Muy pocos paseos prohíben los auriculares y obligan la libreta. Apenas quedan ciudades que arrojen un ruido más provechoso que el de los cascos, pero la pandemia ha reescrito la partitura de tal manera... ¡Ya nada suena como antes! Se puede apresar la noticia incluso con los ojos cerrados.

Son las nueve en la Puerta del Sol. Faltan dos horas para el toque de queda. Entorno los párpados junto a dos patrullas de la policía municipal. No es posible, ¿dónde está Madrid?

Qué extraño, es como si el latido de un pueblo hubiera conquistado la metrópoli. El traqueteo de los pasos, las constantes vitales de la bicicleta, el ladrido de un perro, el vuelo de una paloma, el tañido de la campana en una iglesia cerrada... Resuenan con inquietante nitidez.

Cuentan que lo de Stravinsky con las orquestas fue más revolucionario que el golpe de Lenin en 1917. El terrible Ígor situó la percusión -siempre tan en segundo plano- al frente del ejército instrumental. Algo parecido ha sucedido en Madrid. Los sonidos antes imperceptibles se han convertido en protagonistas.

El radio de un kilómetro que encorseta cada excursión -así lo ordena el famoso plan de desescalada- ha levantado fronteras entre los barrios. Siguiendo la lógica del Napoleón de Notting Hill, los distritos se han erigido en Estados independientes.

Blandiendo el salvoconducto periodístico, deambulo por Malasaña, Lavapiés, Las Letras, Ópera... Sólo les faltan una moneda y un idioma. La edad, la ropa y el acento de los peatones conforman un test infalible.

Hay un hombre negro con rastas que baila a ritmo de reggae: tenía que ser Tirso De Molina. Dos chavales gafapastas y con camisas de manga corta: la plaza del Dos de Mayo. No hay arquetipo que funcione sin realidad. Ahí estaban todos ellos, dispuestos a salvaguardar el tópico.

Cuando me acerco al Palacio Real, me doy cuenta de que he empezado a sudar. Las últimas noches que salí a escribir hacía frío. El confinamiento, que ya ha cumplido cincuenta días, nos ha robado la Transición. Ésa que nos llevaba, en un río de seda, del jersey a las camisetas.

Encuentro un hueco en la arboleda de las fuentes y las estatuas. Me siento dentro, pero en el ángulo justo para ver la plaza. Veo a la desobediencia, que se ha puesto a remojo en los bancos. Grupos de cuatro y cinco personas. Viene la policía: "Todo el mundo fuera".

-Oiga, usted también.

-¿Yo?

-Sí.

Maldita sea. Con lo rico que le sabe al pecador hacerse pasar por justo. Marché hacia ese Madrid de los faroles viejos y las luces blancas, allí donde las tascas todavía dan la batalla al esnobismo. ¡Viva Casa Paco!

Alzo la cabeza y miro al viaducto de Segovia. ¿Se habrá tirado alguien desde que comenzó la cuarentena? Alcanzo a ver esos poblados que se improvisan en las faldas del puente. ¿Cómo es la calle cuando sólo la pisan los que la duermen?

Hay algo de la libertad recobrada en nuestros andares, nuestras conversaciones y nuestras soledades -sí, veo más paseante solitario que nunca-. Es difícil de explicar... La ciudad parece más segura. Más inofensiva. Menos estridente.

En estas calles resulta imposible acordarse de esos políticos navajeros que, 25.000 muertos después, siguen incapaces de acuñar un pacto. Qué digno está el Congreso vacío, qué bien harían en morder sus dos leones.

Ya voy llegando al Paseo del Prado. La Cibeles, Neptuno... Brilla a lo lejos el templo de Los Jerónimos. Son los destellos del tango de Gardel, "el parpadeo de las luces que, a lo lejos, van marcando nuestro retorno".

Si no fuera por el ulular de las ambulancias, por los guantes y las mascarillas, me habría sentido injustamente feliz. La pandemia es silenciosa y rebrota gracias a su facilidad para traicionar los sentidos. Igual que ese beso a medianoche capaz de torcer toda una vida. "Qué febril la mirada", ya son las once, es la hora de "volver".