el mito que creó goza de una excelente salud. Los héroes de celuloide no pertenecen a este mundo. Son arquetipos eternos, como las Ideas platónicas.