El escritor David Foster Wallace.

El escritor David Foster Wallace.

La tribuna

El placer de narrar

Urdir ficciones no es un entretenimiento banal, sino una necesidad. Todos ansiamos vivir otras vidas, conocer lo que está más allá de nuestra experiencia.

7 febrero, 2023 02:07

En 1925, Ortega y Gasset escribió que la "sensibilidad superior" del hombre del siglo XX impedía que se apasionara con las peripecias de una novela. Ya no era posible inventar tramas con poder de seducción. Solo cabía realizar piruetas con el lenguaje o explorar los vericuetos de la psicología. Según Ortega, todos los narradores deberían escribir al estilo de Proust, cultivando la morosidad, el hermetismo y la introspección. Durante décadas, prevaleció esa perspectiva, que se reveló fecunda en algunos aspectos y nefasta en otros.

A ella le debemos novelas como La vida breve, de Juan Carlos Onetti, una obra maestra que arroja al lector a un torbellino de pasiones donde las identidades se intercambian y las percepciones objetivas apenas se diferencian de los sueños o las alucinaciones. La vida breve no pretende entretener, sino sacudir, inquietar, confundir. Y, verdaderamente, lo logra. Al finalizar la novela, sientes que Shakespeare no se equivocaba al sostener que la vida solo es ruido y furia.

Sería absurdo cuestionar una interpretación de la novela que ha inspirado obras como Paradiso, de José Lezama Lima, La casa verde, de Vargas Llosa, Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, o Cobra, de Severo Sarduy, por citar tan solo el ámbito de la literatura hispanoamericana. Sin embargo, esa forma de escribir no es inocente. Conspira contra el placer de contar, el impulso primigenio del hecho literario. Esas novelas no nacen del viejo anhelo de referir una historia, sino de un apetito que solo cabe calificar de suicida.

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La literatura contra sí misma, la palabra demoliendo la palabra, el significado escarneciendo el significado. Es la herencia del Tristram Shandy, de Laurence Sterne, con su hoja en negro parodiando un epitafio. Ese ardid, quizás la poética más astuta de la historia, nace de la convicción de que la literatura debe enmudecer ante determinadas experiencias. Por ejemplo, la muerte. Nada de lo que se escriba puede esclarecer algo tan pavoroso y opaco. Una hoja negra es más honesta y elocuente que el planto de Pleberio.

La "sensibilidad superior" de la que habla Ortega no está muy lejos de la crítica formulada por Martin Heidegger contra la metafísica. Según el filósofo alemán, el ser no puede explicarse mediante la palabra, una construcción abstracta. Heidegger tacha el verbo "sein", pues entiende que solo constituye una impostura, una falsificación. La reflexión de Ortega lleva a la muerte de la novela, no sin antes haber obligado al lector a deambular por inextricables selvas de signos como el Finnegans Wake o a escalar picos tan inaccesibles como La broma infinita, de David Foster Wallace, cuya estructura fractal elude el desenlace e incluso la inteligibilidad. El "álgebra superior" invocada por Ortega para enterrar a Balzac constituye en realidad el responso fúnebre de un género literario.

La ficción, incluso la más descarnada, apela a ese niño que una vez fuimos y que se ilusionaba con lo insólito y extraordinario

En su famoso prólogo a La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, Borges destacó las virtudes de un buen argumento. Corría el año 1940 y la novela aún sufría la espesa y larga resaca provocada por el Ulises, de Joyce, un ejercicio de ebriedad lingüística, simbólica y metafísica. Frente a ese frenesí dionisíaco, Borges alababa el sentido del orden. Una trama bien construida no debe introducir nada gratuito o innecesario y no puede dejar cabos sueltos.

