En mi primera juventud fui enviado especial durante una decena de años a los más diversos acontecimientos. Después, como presidente de la agencia Efe, me embarqué todos los meses en viajes profesionales. Más tarde, ya en puestos directivos de diarios impresos, sobre todo del ABC verdadero, mantuve de forma intermitente los viajes. Ahora, cuando setenta años después veo reportajes audiovisuales de ciudades que recorrí paso a paso, apenas las reconozco. Tal vez por eso me ha impresionado el libro de Manuel Vilas, Ciudades en venta (Visor).

Habla el poeta de Madrid que amarró con dos manos ineptas y la moral de los pobres. De Chicago, levantada su copa invisible por la mano del viento. De Londres, pues allí Turner pintó la desintegración de lo visible, con la vista fija en el infinito naufragio. De Bari, puesto que San Nicolás gobierna el Adriático desde su vacío sepulcro.

De Logroño, carne de tu carne, vidrio, destello y óxido de la historia de España. De Cartagena de Indias, donde cambiarías tu alma para volver a ser joven. De Zagreb y su ejército de sombras, ciudad de la poesía integrada por el vacío y la vanidad. De Montevideo, que supo convertir la estupidez en larga belleza quemada por el viento.

Habla también Manuel Vilas de Lisboa, melancólica ciudad rendida a la luz inalterable, que he visitado en centenares de ocasiones, cuando Don Juan de Borbón, desde su exilio en Estoril, luchaba contra la dictadura de Franco. De Venecia, que vio al dios de las aguas y de la belleza. De Marrakech, deshidratados los ojos del poeta como piñas rojas. De Estocolmo y la tormenta de Greta Garbo perdida en la mitad de la nieve.

De Nueva York, donde Manuel Vilas soñó que la estatua de la Libertad abandonaba su pedestal para bañarse desnuda en el mar océano. De Buenos Aires, “libertad de Dios, mi amor, mi sangre, sangre de mi sangre”. De Atenas, que subsiste entre los alientos más profundos. De Hong Kong, donde el infinito del tiempo rasga los ojos. De París, la ciudad más solitaria de la Tierra que se ha quedado sin razón de ser. De Caracas, porque allí se puede contemplar la entera oscuridad de este mundo. De Cincinnati, y sus circunferencias azules que luchan a muerte para convertirse en brasas blancas.

Manuel Vilas ha sabido tomar el pulso del aliento lírico a las ciudades que todavía palpitan en un mundo zarandeado por la digitalización y la inteligencia artificial

De Roma, “ciudad de mi vida, ciudad de mi alteración molecular –dice el poeta– me convertía en un pez solitario del Tíber, con dos mil años de existencia. Me convertía en un gato del Trastévere...”. De Minneapolis, sagrada por el frío, con su radiante barrido de almas, que desde el cielo vigilan la luz del mundo. De Querétaro, olor a santidad desvergonzada, allí donde se aprende que el futuro no existe. De Panamá, pues los pájaros locos gritan en español en la Ciudad Vieja.

Continúa el poeta en su viaje por el mundo hablando de Florencia y la calle Lastarria de los enamorados a la deriva de la vida. De Nueva Delhi, la ciudad de la santa podredumbre, la del aire, altivo veneno para la sangre del visitante que se une a los hindúes en el arte de morir como los apestados. De Kerala, donde el poeta contempló la basura escondida, la basura que, como nosotros, también envejece. De Sevilla, pues allí soñó el poeta un sueño atroz. De Túnez, en fin, que debe abandonar el Mediterráneo, ese mar, trampa mortal para el amor y la inocencia.

Manuel Vilas me ha devuelto a los años de mi primera juventud hace ya demasiados años. El poeta, Premio Gil de Biedma, Premio Nadal, ha sabido tomar el pulso del aliento lírico a las ciudades que todavía palpitan en un mundo zarandeado por la digitalización y la inteligencia artificial. Y es que no sabemos adónde vamos y, como en Lo fatal de Rubén Darío, apenas nos deja rastro para saber de dónde venimos.