Competían en El Ejido, la finca extremeña de los Lozano –escribí en una carta pública–toreros retirados: Ángel Luis Bienvenida, Rafael Ortega, Juan Bienvenida, José Luis Lozano, Pablo Lozano, Gregorio Sánchez… Se disputaban el Premio Domingo Ortega. Presidía yo aquel jurado, del que formaban parte el aficionado más entendido de España, Andrés Fagalde, así como Vicente Zabala, primer nombre de la crítica taurina del siglo XX.

Llegó tarde Gregorio Sánchez, aunque a tiempo para competir por el premio, que ganó Juan Bienvenida tras torear espléndidamente una becerra. “Hay un alumno de once años en la Escuela al que no tengo ya nada que enseñar”, nos dijo Gregorio para justificar su retraso. A la semana siguiente fuimos a verle torear Zabala, Andrés Fagalde y yo. Era verdad lo que decía el maestro. No había nada que enseñarle. Vicente Zabala se quedó enmudecido ante aquel niño sabio. Desde entonces he seguido su trayectoria fulgurante en el mundo taurino.

Tuve la suerte de que el alcalde Álvarez del Manzano, que sabe de toros incluso más que de política y de buenas maneras, me encargara la lección magistral de graduación en la Escuela de Tauromaquia y le entregué personalmente a El Juli su diploma. Lo he visto en buena parte de España. Podía con todos los toros, con todas las dificultades, con todos los públicos. En él se condensaba el arte y el valor. Era un cañón matando. Se convirtió en una de las figuras grandes de la Historia del Toreo. Y nunca se le subió el éxito a la cabeza. Ya torero consagrado, le he visto haciendo de peón de Ana Infante en la plaza de la Escuela, recogiendo las prendas que los espectadores tiraban a la joven novillera, al dar la vuelta al ruedo, triunfadora tras una gran faena.

Más de 25.000 personas ovacionaron al maestro que cuajó una excelente tarde. Se lo llevaron por la puerta grande

Desde su primera adolescencia he seguido a El Juli durante los largos años de su carrera. Asistí, el pasado día 30, acompañado por Víctor Zabala, a su despedida en la primera plaza del mundo, Las Ventas, que se abarrotó de un público expectante. Más de 25.000 personas ovacionaron de forma incesante al maestro que cuajó una excelente tarde. Se lo llevaron por la puerta grande.

Me produjo enorme satisfacción en su día recibir el Premio de la Fundación El Juli discernido por un jurado de nombres ilustres. Durante un cuarto de siglo El Juli ha significado en España, en Francia y en América la expresión profunda de la dimensión cultural del toreo.

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Como ha demostrado Álvarez de Miranda en un gran libro, Ritos y juegos del toro (Athenaica), el toreo hunde sus raíces en el sentimiento religioso. Así fue en el mundo hitita, en el caldeo, en el asirio, en el sumerio, en el egipcio, en el romano y en tantos otros. Animal admirado y adorado, de forma especial en las bodas por su capacidad para la fecundidad, el toro se incorpora como explica en una cantiga Alfonso X el Sabio, a las fiestas cristianas en España, de forma especial en los matrimonios. El velo de la novia se ponía en contacto con la testuz del toro y, al salir de la ceremonia religiosa, los mozos se divertían jugando con el bravo animal.

La “corrida nupcial” se transformó con los siglos en la corrida actual que está plagada de simbología religiosa. Como decía Ortega y Gasset, no se puede entender al homo hispanus sin reflexionar sobre el espectáculo de los toros que es, antes que nada, profunda expresión cultural, la fiesta del arte y el valor.

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Tras 25 años de jugarse la vida cada tarde, El Juli se retira cortándose la coleta, como a Sansón le cercenaron la cabellera, dejando atrás, en fin, el albero de las plazas con “su tormentosa fuerza enamorada”. “Es la noble cabeza negra pena, que en dos furias se encuentra rematada, donde suena un rumor de sangre airada y hay un oscuro llanto que no suena”. Ese llanto es el de millones de aficionados, de todos aquellos que aman la expresión cultural del toreo, cuando una de sus figuras inmensas se marcha lleno de fuerza todavía y de melancolía.