Borges habla de "novela de peripecias" para refutar a Ortega. Por peripecias no entiende tan solo hechos épicos ambientados en escenarios exóticos. Las vicisitudes de Bartleby en su oficina son tan vertiginosas como los enfrentamientos entre Ajab y Moby Dick. Los monstruos no habitan tan solo en el fondo del mar. Muchas veces, prefieren un tintero, con su insondable poder de fabulación. Valgan como ejemplo las ficciones de Franz Kafka, no menos asombrosas que la lucha de Teseo contra el Minotauro.

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En 1925, mientras Ortega intentaba escribir el acta de defunción de la novela, Max Brod incumplía la promesa que le había hecho a su amigo Kafka de destruir sus manuscritos, publicando El proceso, una historia con el frío espanto de una pesadilla expresionista. Su argumento rebosa ingenio: no hace falta ser culpable para ser juzgado y condenado. El poder presume que nadie es inocente y no necesita pruebas incriminatorias. Tampoco necesita justificarse, pues carece de rostro y de nombre. Solo es una fuerza imprecisa que obedece a impulsos ciegos. Su carácter inexorable apenas difiere del hado que, según los antiguos, labraba el destino de los hombres.

Desde 1925, han surgido tramas que han mantenido en vilo a infinidad de lectores, desmintiendo el dictamen de Ortega. Pienso en las novelas policiacas de Dashiell Hammett, Raymond Chandler o Patricia Highsmith, con sus paradojas, enigmas y dilemas morales. En 1980, El nombre de la rosa, de Umberto Eco, reunió al filósofo nominalista Guillermo de Ockham, el visionario Sherlock Holmes y al mismísimo Jorge Luis Borges, mostrando que el entretenimiento no estaba reñido con la erudición.

Siempre he pensado que la "sensibilidad superior" de la que habla Ortega es el hastío de una época desencantada

Algo semejante puede decirse de El señor de los anillos, de J. R. Tolkien, que fundió el género fantástico con la mitología pagana y la teología católica. Tolkien tejió sus ficciones con materiales procedentes de la tradición. Ray Bradbury, Stanisław Lem y Frederik Pohl prefirieron nutrir su imaginación con prefiguraciones del futuro. Todos demostraron que la novela no era un género agotado, al que solo le cabe jugar con el lenguaje o escarbar en los sótanos de la mente humana.

En su libro dedicado a Robert Louis Stevenson, Chesterton apuntó que "el relato es el primero de los placeres del niño y el más antiguo de los del hombre". Mientras haya seres humanos, alguien experimentará la necesidad de contar una historia y serán muchos los que desearán oírla o leerla. Urdir ficciones no es un entretenimiento banal, sino una necesidad. Todos ansiamos vivir otras vidas, conocer lo que está más allá de nuestra experiencia, rebasar los límites, asomarnos al pasado o anticipar el futuro. La novela es el territorio privilegiado para consumar ese anhelo.

[William Shakespeare, poeta del caos]

Siempre he pensado que la "sensibilidad superior" de la que habla Ortega es el hastío de una época desencantada. La ficción, incluso la más descarnada, apela a ese niño que una vez fuimos y que se ilusionaba con lo insólito y extraordinario. Después de varias décadas de experimentación, la novela ha recuperado el goce de narrar historias. Vargas Llosa nos ha regalado novelas escritas al modo tradicional, como La guerra del fin del mundo, La fiesta del chivo o El sueño de celta. No es un caso aislado. Las últimas décadas están salpicadas de grandes novelistas, como J. M. Coetzee, Joyce Carol Oates, Hillary Mantel, Javier Marías, Philip Roth, Michel Tournier, Roberto Bolaños, Ian McEwan o Maggie O'Farrell. Cada uno con su mundo, con su estilo, pero todos animados por el deseo de contar una historia.

No quisiera que esta nota se interpretara como un gesto de desdén hacia obras como La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, El sonido y la furia, de William Faulkner o A la sombra de las muchachas en flor, de Marcel Proust. De hecho, admiro estas tres novelas, pero creo que la hora de la experimentación ya pasó y no hay que lamentar que haya renacido el placer de narrar.

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