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Entreclásicos por Rafael Narbona

'El tercer hombre': Orson Welles en Viena

Los mitos se construyen con hipérboles, y hoy sabemos que se ha sobrevalorado la influencia de Welles en el rodaje de El tercer hombre

26 agosto, 2019 14:13

Los mitos, por decirlo de una forma benévola, casi siempre se forjan con hipérboles. Hoy sabemos que se ha sobrevalorado la influencia de Orson Welles en el rodaje de El tercer hombre (1949). El actor presumía de haber escrito varios pasajes del guion y dejó correr el rumor de que había realizado aportaciones esenciales en la concepción visual, especialmente en el tramo final, cuando la cámara combina audaces picados y contrapicados para incrementar el dramatismo de la claustrofóbica persecución por las alcantarillas de Viena. Ahora sabemos que su aportación fue mínima en el guion , elaborado en su mayor parte por Graham Greene, y casi nula en la dirección, felizmente ejecutada por Carol Reed, pionero del rodaje en exteriores en la historia del cine británico. En lo visual, Welles se limitó a concebir algunas ideas felices, como la primera aparición de Harry Lime,con el rostro súbitamente iluminado mientras un gato se restriega contra sus zapatos; y en el guion, sólo aportó unas líneas memorables: “Recuerda lo que dijo no sé quién: en Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras matanzas, asesinatos... Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!”. Se trata de un razonamiento brillante, pero falso. El reloj de cuco es una invención alemana, y la historia de Suiza no es tan pacífica. ¿Importa demasiado? En el arte, la objetividad es irrelevante; sólo importan el efecto estético y el aspecto dramático.

Cuando Carol Reed le ofreció el papel, Orson Welles mostró poco interés en interpretar a Harry Lime, el villano de El tercer hombre. Durante el rodaje, lejos de actuar como un profesional responsable, se permitió desaparecer dos semanas, sin comunicar a nadie su paradero. Desesperado, Reed utilizó un doble para rodar algunos planos generales. Incluso llegó a suplantarle en algunas de las escenas de la persecución por las alcantarillas. Cuando reapareció, el actor no se tomó la molestia de disculparse y se negó a bajar a las alcantarillas, alegando que no soportaba el frío y el mal olor. No dejó otra alternativa que construir unos decorados en el Reino Unido, libres de incomodidades. No llegaron a utilizarse, pues Orson Welles cambió de idea a última hora, aceptando rodar en el subsuelo de Viena. Se pueden deplorar estas vacilaciones y caprichos, pero es indudable que sin las innovaciones de Ciudadano Kane (1941), Carol Reed habría rodado un film diferente, y sin la interpretación de Orson Welles, Harry Lime no resultaría tan seductor.

Ciudadano Kane no inventó nada, pero creó un nuevo estilo de realizar películas, combinando la profundidad de campo, los planos contrapicados que mostraban los techos, los movimientos de cámara con grúas y los claroscuros del expresionismo alemán. Orson Welles sólo reconocía un maestro: John Ford. En esas fechas, Ford ya había rodado una obra maestra, La diligencia (Stagecoach, 1939), donde los encuadres interiores, las panorámicas y los primeros planos se conjuntaban de forma prodigiosa. Welles afirmaba que había visto cuarenta veces La diligencia, aprendiendo cosas diferentes en cada sesión. Hay algo común entre el poderoso Kane y el buscavidas Harry Lime: la desesperación romántica, la mirada oblicua, la relajación moral, la compulsión de vivir en los límites, el ansia de poder, la compulsión autodestructiva, la mezcla de arrogancia y vulnerabilidad. La imagen de los dedos de Harry Lime asomando por una rejilla del alcantarillado fue una ocurrencia de Welles. Es una buena imagen para reflejar el nihilismo del personaje. No es el simple gesto de impotencia de un hombre que huye, sino una expresión de desamparo existencial. Por cierto, los dedos no pertenecen a Welles, sino a Reed. Si queremos añadir una nota de malicia, podríamos apuntar que esa crispación puede interpretarse como una consecuencia del consumo frenético de anfetaminas del director durante un rodaje con un ritmo de trabajo extenuante. Reed apenas dormía, pues quería supervisar hasta el último detalle. Alexander Korda y David O. Selznick producían la película. Sus malas relaciones con Korda, y las continuas y disparatadas intromisiones de Selznick, otro adicto a las anfetaminas, sólo contribuyeron a exacerbar su desquiciamiento.

