No sé en qué momento se estableció lo de “freír un huevo” como sinónimo culinario de hacer la o con un canuto. Cualquiera que recrimine la poca traza de alguien en la cocina con esa frase, “no sabe ni freír un huevo”, es que realmente o no ha frito un huevo en su vida o hace mucho tiempo que frio el primero.

Evidentemente, cuando uno ya se ha iniciado en los fogones, lo de freír un huevo no es alta cocina, claro que no. Pero como ese primer beso o la primera vez que ves el mar (si es que conociste el mar ya crecidito y con uso de razón), el primer huevo frito por ti lo recuerdas, vaya que si lo recuerdas. Y si no tienes ese momento grabado a fuego, es porque tu cerebro ha borrado la experiencia como mecanismo de defensa para que no llegue a trauma.

Cuando eres un novato absoluto en la cocina y decides calmar tu hambre con algo sencillito, es decir, un huevo frito, tiendes a liarla. Sacas un huevo de tu nevera, generalmente colocado en la puerta, en esas hueveras que hacen los fabricantes de frigoríficos para generarnos toda la confusión. Plim, plim, lo cascas en el borde del plato, lo abres y “¡Ups! Ha caído una cascarita”. Metes tus dedicos en la clara para sacar esa escama de la cáscara, pero la jodida tiene vida. Se mueve por todo el plato y tú detrás, con tus dedos en pinza, como un niño comiendo guisantes. La tienes, pero no. Se te escurre y no sale del plato. Decides recurrir a una herramienta de precisión para sacarla: un tenedor. Con tan mala suerte, en la persecución pinchas la yema, que se empieza a mezclar con la clara. “Mira, así se queda, esto le dará un contraste crujiente al huevo. Huevo frito a la cáscara”. Premio Nacional de Gastronomía.

Luego coges una sartén. ¿Cuál? Pues la que sea, qué más da, es para freír un huevo. Así que eliges una pequeña que lleva en tu casa desde que se fundó el edificio. O una tan grande que, si la llenases de agua, podrías hacerte unos largos en ella. Le echas aceite de oliva virgen. La dejas un poco al fuego, y te pones a ver qué ha pasado en Twitter. La señal es cuando falte un minuto para que la cocina esté en llamas. Ahí es el momento de echar tu huevo. Ese maravilloso acontecimiento transforma al huevo en una mascletá. Así que te retiras, tienes miedo y haces lo que hace un adulto cuando la vida le sobrepasa, llamar a su madre: “Oye, mamá, es que, mira, estoy friendo un huevo…”.

Te dice que le vayas echando un poco de aceite por encima para que se haga un poco la yema y la clara no quede babosa. Así que coges un utensilio de mango largo y, en la distancia, te marcas un César Millán amaestrando un perro rabioso. Te proteges de la furia del huevo con una tapa de sartén como escudo, mientras juras que, si sales de ésta, irás a hacer testamento. Con ese tenedor largo de la barbacoa vas dándole toquecillos al aceite. Ya está, ahora hay que sacarlo. Retiras la sartén del fuego, coges una espumadera, intentas meterla por debajo para cazar el huevo. El huevo, ya en la espumadera, hace amago de irse. Luego que no, que se queda. Y tanto se queda, que se pega en la espumadera y no hay manera de meterlo en el plato. “¿Quién le ha puesto velcro a este cacharro? Pues me lo como en la espumadera”, piensas. Huevos al crujiente servidos en espumadera. No vas a Masterchef porque no quieres.

Y al final, ahí está. Ese proyecto de huevo frito, pero es tuyo y tampoco está tan malo.

Así que no, freír un huevo no es tan fácil. Y si quieres hacerlo bien, es mejor que no tengas los huevos en la puerta de la nevera, porque es la parte del frigorífico que más cambia de temperatura. Luego aprendes que cuando los huevos están muy frescos están bien compactos, si tocas la clara con un dedo y la arrastras, ves como todo el huevo se mueve como si fuese de una pieza.

Es mejor freír en una sartén donde el huevo tenga espacio, pero no sea una pista de baile, para que puedas controlarlo mejor y no necesites un litro de aceite. Y que el aceite sea de oliva virgen, no hace falta que sea extra, pero sí que sea nuevo y esté bien caliente, sin que esté a punto de arder. ¿La cantidad de aceite? Un dedo de espesor. Que la sartén y la espumadera sean antiadherentes es el 50 % del éxito. Y el otro 50 % diría que está en que justo cuando pones el huevo en la sartén, le añadas la sal y comiences a echarle el aceitito por encima hasta que la clara quede bien hecha y la yema tenga lo que tiene que tener: la mejor salsa del mundo, la de un huevo frito hecho en su punto.