Lorca, Aleixandre, Alberti, Juan Ramón Jiménez, León Felipe, Salinas, Machado, Hierro, Valente, Brines… forman parte del Siglo de Plata de la poesía española. En todo caso, desde mi punto de vista, el mejor poeta en español de la pasada centuria es un hispanoamericano: Pablo Neruda.

Azorín, Ortega y Gasset, Valle-Inclán, Pío Baroja, Ana María Matute, Umbral, Miguel Delibes, Juan Marsé, Cela, escribieron ensayo, teatro o novela con una prosa, expresión de la belleza por medio de la palabra, realmente admirable.

Son muchos, sin embargo, los que consideran que otro hispanoamericano, Jorge Luis Borges, es la cumbre de la prosa en español del siglo XX. Así lo escribí yo, y Francisco Umbral, con el que mantuve largas conversaciones, tras leer Hombre de la esquina rosada, compartió esa opinión.

Borges fue un autor independiente, un poco atrabiliario, sobre todo desde que se quedó ciego. Tratar con él exigía un ejercicio de contención y silencio. Pero su prosa era inigualable. Lo dije hace ya años y lo recuerdo ahora.

“El vientre de la Lujanera es una plaza soleada” y sus pechos “dos iglesias donde oficia la sangre sus misterios paralelos”. Francisco Real, el Corralero, trajeado de negro y la chalina baya, entra enhiesto en la taberna e injuria con toda su boca aindiada, a Rosendo Juárez, el Pegador, entre los respingos del hembraje y los bolaceros.

Pero Rosendo se arruga ante el hombre de fuera y rehúye enfrentarse al balaquero, ni siquiera cuando la Lujanera, con la crencha a la espalda, se va a su hombre y le entrega el cuchillo, la vaina al aire. “De asco, no te carneo”, dice Real, al ver que Rosendo permanece con el rabo entre las piernas, él erecto.

Así es que fuese el forastero con la Lujanera, mientras se escucha la milonga “linda al ñudo de la noche”. Luego, el otro hombre, el de la esquina rosada, a quien el Corralero atropelló con desdén al entrar en la taberna, se fue a él en el secreto de la noche, sacó su cuchillo filoso, le desafió a lo macho y lo sangró hasta los visajes de la agonía. Después se apretó con la Lujanera de por vida en las sombras de la esquina rosada.

Nadie ha mejorado en el siglo XX ni en la escritura ni en la calidad ni en el prodigio del idioma español, friéndose en la sartén, al Borges de Hombre de la esquina rosada.

Conocí al escritor ya ciego en 1980, envuelto en su “tersa neblina luminosa”. Le hice una larga entrevista que distribuyó la agencia Efe a dos centenares de periódicos. Me dijo que el primero de sus libros era El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer. Y tras el velo de Maya, hay también en la obra de Borges influencias de Hume, de Nietzsche, de Bergson, de Berkeley...

Pero no nos engañemos. Borges era, en sí mismo, la literatura, no una filosofía de vida. Su agnosticismo se mueve entre las aporías de Zenón y el fulgor de la Biblia. Es la visión del universo de El Aleph, con sus historias de guerreros y cautivas, la búsqueda de Averroes, la casa de Asterión, la frágil Beatriz en el principio del éxtasis, las otras muertes, la escritura de Dios. Pero a Borges, antes que nada, le importaba la palabra. Intentó reducir la lírica a su elemento primordial: la metáfora.

Fue su primera necesidad ontológica. “La metáfora es el honor de la metafísica”, escribió. “Metaforizar es pensar”. Con Ezra Pound, Eliot, los haikus japoneses, Whitman, Quevedo, Guillén al fondo, buscó sin descanso superar el ultraísmo, “la tenue ceniza de las rosas inalcanzables”, los oros tristes, el ultraje de los años que pasan, la luna de enfrente, la sombra elogiada, la arena de los libros, el jardín presentido “de los senderos que se bifurcan”. Y la muerte, con aliento del mejor Shakespeare, que “es esa muerte de cada noche que se llama sueño”.

Fue un aticista desdeñoso. Le dolía “la mujer en todo el cuerpo”, porque “sólo tú eres tú, mi desventura y mi ventura, inagotable y pura”. Y se quedó para siempre en la esquina rosada que nunca se atrevió a doblar, dejando las vides abiertas de la palabra para que Pedro Ramírez, entre el rosmar de los albañales, desarzonara al jinete descubierto.

Umbral, en fin, se pasó la vida persiguiendo un reguero de dioses por el mundo. Nieva, decía, sobre los reyes melancólicos y sobre el eco azul de sus palacios, mientras el viento de las letras bordonea en el mar y los políticos velan encabronados las armas de las elecciones que llegan.