Ambientada en Viena, El tercer hombre se demora en los estragos de la Segunda Guerra Mundial, sin ignorar que sus ruinas esconden un pasado luminoso. Viena es la ciudad de Sigmund Freud y Gustav Klimt, Adolf Loos y Ludwig Wittgenstein, Egon Schiele y Franz Schubert, Johann Strauss y Stefan Zweig. No todos nacieron en Viena, pero sus carreras artísticas e intelectuales giraron alrededor de una urbe alegre, chispeante y creativa. Sin embargo, Viena también es la ciudad que aclamó a Hitler el 14 de marzo de 1938, cuando pronunció un emotivo discurso desde el balcón del palacio de Hofburg, afirmando que el Tercer Reich garantizaría el orden, la paz y la libertad. Esos contrastes tal vez explican que El tercer hombre reproduzca -no sé si deliberadamente- la representación del cosmos de la Edad Media, donde la realidad se divide en tres estratos: cielo, tierra e infierno. Los hechos acontecen en la tierra: Holly Martins llega a Viena buscando a Harry Lime, un viejo amigo que le ha prometido un trabajo, pero apenas pone los pies en la ciudad descubre que ha muerto en un accidente. Martins, autor de mediocres novelas de cowboys, sospecha que se trata de un crimen y decide investigar. No cree al mayor Calloway (Trevor Howard), cuando le explica que Lime era un abyecto criminal, un infame contrabandista. Desde el cielo, las cosas se ven de otra manera. Es la perspectiva de los dioses y de los estadistas, que contemplan el sufrimiento humano con indiferencia y crueldad: Martins recrimina a Lime que traficara con penicilina adulterada, causando la muerte de niños enfermos de meningitis. Lime sonríe con suficiencia y le contesta: “Hoy en día nadie piensa en términos de seres humanos, los gobiernos no lo hacen, ¿por qué nosotros sí? Hablan del pueblo y del proletariado y yo de los tontos y los peleles que viene a ser lo mismo, ellos tienen sus planes quinquenales, yo también". Martins recuerda a Lime que era católico, que creía en Dios. La respuesta rebosa nihilismo: “Creo en Dios y en la misericordia, pero pienso que los muertos están mejor que los vivos. Para lo que han dejado aquí… Pobres diablos”.

En el subsuelo, se resuelven los conflictos morales: Holly Martins actúa conforme a su conciencia, pero matar a Harry sólo agudiza su soledad y su sensación de fracaso. Interpretado por Joseph Cotten, un secundario con luz propia, Martins es el eterno perdedor. Lime también pierde, pero perdura en nuestra memoria como un genio. Maléfico, sí, pero carismático y con un embrujo perturbador. En la ficción, el bien es un astro menor en el que apenas reparamos; en cambio, el mal es un cometa que nos deslumbra. Los cuerpos celestes ignoran las distinciones morales.

Carol Reed quería a Jimmy Stewart para interpretar a Holly Martins, y a Cary Grant para hacer de Harry Lime, pero ambos actores tenían otros compromisos. El azar descartó una combinación poco afortunada, pues Cary Grant resultaba demasiado simpático para encarnar a un cínico como Lime, y cuesta trabajo imaginar a Stewart en la piel de Martins, un perdedor nato. También se habló de Nöel Coward para encarnar a Holly, pero no fue posible. En cambio, no hubo ninguna duda con Alida Valli, que hizo de Anna Schmidt, la amante de Lime. Reed disimuló su belleza con una gabardina enorme que ocultaba su figura y unos deslucidos zapatos de cordones. No deseaba que la actriz pareciera una nueva Ingrid Bergman, sino una mujer desdichada que se ha enamorado del hombre equivocado. Graham Greene era partidario de un final relativamente feliz, donde se insinuara que Anna podría corresponder a Holly, perdidamente enamorado de ella, pero Carol Reed consideraba que un desenlace de estas características rompía la atmósfera dramática de la trama. A fin de cuentas, la película se inscribía en la tradición del film noir y albergaba un fondo existencialista. Lo trágico y absurdo prevalecían sobre cualquier forma de equilibrio o armonía. Los personajes vivían bajo el signo de la fatalidad y no podía haber un mañana para ellos.

Carol Reed también acertó con la banda sonora. Descubrió al músico Anton Karas en una taberna vienesa, tocando la cítara. Seducido por lo que escuchó, le propuso que se instalara en el Hotel Astoria y realizó varias grabaciones, pero cuando volvió a Londres e intentó encajar música e imágenes, no le convenció el resultado. Invitó a Karas a Londres y le pidió que compusiera la banda sonora, obligándole a trabajar catorce horas al día durante doce semanas. Karas acabó pensando que se había convertido en el rehén de un loco. Cuando concluyó, un incendio en la sala de edición destruyó la mayor parte del material, por lo cual tuvo que empezar de nuevo, pasando otra vez por las agotadoras jornadas de trabajo que le imponía un enloquecido Reed, cada vez más obsesionado por su película y pasado de vueltas por el abuso de las anfetaminas. Al finalizar, Karas visitó la Abadía de Westminster y encendió una vela, agradeciendo a la providencia que hubiera terminado la tortura. La experiencia había sido abrumadora, pero le cambió la vida. El single de la banda sonora, “The Harry Lime Theme”, se mantuvo tres meses en el TOP 40 de los Estados Unidos. Después, Karas publicaría un LP con otras canciones. Con los beneficios, abriría en Viena una taberna a la que llamaría -como era previsible- El tercer hombre.

