Clint Eastwood y Hilary Swank en un fotograma de 'Million Dollar Baby'

Clint Eastwood y Hilary Swank en un fotograma de 'Million Dollar Baby'

Entreclásicos

Clint Eastwood: los claroscuros del sueño americano

Considerado un reaccionario por sus papeles en filmes como 'Harry el sucio', sus trabajos como director dejan al descubierto la sensibilidad del último clásico del cine estadounidense.

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Durante mucho tiempo, se acusó a Clint Eastwood de reaccionario. No es una calificación gratuita. Eastwood encarnó a Harry el Sucio, un inspector de policía que exhibía una masculinidad tóxica en una saga de cinco películas.

Armado con un Magnum 44 de inequívocas connotaciones fálicas, entendía que su trabajo no consistía en rehabilitar a los delincuentes, sino en eliminarlos.

Duro, despiadado y con un humor negro impregnado de machismo y racismo, Harry el Sucio fue un mito en los 70, un arquetipo de las supuestas cualidades del heterosexual blanco que desprecia las consignas pacifistas, igualitarias y feministas del movimiento hippie.

Sus apariciones en el spaghetti western no se alejaban demasiado de ese estereotipo y, aunque en El jinete pálido, el remake de Shane (en España, Raíces profundas) que dirigió en 1985, rebajaba un poco las aristas del personaje, un año después estrenó El sargento de hierro, una insufrible explosión de testosterona que despertó la admiración de los nostálgicos del mundo en blanco y negro de los 50, cuando los roles sexuales estaban claramente definidos y casi nadie cuestionaba el orden establecido.

Dada esta trayectoria, el estreno de Bird en 1988 causó una conmoción. De repente descubrimos que Eastwood amaba el jazz y poseía la inteligencia y la sensibilidad necesarias para recrear el tortuoso mundo interior de Charlie Parker, una de las figuras más legendarias del bebop.

Intimista, sutil, poética, Bird se halla en las antípodas de la saga de Harry el Sucio. Protagonizada por Forest Whitaker, explora la peripecia vital de un artista con dotes de alquimista. Su saxofón transforma el dolor en belleza.

En la película, Bird vuela sobre el escenario, provocando un éxtasis colectivo sin rasgos estridentes. Sus dedos prodigiosos y sus labios portentosos logran extraer el latido más profundo de la vida. Al igual que los héroes griegos, su brillo se extingue prematuramente, pero su música cambia la historia del jazz y quizás de América.

En 1990, Cazador blanco, corazón negro, que recrea el rodaje de La reina de África, el clásico de John Huston, confirmó que Eastwood no era Harry el Sucio, sino un artista exigente y nada complaciente con las injusticias.

Eastwood encarna a Huston. No oculta su egolatría ni sus excentricidades, pero visualiza su espíritu inconformista, iconoclasta y solidario. En una escena memorable, humilla a una mujer que exalta a Hitler y desafía al fornido empleado de un hotel que maltrata a los nativos africanos, lo cual le cuesta una paliza.

En 1995, Los puentes de Madison nos enseñó que, además de no ser un reaccionario, Eastwood era un romántico. Su narración de un breve idilio entre un fotógrafo del National Geographic y una ama de casa de Illinois interpretada por Meryl Streep combina delicadeza y fatalismo, ternura y desgarro, humor y tristeza.

Tres años antes, Eastwood había demostrado con Sin perdón que aún era posible hacer un wéstern a la altura de los grandes clásicos del género. William Munny no es solo un pistolero arrepentido, como Shane, el personaje interpretado por Alan Ladd, sino un hombre que afronta el drama de la vejez desde una granja miserable.

Viudo y con dos hijos pequeños, ha perdido facultades con el tiempo, pero el demonio interior que le acompañó durante sus años de fechorías solo necesita para emerger una experiencia particularmente dolorosa.

La muerte de su amigo Ned (Morgan Freeman), que no sobrevive a los latigazos propinados por el sádico sheriff Little Bill (Gene Hackman), le devuelve la fiereza perdida, pero solo se trata de un arrebato temporal. Redimido por el amor de su mujer, volverá a su granja y vivirá como un hombre honrado el resto de su existencia.

El Eastwood que se reveló con Bird es un director con una visión trágica de la vida. Sin perdón es un wéstern fatalista. En el Salvaje Oeste, el odio es más fuerte que el perdón. Al igual que el Ethan Edwards de Centauros del desierto o el Tom Doniphon de El hombre que mató a Liberty Valance, ambos interpretados por John Wayne bajo la dirección del maestro John Ford, William Munny ha perdido el tren de la historia.

Solo es un vestigio de una época definitivamente superada. En 1976, Eastwood había rodado El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales), un wéstern excelente con una perspectiva más esperanzadora.

