Según el historiador bizantino Procopio de Cesarea, la culpa de que el último emperador romano de Occidente, Valentiniano, fuera tan inepto y precipitara la perdición del imperio que había recibido (los efímeros emperadores que le sucedieron en el trono ya no fueron capaces de levantarlo) fue de la educación “afeminada” que había recibido de su madre, la emperatriz Gala Placidia.

Procopio ignoraba las modernas reglas de la corrección política y era ligeramente misógino (basta leer el retrato que hace en su Historia secreta de Teodora, la emperatriz bizantina consorte de Justiniano), lo que quizá le llevó a despachar un juicio que se nos antoja simplista, además de inconveniente.

Sin embargo, su testimonio es una muestra de cómo los grandes fracasos históricos apremian a buscar un culpable, ejercicio este que siempre se acaba realizando y que no puede eludirse, especialmente, cuando el fracaso deja al aire todas las vergüenzas. El tiempo dirá si Joe Biden es el último emperador americano de Occidente, y si los chinos, como a Roma el empuje de los hunos y de los vándalos, han conseguido apear a Estados Unidos en Afganistán de ese imperio que ha durado un siglo. De lo que caben pocas dudas es de que la retirada por él ordenada, y su escalofriante forma de justificarla, van a ser argumento de peso para cargarle con la factura histórica del hundimiento. 

Puede que sea injusto. A fin de cuentas, se ha limitado a ponerle una cinta al desastroso paquete que le dieron armado sus tres predecesores, los republicanos Bush y Trump y, sobre todo, el Premio Nobel de la Paz, que gestionó la guerra afgana, con los resultados que saltan a la vista, durante más tiempo que ningún otro. Logró matar a Bin Laden. Parece que nada más.

Pero volvamos a lo peor de todo, que no es lo del fracaso, accidente al que todos los humanos estamos abocados más que expuestos, sino sufrirlo de una forma vergonzosa: tanto que por momentos, y los momentos empiezan a ser ya a estas alturas de la pax talibán unos cuantos, llega a parecer indigna. Que se haya perdido la guerra contra unas decenas de miles de tipos con turbante en la cabeza, viejos AK-47 en una mano y el Corán en la otra, pese a oponerles drones, satélites y soldados equipados como Robocop, no es tan desolador como la manera en que se ha dilapidado el crédito de Estados Unidos y de Occidente. 

Que la evacuación de una parte ínfima de los afganos que creyeron en las promesas occidentales de regeneración, progreso y apoyo se haga desde una especie de Dien Bien Phu gigante y encapsulado en el aeropuerto de Kabul, teniendo que recurrir a la dudosa piedad de los estudiantes coránicos, es un escándalo de precariedad e imprevisión en la primera potencia del mundo. Que haya embajadas europeas que se hayan vaciado sin alertar antes a sus trabajadores afganos, y cortándoles el acceso a las cuentas de correo electrónico para no oír sus gritos de socorro, desgarra el alma y obliga a sentir vergüenza ajena y propia. 

Que la UE tardara varios días en convocar una reunión de Zoom, de la que salió la nada y los balbuceos de entendimiento con los bárbaros de su responsable de Exteriores, abruma y humilla a quienes alguna vez creyeron que Europa podía forjar una unión que la llevara a ser algo en el mundo. Ahí está cada país, por su cuenta, con sus aviones y comandos, negociando aterrizajes con Estados Unidos y pasillos con los talibanes. 

También tenemos los españoles nuestra cuota. No vamos a sacar a todos los hombres y mujeres que confiaron en nosotros. Los vamos a dejar, sobre todo a ellas, a merced de la atrocidad, ante el silencio atronador, o el sollozo tardío, de alborotadores por minucias. Un embajador cesado, unos hombres y mujeres de uniforme: sólo ellos nos salvan la poca cara que nos queda.