Entreclásicos por Rafael Narbona

Novalis: loada seas, noche oscura

6 noviembre, 2018 09:06

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Novalis[/caption]

Se ha comparado a la Ilustración con una antorcha que propaga la oscuridad de forma involuntaria. Su propósito es espantar a los fantasmas, pero sólo consigue ahuyentar al espíritu. La luz de la razón no es la aurora de un mundo nuevo, sino el presagio de un mundo desencantado. “La tierra enteramente ilustrada –escriben Adorno y Horkheimer al inicio de su Dialéctica de la Ilustración (1944)- resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad”. El Siglo de las Luces no ha engendrado el reino de la libertad, sino un lamento desesperanzado. El Romanticismo surgió como una respuesta del espíritu contra la hegemonía de una razón que había despojado a la realidad de misterio, y había reducido el arte a la fría perfección de una regla basada en límites y preceptos. Los románticos orientan su mirada a la búsqueda de lo infinito, absoluto e ilimitado, distanciándose de la poética de la armonía y la proporción del neoclasicismo. Novalis, una de las plumas más clarividentes del Romanticismo alemán, no busca la verdad en el mediodía, morada de la razón, sino en la noche oscura, donde habita la poesía, que es “lo absolutamente real”. La razón está confinada en el tiempo; la poesía vive en la eternidad.

Hijo de un pequeño propietario rural procedente de la baja nobleza sajona, Friedrich Leopold von Hardenberg nació en 1772 en Oberwiederstedt, Franconia. Friedrich escogió como pseudónimo literario Novalis, un antiguo nombre de la familia, cuya etimología apuntaba hacia una tierra virgen y fértil. En alguna ocasión, mencionó que le gustaría ser recordado de ese modo, es decir, como el autor de una obra preparada para acoger las semillas de la posteridad. Segundo de once hermanos, fue educado en el pietismo por un padre vinculado a la Hermandad de Moravia, la iglesia evangélica pre-luterana más vieja de Europa. Estudió en la Universidad de Jena, donde entró en contacto con Friedrich Schiller y Karl Leonhard Reinhold. En 1792 inició su amistad con Friedrich Schlegel y Fichte, que influirían notablemente en su concepción de la poesía. De Schlegel aprendería la necesidad de realizar una síntesis entre la civilización grecolatina y la civilización cristiana para alumbrar una nueva era del espíritu. Fichte le enseñaría que la verdad no es un dogma, sino una experiencia interior. Si quiere encontrar el bien y la belleza, el poeta debe mirar hacia adentro. Después de licenciarse en Derecho, Novalis consiguió una plaza como funcionario en la dirección de las minas de sal de Weißenfels. Durante un viaje oficial, conoció a Sophie von Kühn. Sólo necesitó una hora para enamorarse de una joven, casi una niña, que moriría de tuberculosis dos años más tarde. Se ha discutido mucho sobre la huella que dejó Sophie en su poesía, particularmente en los Himnos a la noche, compuestos en 1797 y publicados en 1800. Algunos críticos han minimizado su importancia, pero es indudable que la trágica experiencia fortaleció las tendencias místicas de Novalis. El 13 de mayo de 1797 escribe en su diario: “Al atardecer fui a ver a Sophie. Ante su tumba me sentía indescriptiblemente contento. Momentos de fulgurante entusiasmo. Sentía que ella estaba cerca de mí y creía que de un momento a otro iba a aparecer”. Los Himnos a la noche no pueden explicarse como una simple elegía a la amada arrebatada por la muerte, pero es indudable que Sophie desempeña un papel simbólico semejante al de la Beatriz de Dante. Ambas actuarán como guías espirituales en un camino de perfección que parte del amor humano y desemboca en el amor divino. Novalis se reencontrará con la amada en la noche oscura y ascenderá con ella hasta la aurora de la eternidad, desterrando el “viento del norte” que había expulsado a los dioses de la tierra.

