Nada más lejos del ánimo de quien suscribe que el impulso justiciero, porque quienes llevan algo recorrido, y especialmente quienes han desarrollado parte de ese recorrido en el ejercicio profesional del Derecho, guardan en la memoria más de un caso en que ese impulso acabó dificultando, obstruyendo o incluso impidiendo el objetivo primordial de hacer justicia. Por lo dicho, no es el hecho de que una infanta de España se siente en el banquillo, per se, lo que le parece al arriba firmante una buena noticia. Es el hecho de que a la ciudadana Cristina de Borbón, a la luz de lo que sabemos del caso que la ha llevado a los tribunales y de la decisión en absoluto arbitraria del juez instructor, se le haya dado un trato que no induce a pensar que por ser hija y hermana de quienes lo es merece mayor indulgencia que la que tendría cualquier otro ciudadano en sus circunstancias.

Muchos daban por descontado que así sería. Movía a suponerlo la movilización extraordinaria de ese frente común formado por la Fiscalía, la Agencia Tributaria y la Abogacía del Estado (con una actuación discutible pero al fin y al cabo profesional de la primera y un papel desairado y bochornoso de las otras dos). Algunos, sin embargo, esperábamos otra cosa de las magistradas, tres profesionales serias y de sólida preparación jurídica, conscientes de lo que la Historia les ponía en las manos y sabedoras de hasta qué punto, en esta prueba de la Infanta, estaba en juego no sólo su credibilidad profesional, sino también la de las leyes y la administración de justicia a la que sirven.

Con su decisión, sin duda valerosa, pero antes y más allá de eso asentada en una interpretación de las leyes coherente y respetuosa con el principio constitucional de igualdad, les han prestado un enorme servicio al país y a las instituciones, en un momento en que uno y otras necesitan reforzar, si no recuperar, la estima y el convencimiento de una ciudadanía predispuesta, por múltiples razones, a la desafección y el escepticismo.

Siendo importante ese refuerzo del crédito que inspiran nuestra ley y nuestra democracia, no es menor el servicio, por paradójico que pueda parecer, que se le presta a la Corona al dejar a la Infanta sentada en el banquillo al que en su día la envió el juez instructor del caso. Si la hubieran librado, el prestigio de la monarquía habría sufrido una merma considerable, y si bien exponerla al juicio no carece de riesgos, más pernicioso habría sido dar la sensación de que hubo enjuague a su favor.

Incluso, si lo medita, la propia Infanta les debe estar agradecida. Planteada la sospecha hasta el punto en que hoy pesa sobre ella, más vale afrontar el juicio, y pelear la absolución, que recibirla como una dádiva que sólo iba a estigmatizarla.