El poeta le dice a la amada: “Aquí te eterno”. Crea entonces un réquiem de relojes y pretende que la mujer impasible “viaje hijos míos” mientras se apresura a secar el diluvio que le cae a ella de los ojos. Lee después nerviosamente a Nervo y se abraza a la amada inmóvil. En El perfecto dejado (Mar Futura), Sebastián Fiorilli denuncia la inconstante necesidad de los necios, se aferra a las vírgenes aniquiladas y se sumerge en la poesía de Juarroz.

Durante una cena con Luis Rosales en Madrid, Octavio Paz nos habló de Juarroz, de su poesía desolada, de la insólita mirada de Laura Cerrato, tan influida por Artaud, y del disparo de su poesía vertical. Ni Rosales ni yo habíamos leído a Juarroz. No se sorprendió Octavio, pero afirmó que era uno de los grandes y que braceaba por encima de las letras de Vicente Huidobro.

Pues bien, Sebastián Fiorilli golpea sus versos con el látigo, a veces de hierro, a veces de seda, de la palabra liminar de Juarroz. Y cita el Trilce de Vallejo hasta sacudirse la tristeza y regresar a la plenitud de Pablo Neruda, es tan corto el amor y es tan largo el olvido.

Sebastián Fiorilli golpea sus versos con el látigo, a veces de hierro, a veces de seda, de la palabra liminar de Juarroz

Considera Fiorilli que su pasado “seguirá siendo una puta que se lame el paladar negro, cuando el cielo y la memoria se empiezan a nublar”. Odia el poeta la mentira cajoneada y aprende que el perfecto dejado es el que tiene miedo de no vivir la muerte que fue.

Es también el aroma de la flor que no entiende la ausencia del vagar y tropieza con uno mismo. Llega la hora de Martin Heidegger. El aliento lírico se trasvasa a la necesidad ontológica de entender el ser, de escudriñar el ente. El Sein und Zeit penetra la obra de Fiorilli, que se desborda también en El ser y la nada del Sartre empalidecido. 

[Michael Reid. La España de la incertidumbre de un historiador británico]

Los versos de Fiorilli tiemblan entonces de desolación y tristeza, humedecidos a ráfagas por Juarroz. Es injusto cuando afirma que “Lorca es un poeta menor” porque los sonetos del amor oscuro, como decía Neruda, están en la cumbre de la poesía en lengua española, porque “unidos, enlazados, boca rota de amor y alma mordida, el tiempo nos encuentre destrozados”.

Es tan largo, en fin, el olvido que el amor vestirá a la amada inmóvil de otras brisas. “Y no lo notarás”. Se escapa el enamorado a lagrimear las penas, le sacude el rebenque revolucionario porque el Che vive, patria o muerte, y siente “ganas de ser hoy lo que no fui mañana”, ya que “el mundo sigue desbocando la intrepidez desde que se entró sin permiso en las tranqueras”.

[Mayorga-Sacristán. El público puesto en pie ovacionó 'La colección']

El amor supera la desnudez del ser. El hombre dejado se hunde en la miseria y mientras lava las nubes entierra a Dios con la precisión con que acuna al mundo. Se instala luego en el polvo de la huida, rechaza los caballos relegados y sube “al tren que pasó, con unas ganas locas de no bajarse nunca”.

El poeta no visita el incienso ni el jardín de los olvidos porque escucha cómo se esconde la memoria. Quiere “ser” en el hoy como Horacio cuando recuerda a Leuconia. Carpe diem quam minimum credula postero. Lejos el ente y la fenomenología, el poeta dispara a quemarropa contra su pasado. “Tan de versos es mi herida –escribe– que dan ganas de sanar viendo cómo me muero”. 

[Fernando Valverde. Los hombres que mataron a mi madre]

El oro fatigado del pensamiento le sacude entre el temor y el temblor, porque el llanto consiste en morirse junto a “la orilla para volver a caer”. Le inunda entonces la luz y recuerda “la Divina Comedia, Dante comedido ante Dios”. Como si de un poema romántico se tratara, se clava en el suicidio. Es el pánico empotrado en el hombre del cogito ergo sum.

Sebastián Fiorilli se lamenta de que en esa patria en la que “supimos quemarnos no queda nada, ni el olor a barricada que no te animaste a levantar”. Y escribe que “no sabe gritar por los silencios… Será por eso que a algunos les cabe tanta rendición como a mí”.