A pesar de su educación protestante, Novalis se sentía fuertemente atraído por el catolicismo. En su ensayo Cristiandad o Europa (1799), esboza la utopía de una comunidad de fe en Occidente impregnada por el espíritu de la Edad Media. “Hay que volver a la antigua fe católica”, escribe, fantaseando con la unidad espiritual de un continente divido por las disputas religiosas. En sus Cánticos espirituales (1799), invoca la beatitud del “ángel que sostiene / la cenefa del Velo de la Virgen”. Novalis entiende que María, madre de Dios, aplaca nuestra sed de infinito y nos hace saborear el dulce vino de la eternidad. Encarna la fidelidad perfecta, pues acompañó a su Hijo en las tinieblas del Gólgota, cuando sus discípulos –salvo Juan y María de Magdala- se escondieron, pensando que la cruz ponía de manifiesto el fracaso del nuevo reino anunciado por su maestro. Conmovido por su ejemplo, Novalis escribe: “Si todos te abandonan / yo, Señor, te soy fiel; / no digan que en la tierra / murió la gratitud”. La poesía de Novalis bebe de la mística de Jacob Böhme, un luterano que exaltaba a la Virgen y con una visión panteísta del cosmos. Böhme, propietario de un taller de zapatería, observó un día el brillo de un plato de estaño que colgaba de la pared. El fenómeno le hizo comprender que la luz necesita a la oscuridad para revelarse, que la historia del cosmos es una lucha ininterrumpida entre el bien y el mal, y que Dios envió a su Hijo para que la humanidad pudiera volver a comer los frutos del árbol de la vida.

En los Himnos a la noche, Novalis se aproxima a Hölderlin, expresando su pesar por el exilio de los dioses de la Antigüedad,  pero considera que han regresado bajo otra forma. Cristo y la Virgen María son la manifestación definitiva de lo divino, la teofanía que marca un punto de inflexión en la historia. Cristo es la luz que acaba con la muerte, la nueva alianza que permite regresar a la Casa del Padre, la “Patria antigua”, el “Hogar” perdido por el pecado original. “En plena Aufklärung –escribe Américo Ferrari- Novalis niega para el hombre toda posibilidad de salvarse en la historia y fuera de Dios”. Novalis no pretende ser un poeta griego, sino un paladín de la cristiandad. Los seis Himnos a la noche son textos híbridos que combinan prosa y poesía, exhibiendo un exquisito sentido del ritmo y una imaginación portentosa para la metáfora y la intuición lírica. Comienzan celebrando la luz, “júbilo del universo”, “alma íntima de la vida”. Novalis describe un universo vivo donde los planetas y las piedras respiran, los astros danzan en el “piélago azul” y las criaturas se transforman incesantemente bajo su “celeste aureola”. La luz es el alimento del “egregio extranjero de ojos pensativos y labios tiernamente entrecerrados en los que abunda el canto”. Novalis se retrata a sí mismo como el joven enfermizo que era, volcado en la poesía y atormentado por un cuerpo frágil. El preámbulo solar recuerda el poderoso tejido sonoro de la Sinfonía Júpiter de Mozart, con su final impetuoso, elaborado y complejo. La luz es la apoteosis de la vida, una melodía intensa y apasionada que desafía al reino de la noche. La noche aparenta ser el imperio de la muerte. Cuando el sol se oculta y el mundo yace en “una honda cripta”, la melancolía se apodera del “egregio extranjero de ojos pensativos”, despertando la fantasía de “precipitarse en el rocío y amalgamarse con las cenizas”. Todos los recuerdos acuden “vestidos de gris”, abrumados por el temor de que la luz haya levantado sus “tiendas de alegría” en un lugar remoto, descartando la posibilidad de regresar. Novalis se pregunta si la luz se ha olvidado de sus hijos, que esperan su vuelta con “la fe de la inocencia”. Su aflicción se aplaca al descubrir que la noche es “un bálsamo precioso”, un goteante “ramo de amapolas” con un suave canto maternal. Emocionado por su hallazgo, exclama: “¡Qué pobre, qué pueril me parece entonces la luz!”. Novalis emprende su “misteriosa ruta hacia adentro” (geheimnisvoller Weg nach innen), su lema filosófico y vital. Esa senda misteriosa es el camino que conduce a la eternidad, pero no es un itinerario luminoso, sino una peregrinación entre sombras.