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Antes del rodaje de la película, Greene, con experiencia como crítico de cine, había manifestado su interés por trabajar con Carol Reed, al que admiraba como cineasta. En su guion, que más tarde se publicaría como novela corta, Lime y Martins eran británicos, y no se escatimaban los comentarios sarcásticos sobre el carácter estadounidense, lo cual irritaba profundamente a Selznick. El extravagante productor impuso que Cooler,uno de los villanos más repelentes, fuera rumano y no americano, cambiando su nombre por Popescu (Siegfried Beuer). En la novela, Calloway asumía el papel de narrador. En el cine, se le despojó de esa función. En la versión británica, se empleó la voz de Carol Reed como narrador anónimo, algo que añadía misterio a una historia cuyo centro era un muerto, es decir, un personaje al que sólo se conocía indirectamente hasta su inesperada aparición, un giro sorprendente donde Lime, redivivo, parecía un fantasma, al menos durante los primeros instantes, cuando su figura se desvanecía en el centro de una plaza con un quiosco. En la versión estadounidense, Selznick acordó que fuera Holly Martins quien contara en retrospectiva su peripecia, suprimiendo el halo misterioso de una voz sin una identidad clara. Quizás uno de los mayores méritos de la película reside en su carácter alusivo. Muchas veces experimentamos “la inminencia de una revelación que no se produce”, de acuerdo con la famosa fórmula acuñada por Borges para definir el hecho estético. Harry Lime parece un espectro, cuya sombra huye por una pared de Viena, mientras Martins le persigue estupefacto, intentando digerir su reaparición en el mundo de los vivos. La cámara se demora en sus zapatos hasta que una explosión de claridad nos muestra su rostro burlón, desdibujando la frontera que separa a la vida de la muerte. Cuando Martins se declara a Anna, sólo obtiene como respuesta un silencio. No necesita más. Una omisión es más contundente que una negativa explícita.

Anna es quizás la figura más trágica de la trama. En una ocasión, Holly logra que sonría. Reconfortado, se muestra dispuesto a realizar piruetas o a decir disparates para conseguir que ría otra vez. La respuesta de Anna no puede ser más desoladora: “No tengo ánimos para reírme dos veces”. Aunque sabe que Harry la ha traicionado, no le guarda rencor. Piensa que sus actos no están inspirados por la malicia, sino por la inmadurez: “Nunca se hizo mayor. Fue el mundo el que envejeció”. Holly también es inmaduro. Alegre y simplón, bebe demasiado y sus ojos siguen con la mirada a las chicas bonitas que se cruzan en su camino. En la novela, Holly se llama Rollo. Joseph Cotten rechazó el nombre, pues le pareció que insinuaba una homosexualidad reprimida.

Lime es el eterno insatisfecho. Sólo le mueve el anhelo narcisista de poner a prueba su inteligencia. “Siempre quería saber si era capaz de hacer una cosa -refiere Martins-, pero esa cosa, una vez hecha, dejaba de interesarle”. Greene insinúa que todos los hombres están escindidos en dos personalidades opuestas. Rollo es alocado e infantil; Martins, reflexivo y sensato. Lime aprecia más a Rollo, pues su imprudencia le hace más humano. O dicho de otro modo: más vulnerable a las tentaciones. El catolicismo de Green salpica la trama. Cuando Holly visita al doctor Winkler, se topa con un extraño crucifijo, con los brazos extendidos hacia arriba. Winkler le explica que es un crucifijo jansenista. Los brazos apuntando al cielo manifiestan que Cristo murió por unos pocos elegidos, no por todos los hombres. Es una idea inaceptable para Greene, que en El poder y la gloria (1940) describe la muerte en la cruz como un sacrificio por toda la humanidad, incluidos los individuos más mezquinos y depravados. Martins se desplomará al conocer la perversidad de Harry. Saber que traficaba con penicilina destruye una parte importante de su pasado. Sus recuerdos ya no aparecerán bajo la misma luz. Averiguar la verdad sobre su amigo le hará comprender que “el mal se parece a Peter Pan… posee el privilegio horrible y espantoso de la juventud eterna”.

