Heidegger

Heidegger

Entreclásicos por Rafael Narbona

Heidegger y la distopía nazi

3 abril, 2018 09:58

Durante la posguerra europea, Heidegger sufrió la marginación reservada a los colaboradores del régimen nacionalsocialista. Expulsado de la universidad de Friburgo, no regresaría a la vida académica hasta 1950. Su adhesión a la dictadura de Hitler sólo puede explicarse como un trágico error. Heidegger interpretó la utopía nazi como un regreso a los orígenes, capaz de restituir el equilibrio entre naturaleza y comunidad destruido por una civilización basada en la instrumentalización del hombre y las cosas. Su silencio no contribuyó a romper el vínculo establecido entre su filosofía y su militancia política. Se ha llegado afirmar que su crítica de la metafísica coincide en lo esencial con los planteamientos teóricos del nacionalsocialismo. Esa supuesta afinidad es completamente ilusoria. Conviene deslindar al ciudadano -influido por un momento de crisis e incertidumbre- del filósofo. Heidegger no logró mantenerse al margen de la crisis que sacudió a la Europa de entreguerras. Sus insuficiencias como hombre no deberían inmiscuirse en la valoración de una filosofía que sigue ejerciendo una poderosa influencia en el pensamiento contemporáneo.

La obra de Heidegger se gestó en la época de entreguerras, cuando Europa aún se recuperaba de la tragedia de la Gran Guerra y todavía no lograba sacudirse el estupor ante la desaparición de la Rusia zarista. El éxito de los bolcheviques en la Revolución de Octubre despertó el deseo de emulación en los espartaquistas alemanes, que en 1919 protagonizaron un levantamiento brutalmente reprimido por el ejército. Rosa Luxemburgo perdió la vida durante esta revuelta, cuyas repercusiones contribuirían a la desestabilización y posterior desintegración de la República de Weimar. El fracaso de la II Internacional (1889-1917), que no logró imponer la doctrina del internacionalismo, dividirá a la izquierda e impulsará el sentimiento nacionalista. En 1922, Mussolini, un antiguo periodista socialista, organiza una marcha sobre Roma y se hace con el poder, implantando una dictadura fascista. Es el año en que Oswald Spengler publica la segunda parte de La decadencia de Occidente, donde se atribuye a la cultura el carácter cíclico de un organismo biológico.

La interpretación de la historia de Spengler sostenía que, después de un período de esplendor (Kultur), donde se cumple con la llamada de la “sangre” y  de la “tierra”, se inicia una fase de decadencia (Zivilisation), provocada por el debilitamiento de los  vínculos geográficos y raciales. Cada Kultur tiene su propio mundo simbólico, que no puede ser transferido ni adulterado con elementos extraños. No es posible ni deseable la comunicación entre culturas, pues el contacto con otras tradiciones actúa como una amenaza contra la propia identidad. Occidente se precipita hacia el ocaso porque los pueblos de Europa oriental y meridional han malogrado su espíritu aristocrático. La rebelión de las masas, que han encontrado en el socialismo su ideario, el desplazamiento de la política por la economía, el crecimiento de las grandes urbes metropolitanas, que han esclavizado la naturaleza, y la conversión de la ciencia en simple tecnología instrumental, han determinado el declive de la cultura occidental. La barbarie es inevitable, pero antes de que ésta imponga su dominio, surgirá una época de cesarismo. No se trata de una predicción, sino de una ley histórica que trasciende la voluntad humana.

Es evidente que esta visión de la historia se compenetraba fácilmente con las tesis nacionalsocialistas. Hitler no ocultó su admiración por la obra de Spengler, aunque el historiador no se abstuvo de ironizar públicamente sobre su capacidad de comprender sus ideas. Heidegger, que ya conocía la primera parte del texto, publicada en 1918, no sería insensible a las predicciones de La decadencia de occidente. De hecho, su crítica de la técnica y de la moderna sociedad industrial muestra cierta afinidad con las teorías de Spengler. En cualquier caso, se trata de ideas que circulaban ampliamente por la época. La rebelión de las masas (1930) de Ortega y Gasset podría inscribirse en esa tendencia. La crisis del 29, que hundirá la economía mundial, acentuará la idea de que la cultura occidental se encuentra en un momento de decadencia. Algunos pensadores responsabilizan de este proceso a las democracias liberales, que han debilitado la autoridad del Estado.