No me parece injustificado establecer un paralelismo entre el viaje por la oscuridad de Novalis y el mar de niebla contemplado desde la cumbre de una montaña por el caminante del famoso cuadro de Caspar David Friedrich, Der Wanderer über dem Nebelmeer, 1818. El caminante –probablemente el mismo pintor- no se limita a observar. De espaldas, vestido de negro, con una pierna adelantada y un bastón en la mano derecha, sabe que esos picos que emergen de la bruma no son simples accidentes geográficos, sino manifestaciones del espíritu. La naturaleza nos revela el infinito, la fuerza creadora del cosmos, que produce incansablemente formas, sonidos y silencios. Dios está en ese mar de niebla, soportando lo puramente contingente y relativo. No está por encima de la materia, sino dentro, mezclado con ella, impulsando su despliegue. Es el origen, centro y meta del devenir. Caspar David Friedrich pinta mirando hacia su interior. Su cuadro no es un ejercicio de paisajismo, sino una forma de comunión con el todo. La roca sobre la que se asienta el caminante simboliza la consistencia de la fe. Es el punto de Arquímedes de la existencia humana, el pilar sobre el que se alza la esperanza y la expectativa de un sentido trascendente. Las montañas del fondo representan la eternidad hacia la que peregrina el pintor, guiado por sus profundas convicciones religiosas. Aunque creció en un hogar protestante, La Cruz en la montaña o Altar de Tetschen (1807) pone de manifiesto que la sensibilidad de Caspar David Friedrich no está lejos del catolicismo. Su cruz en lo alto de una montaña participa del anhelo de Novalis de una cristiandad nuevamente unida. Clavado en el madero, Jesús mira hacia el sol poniente, imagen del Padre Eterno. Es cierto que se aproxima el ocaso, la oscuridad, pero eso no significa que la humanidad soporte la amenaza de un desamparo inminente. Dios no nos abandona. Simplemente, se esconde para que lo busquemos en la noche oscura, donde la fe madura y se fortalece. Es la primera enseñanza de los seis Himnos de Novalis: “las esferas luminosas”, los “brillantes luceros” de la noche anuncian “el retorno” de la luz.

Lo divino se oculta para abrir en nuestro interior unos “ojos infinitos”, cuya mirada sobrevuela el mar de niebla que separa al peregrino de las montañas del fondo. Conviene recordar que -represente o no al artista- el caminante del cuadro de Caspar David Friedrich adelanta una pierna en actitud de marcha. Los “ojos infinitos” penetran en lo más hondo y saben que “la noche es la vida”. Es necesario sumergirse en la oscuridad para que se abran las puertas del cielo y “las mansiones de los bienaventurados”. El Himno III muestra las penalidades de la noche, una vía ascética de purificación que hace llorar amargamente, exaspera el sentimiento de soledad y produce una angustia intensa. Sin embargo, ese dolor cura y restituye la vida. El desconsuelo se convertirá en dicha cuando reaparece transfigurado el rostro de la amada. Sophie es “el umbral de la vida nueva”: “La eternidad reposaba en sus ojos”. No únicamente la amada perdida, sino el camino espiritual que llevará al poeta hasta el anhelado encuentro con el amor divino. En el Himno IV la noche ha devuelto al alma la tranquilidad perdida: “Siento en mí una divina lasitud”. El poeta ha vislumbrado “la tierra nueva”, tras un “largo y penoso” peregrinaje hasta “el santo sepulcro”. La tumba de Sophie no es un simple enterramiento, sino el escenario de una revelación. Novalis descubre que la luz ha levantado sus “tiendas de alegría” en lo alto. El fruto de la noche es “el amor creador”. La noche es madre y esplendor. Su oscuridad santifica el mundo y prepara el bienaventurado regreso de lo divino. De sus cenizas renacerá incombustible la Cruz, “estandarte triunfal de nuestra raza”. La noche se extinguirá en la “llama del amor” y el poeta se adentrará en el seno del Amado, durmiéndose en su regazo. En el Himno V se despeja claramente la identidad del Amado. Al igual que San Juan de la Cruz, Novalis reserva ese nombre para Cristo. Con su Encarnación y Resurrección, finaliza el tiempo de penuria de un mundo deshabitado por lo sagrado. La noche acogió a lo divino en su seno fecundo para construir “la poética choza de la pobreza”, donde nacería un niño de la “primera mujer virgen y madre”.