Selznick suprimió una frase donde Anna confesaba que soñaba con Harry, haciéndole el amor. Carol Reed intentó burlar esa forma de censura, mostrando a Anna en el dormitorio de Harry completamente familiarizada con sus fotografías y adornos, lo cual indicaba que había pasado muchas noches allí. Anna duerme con los pijamas de Lime, ha adoptado a su gato y se arregla el pelo con sus peines. El gato no aparece en la novela. Fue una idea de Reed, que le ayudó a preparar la irrupción de Harry en un portal con una negrura de ultratumba. En el cine, las grandes obras son el fruto de un trabajo colectivo. La literatura parece algo estrictamente individual, pero lo cierto es que nunca se parte de cero. Aunque no lo menciona, se sospecha que Greene utilizó como fuente de inspiración la novela policíaca La máscara de Dimitros, del británico Eric Ambler. Publicada en 1939, narra la progresiva fascinación del escritor Charles Latimer por un peligroso delincuente internacional, ahogado en el puerto de Estambul. Alexander Korda fue quien encargó el guion a Greene, que ya había demostrado su talento para las tramas policiales con Brighton rock (1938) y El agente confidencial (1939). Greene viajó a Viena, donde pasó varias semanas con la mente bloqueada. Una conversación casual le reveló la existencia de una sección de policía dedicada a patrullar por las alcantarillas, refugio de delincuentes e individuos poco recomendables. El espectáculo del mercado negro le proporcionó la idea principal. Greene opinaba que el filme era mejor que el cuento, pues era “el cuento en su forma definitiva”. De hecho, publicó el texto en 1950, después del estreno, conservando el desenlace que había descartado Reed.

El tercer hombre es una historia con un amargo sabor neorrealista. Nos muestra las heridas de la guerra en una Europa destruida por los delirios utópicos del totalitarismo. Anna es una de esas mujeres que deambulan entre las ruinas, abocadas a comerciar con su cuerpo para sobrevivir. Su vida quedará destrozada por el recuerdo de Harry. Sucederá lo mismo con Holly, desengañado de sus fantasías juveniles. Superar su inmadurez significará caer en la infelicidad. Es improbable que siga escribiendo novelas del Oeste y no tiene talento para ser Joyce. Se ha dicho que Reed abusó de los planos inclinados, quizás influido por Orson Welles. William Wyler se burló de esta forma de rodar, enviándole un nivel. Conviene destacar que cuando filma a Alida Valli, Reed evita las angulaciones, salvo que haya otros personajes. Su propósito era captar la belleza clásica de la actriz, transmitiendo melancolía, no angustia. En cambio, Harry se mueve por terrenos abruptos. Es un ser de las cloacas, una criatura tan dañina como las bombas que han reducido Viena a escombros. Sin embargo, Anna le ama hasta despreciar la oportunidad de escapar al cerco de los rusos. La escena en que deja partir el tren que la sacaba de la ciudad, arrojando al suelo el abrigo que Martins había colocado en sus hombros para protegerla del frío, desprende una dignidad que contrasta con el oportunismo de su amante.

El tercer hombre fue un éxito. Obtuvo el Gran Premio del Festival de Cannes de 1949 y un Óscar a la Mejor fotografía por el magnífico trabajo de Robert Karsker. Orson Welles necesitaba dinero para realizar sus proyectos cinematográficos y prefirió cobrar 100.000 dólares, renunciando a los royalties. Una decisión que lamentaría toda su vida. No puedo acabar sin mencionar a Mr. Crabbin (Wilfrid Hyde-White), responsable de las actividades culturales organizadas por el mando británico. Crabbin confunde a Martins con un escritor serio, invitándole a impartir unas conferencias. En una conversación ocasional, Mr. Crabbin describe la muerte como un contratiempo, lo cual sorprende a Holly. En una trama donde los muertos gravitan poderosamente sobre los vivos, se agradece una nota de humor inglés. No fue una ocurrencia de Welles, sino de Carol Reed, al que sería injusto recordar como un simple artesano.

Los mitos se construyen con hipérboles. A los críticos nos corresponde la triste tarea de situar las cosas en su justa perspectiva. Es un trabajo tan ingrato como descubrir que un viejo amigo nos ha engañado o que la mujer a la que amamos no ha reparado ni el color de nuestros ojos, como le sucede a Anna con Martins. No debemos apenarnos, pues -como dice Harry- “hay que saber perder”. Tal vez esta es la lección última de El tercer hombre, un clásico que marcó a mi generación, cuando una buena película en horario de máxima audiencia en uno de los dos canales de televisión constituía un acontecimiento que propiciaba estimulantes e interminables conversaciones al día siguiente.

@Rafael_Narbona

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