En ese contexto de crisis, el filósofo italiano Giovanni Gentile se adhiere al fascismo y afirma que el Estado es la encarnación de la moralidad. Desde su punto de vista, el totalitarismo no es una forma política transitoria, sino la realización de la esencia ética del Estado. El escritor y pensador Ernst Jünger reivindica en El trabajador (1932) un Estado mundial que devuelva al hombre su vínculo con la Tierra, neutralizando las tendencias disgregadoras del parlamentarismo. No es el individuo, sino la comunidad quien realizará ese cambio histórico. La política no se hace con el derecho, sino con la fuerza. Los pueblos extraen las leyes del poder y no del consenso, pura ficción histórica del espíritu ilustrado. “La violencia caótica de la insurrección –escribe Jünger– contiene ya en sí la severa norma de una legitimidad futura”.

El jurista y filósofo Carl Schmitt se manifiesta en términos parecidos en Teoría de la Constitución (1928). Desde su punto de vista, el Estado no necesita apoyarse en las leyes, pues sus límites no están determinados por una legalidad determinada, sino que es él, con su poder, el que establece lo que es legal y lo que no. No es en las leyes, sino en la voluntad de una comunidad, donde hay que buscar la legitimidad del Estado. La capacidad de fundar un Estado sólo depende de la fuerza de la comunidad que se constituye en pueblo. De hecho, pueblo y Estado se identifican plenamente y no hay nada más absurdo que invocar las leyes para proteger a la comunidad de su expresión más perfecta.

Desde otro punto de vista, Edmund Husserl, que en esas fechas trabaja en La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental (texto que no se publicaría hasta 1954 con carácter póstumo), responsabiliza a “la visión global del mundo que es propia del hombre moderno” de provocar “un alejamiento con respecto a los problemas decisivos para una humanidad auténtica”. El actual modelo cultural procede del ideal científico elaborado por Descartes y Galileo, cuya interpretación de la naturaleza como mera facticidad ha impuesto una agresiva manipulación de las cosas, ignorando la dimensión espiritual de la vida. Esta concepción de la ciencia “excluye por principio aquellos problemas que son más acuciantes para el hombre, el cual en nuestro tiempo tan atormentado se siente a merced del destino: los problemas del sentido y de la falta de sentido de la existencia humana en su conjunto”.

Heidegger, que durante un tiempo fue discípulo de Husserl, coincide con su maestro en que la idolatría de la ciencia y de la técnica ha reducido el mundo a su “evidencia apodíctica”. La restitución de lo espiritual sólo puede surgir de un regreso a los orígenes. Heidegger creyó advertir ese camino en las alocuciones de Hitler, cuyas alusiones a la transformación completa de la existencia alemana le sugirieron la posibilidad de superar las crisis de la cultura europea mediante una política nacionalista y autoritaria.

Estos razonamientos, que recogen la perspectiva de buena parte de la inteligencia europea, provocarán su adhesión al nacionalsocialismo. La complicidad entre ciertos intelectuales y los movimientos políticos fascistas, constituirá lo que Hannah Arendt ha llamado “alianza entre chusma y élite” (Los orígenes del totalitarismo). Es el caso de Heidegger, que ingresa en el Partido Nacionalsocialista (NSDAP) en 1933. Ese mismo año es elegido rector de la Universidad de Friburgo y participa en varias actividades propagandísticas. En una entrevista con el Freiburger Studentenzeintung, realiza la famosa declaración: “El Führer mismo y sólo él es la realidad alemana actual y futura, y su ley”. En su discurso de toma de posesión del cargo, se manifiesta en contra de la “tan celebrada libertad académica, [...] puramente negativa, inauténtica”, habla de la “misión espiritual del pueblo alemán” y define la vida estudiantil como “servicio de las armas” (La autoafirmación de la universidad alemana).

Sin embargo, Heidegger presenta su dimisión el 23 de abril de 1934, pues se niega a destituir a dos profesores que no simpatizan con el régimen. La falta de apoyo de las autoridades en sus planes de reforma de la Universidad le ayuda a tomar la decisión. Eso sí, conserva el carné del partido nazi. Después de la guerra, Heidegger mantendrá un equívoco silencio. El giro que experimenta su pensamiento en esas fechas sólo revela su desilusión ante un movimiento político que produjo en él una esperanza engañosa. Esa decepción no afecta a su creencia de que existe un innegable paralelismo entre los destinos del pueblo griego y el alemán. Ambos ocupan un lugar central en la historia. Su misión es preservar –o recobrar– ese primitivismo que consiste en “estar allí donde comienzan las cosas”, ejecutando “la verdadera exigencia del saber”.

