Me siguen llegando notas de prensa de establecimientos que te llevan a casa la mejor tortilla del mundo, la mejor hamburguesa de la ciudad, o ese menú que te da pereza preparar. ¿Son restaurantes? ¿Son un pájaro? ¿Son un avión? No, son cocinas fantasma.

Además, son insistentes, oye. Que hable de ellos. Que los saque en los medios donde trabajo. Que, si quiero, me mandan comida a casa para que la pruebe. No, ni ganas. Pero ¿queréis que hable de vosotros? Pues aquí tenéis mi opinión: no me hacéis ni pizquita de gracia.

Si no tenía suficiente con las cocinas fantasma, que a veces vienen de la mano de restaurantes que apuestan por este modelo de negocio, ahora también tenemos el supermercado fantasma, aunque de supermercado nada. Es un almacenito y arreando.

Los supermercados fantasma llegan, además, haciendo una competencia voraz trituranegocios: si la compra no está en tu domicilio en 10 minutos, te regalan tres meses de envíos gratuitos. Bien ahí esa maquinaria del capitalismo. Por un lado, el capitalismo nos da todo el entretenimiento para que, por otro, nos sintamos tan ocupados que no tengamos tiempo para atender nuestras necesidades más básicas: hacernos la comida o salir a buscarla. De esta manera, no nos quedará otra que pagar gustosamente lo que nos pidan para que podamos seguir mirando vídeos de influencers vendiéndonos basura en Instagram, di que sí.

Me gusta que existan supermercados y mercados cerca de mi casa. Como también que siga abierto el restaurante que prepara tortillas para tomármelas en su terraza o llevármela a casa. Quiero que los empleados de esos negocios mantengan sus puestos de trabajo, que haya cocineras que cuando sacan la ración de bravas asoman la cabeza por la ventanita y le preguntan a la clientela qué tal los niños; que ese camarero que tira la caña, las cajeras, reponedores, los fabricantes de menaje y mobiliario de restauración y el personal de limpieza de todos esos establecimientos no tengan que hacer eso de “reinventarse” porque nuestra pereza se materializa en su carta de despido.

Qué cosas más raras tengo. Me gusta vivir en una ciudad bulliciosa, con sus negocios abiertos a pie de calle, no en Gattaca.

Me da calor, del bueno, pasar por un barrio con jaleíllo comercial y que cuando después de unos días sin ir a un establecimiento, la dependienta se dirija a ti por el nombre y te pregunte si has estado de viaje o si has tenido mucho trabajo. Me gusta que las ciudades tengan personalidad y que, si no tenemos un rato para cocinar en casa, en vez de llamar a la cocina fantasma, tengamos un bar donde nos ponen la mesa y nos sirven la comida en platos de verdad.

Me hace gracia, de la mala, cuando alguien dice que no tiene tiempo ni para hacer la compra, y lo dice desde alguno de sus dieciocho perfiles sociales religiosamente actualizados cada cinco minutos.

La próxima vez que me llegue una nota de prensa de alguna de estas cosas fantasma, le contestaré aquello que dijo el personaje de Bill Murray en Los Cazafantasmas: “Para mí es una regla no involucrarme con gente poseída. En realidad, es más una pauta que una regla”.