Novalis no se deja intimidar por las luces de la razón. No cae en la tentación de desmitologizar el nacimiento y la infancia de Cristo. Habla de la estrella y los Reyes que llegaron de Oriente para ofrendar al recién nacido “oro, perfume y sahumerio, perfumes de la naturaleza”. No quiere combatir los mitos, sino conciliar el legado grecolatino con la herencia cristiana. Por eso, nos habla de un aedo “nacido bajo el cielo sereno de Grecia” que viajó hasta las lejanas costas de Palestina para “entregar por entero su corazón al milagroso niño”. Novalis emplea el verso para que el aedo se exprese ante el recién nacido: “Feliz aurora de alta humanidad. […]  / Tú eres la muerte y eres la salud”. El niño morirá en plena juventud, pero enterrará con sus manos el mundo viejo y fijará “la piedra que ya ninguna fuerza será capaz de levantar”. Desde entonces, ya no hay miedo ni tormento. “Y nuestro sol, el único, / es la faz de Dios”. No conoceríamos ese sol sin nuestro doliente viaje por la noche, que hizo de partera de una nueva era. “Loada seas, noche eterna”, que nos ha permitido hundirnos en el seno del Padre, sentir su calor y su cobijo. Es inevitable pensar el epitafio que Miguel de Unamuno hizo grabar en la lápida de su nicho en el cementerio de Salamanca: “Méteme, Padre eterno, en tu pecho, /  misterioso hogar. / Dormiré allí, pues vengo deshecho / del duro bregar”. Se trata de la última estrofa de su poema “Salmo III”.

Novalis murió al mediodía del 25 de marzo de 1801 en la casa de los Hardenberg en Weißenfels. Se encontraban a su lado su hermano Karl y Friedrich Schlegel. A pesar de su tuberculosis pulmonar, había pasado la mañana hablando animadamente de escribir la segunda parte de su novela Heinrich von Ofterdingen, donde había anotado: “Anhelo contemplar la flor azul. No se aparta de mi mente, y no puedo escribir ni pensar sobre otra cosa”. La flor azul simbolizaba el infinito y la redención por el arte, el amor y la fe. Quizás el último pensamiento de Novalis fue para la flor azul. O para Sophie, la niña virgen que le mostró el camino hacia la luz y cuya inspiración se atisba en los versos dedicados en los Himnos de la noche a la madre del Niño Dios: “María, a ti se elevan / miles de corazones, a ti sólo / te buscan en la vida de sombras. / Presienten anhelantes la salud: / estréchalos, divina, / contra tu pecho fiel”.

La antorcha de la Ilustración sigue esparciendo oscuridad, pero la poesía de Novalis no ha cesado de irradiar luz, proclamando que la esperanza no es una ilusión, sino el fruto más dulce de un largo viaje por la noche.


Nota bibliográfica:

Himnos a la noche. Edición bilingüe de Américo Ferrari. Barcelona, Círculo de Lectores, 2001.

 

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