Josey Wales, antiguo guerrillero sudista, reúne a su pesar a un grupo de marginados que se transforman en su familia: una abuela y su nieta que han sufrido el ataque de unos forajidos, un anciano jefe indio, una mujer nativa esclavizada por un blanco, varios vagabundos que sobreviven a duras penas en un pueblo abandonado... Esta vez, el nihilismo, sin desaparecer del todo, da un paso atrás. Un final abierto permite atisbar un porvenir de paz, donde las heridas se cerrarán poco a poco.

En la infravalorada Un mundo perfecto (1993), Clint Eastwood muestra con crudeza el lado más amargo del sueño americano. Las vidas marcadas por la adversidad desde muy temprano no conocen las segundas oportunidades.

Robert "Butch" Haynes, interpretado por Kevin Costner, fue un joven conflictivo e inestable. Hijo de un delincuente que lo maltrataba, la ley lo envió a un reformatorio cuatro años por robar un coche. Allí, lejos de reformarse, su personalidad se hizo aún más problemática y violenta. Inteligente y con instinto protector, podría haber sido un ciudadano normal si el sistema no se hubiera ensañado con él.

Eastwood es el sheriff que lo detuvo y abogó por una sentencia ejemplar. Comprenderá demasiado tarde su error, cuando ya no sea posible evitar el desgraciado final de Haynes.

La perspectiva crítica sobre Estados Unidos se agudiza con la extraordinaria trilogía Mystic River (2003), Million Dollar Baby (2004) y Gran Torino (2008).

El retrato de la sociedad americana no es nada complaciente: incomunicación, soledad, marginación, grandes bolsas de pobreza, violencia, desigualdad, desintegración familiar, corrupción, sentimientos de culpa y fracaso.

En Mystic River, los niños que crecen en barrios obreros tienen muchas más posibilidades de acabar en la cárcel, sufrir abusos sexuales o morir tiroteados. En un país que asocia el puritanismo a su identidad nacional, no se protege a los más vulnerables. En las zonas más deprimidas de Boston, los camellos y las prostitutas a veces son niños.

El panorama es similar en Million Dollar Baby: Maggie Fitzgerald (Hilary Swank), una camarera de 31 años, sueña con ser boxeadora para librarse de la miseria y de sus traumas de infancia y «Peligro» (Jay Baruchel), un joven discapacitado sin familia, fantasea con el cinturón de campeón mundial de los pesos ligeros, pese a que no sería capaz de aguantar ni un asalto contra un púgil de tercera categoría.

Eastwood plantea con gran lucidez el debate de la eutanasia y utiliza como telón de fondo la tradición católica, con sus ideas de perdón, expiación y redención.

En Gran Torino, los hmong, una minoría étnica asiática que apoyó a Estados Unidos durante la Guerra de Vietnam, se agrupan en barrios controlados por pandillas callejeras. Eastwood elige a esta comunidad de inmigrantes como ejemplo de los valores que está perdiendo su país.

Frente al egoísmo, la irreverencia y la dispersión de las familias americanas, los hmong se cuidan entre sí, respetan la autoridad de los ancianos y observan las tradiciones que merece la pena preservar. De nuevo, aparecen las referencias católicas. Walt se enfrenta a la muerte con un "Ave María", pese a que se ha pasado todo el filme exhibiendo su escepticismo.

Clint Eastwood apoyó a Donald Trump durante su primera presidencia, pero le retiró su respaldo después de contemplar cómo alimentaba la crispación y la división. Incluso pidió el voto para el candidato demócrata Michael Bloomberg.

No conozco muy bien sus opiniones políticas y no me interesa demasiado su vida personal. No he visto ni veré American Sniper, pues la figura del francotirador SEAL Chris Kyle solo me inspira repugnancia, pero creo que una valoración global del trabajo de Clint Eastwood como director impide incluirlo en la deleznable burbuja del movimiento MAGA.

Sus películas son un poderoso claroscuro del sueño americano, un Caravaggio de celuloide que recoge la tensión y el dramatismo de una sociedad con negros profundos y claridades deslumbrantes, como las del lago de la Avenida Jefferson de Detroit que aparece al final de Gran Torino, cuando Thao conduce con Daisy, la perra labrador de Walt, en el asiento del pasajero mientras se escuchan sucesivamente entre notas de piano las voces de Eastwood y Jamie Cullum, susurrando "Tu mundo no es más que / todas las pequeñas cosas que has dejado atrás".

Eastwood es el último clásico del cine estadounidense, una leyenda que morirá con las botas puestas. No me extrañaría que se despidiera del mundo con la misma expresión que —según algunos— utilizó John Ford antes de expirar: "¡Corten!".