Heidegger interpretó el nazismo como la fuerza revolucionaria que consumaría la superación de la Modernidad. Los acontecimientos posteriores le persuadieron de que el nazismo sólo había sido una síntesis de racionalidad tecnológica y voluntad de poder. Los conceptos de raza, caudillo o nación no habían sido más que expresiones de una subjetividad exacerbada. Esa conclusión es un regreso al punto de partida, según el cual la cultura occidental se ha instalado en el nihilismo. Nada parece frenar su decadencia. En una famosa entrevista concedida  en 1966 a la revista alemana Der Spiegel, pero publicada póstumamente a petición del mismo Heidegger, éste no ocultaba su pesimismo: “La filosofía no podrá operar ningún cambio inmediato en el actual estado de cosas del mundo. Esto vale no sólo para la filosofía, sino especialmente para todos los esfuerzos y afanes meramente humanos”. Y añade: “Sólo un dios puede aún salvarnos”.

El pesimismo de Heidegger contrasta con el espectacular desarrollo de la ciencia y la técnica en el siglo XX. Es el siglo en que Einstein formula la teoría de la Relatividad General (1916), Fleming descubre la penicilina (1929) y Bohr y Heisenberg establecen los fundamentos de la mecánica cuántica. En 1924, Broglie sienta los principios de la mecánica ondulatoria al describir el comportamiento del electrón y, tres años después, en 1927 (la misma fecha en que se publica Ser y tiempo), Georges Lemaître elabora un modelo del universo que, de acuerdo con las teorías de Einstein, postula una expansión sin un centro de referencia, hipótesis confirmada más adelante por el astrónomo norteamericano Edwin Hubble, con sus observaciones sobre la distancia a Andrómeda y su composición estelar. En 1932, se descubre el neutrón y, algo más tarde, la radioactividad. En 1938, Strassman y Hahn logran la fisión nuclear.

Después de la guerra, aparecerán la cibernética, los trasplantes de órganos, el rayo láser, el hallazgo del ARN y el ADN, el primer alunizaje y los microprocesadores. Nada de esto modifica la perspectiva de Heidegger, que responsabiliza a la ciencia de alejar al hombre de su cometido esencial: pensar el ser. El progreso tecnológico ha olvidado esa tarea, rebajando la naturaleza a pura objetualidad sometida al ser humano por una relación de dominio. Frente a la técnica moderna, “que exige a la naturaleza suministrar energía que como tal pueda ser extraída y almacenada”, Heidegger evoca la techné griega cuyo producir no consiste en fabricar cosas, sino en un “llevar a la presencia” el ser del ente.

No hay en Heidegger una sola palabra sobre Auschwitz. Jean Améry, pensador austriaco y superviviente del famoso campo de exterminio, considera que el genocidio nazi pone de manifiesto la indigencia del pensamiento heideggeriano. La “palabrería vacía” de “ese desagradable mago del país de los alemanes” mostraba toda su miseria en el espacio acotado por las alambradas, pues “en ningún otro lugar del mundo la realidad poseía una fuerza tan imponente. Bastaba con ver la torreta de vigilancia y sentir el olor a grasa calcinada procedente de los crematorios” para advertir que el Ser sobre el que gira la filosofía de Heidegger sólo era “un concepto abstracto y huero” (Más allá de la culpa y la expiación).

Por el contrario, el filósofo italiano Giorgio Agamben considera que sólo Heidegger nos ha provisto de elementos conceptuales para interpretar el sentido último de los campos de exterminio. Heidegger afirma que sólo en la anticipación de la muerte logra el ser humano descubrir su verdadera identidad. No hay mayor ultraje para un hombre que arrebatarle la posibilidad radical de una muerte propia, esa perspectiva que, en su opinión, es el fundamento de la propia existencia fáctica. Desde este punto de vista, “el campo sería –en palabras de Agamben– el lugar en que es imposible hacer experiencia de la muerte como de la posibilidad más propia e insuperable, como posibilidad de lo imposible. En los campos [...], el ser de la muerte está vedado y los hombres no mueren, sino que son producidos como cadáveres” (Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo: Homo sacer).

El silencio de Heidegger ante la mayor tragedia de la historia europea puede interpretarse como el efecto de un pensamiento despegado de lo inmediato, cuya finalidad –pensar el ser– se inscribe en un dominio atemporal. Sin embargo, no es fácil explicar esta omisión, cuando se repara en el comentario del escritor húngaro Imre Kertész, premio Nobel de Literatura y superviviente del holocausto: “Auschwitz no es sólo el pasado, sino también el porvenir de nuestra cultura”.

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