El francés Antonin Artaud escribió en 1968: “Restablecer en el teatro una concepción de la vida apasionada y convulsa. Es, en este sentido de rigor violento y condensación extrema de elementos escénicos, como debe entenderse la crueldad… Esta crueldad será sangrienta en el momento que sea necesario”. Encontró Artaud el apoyo de Pablo Picasso que en su obra teatral El deseo atrapado por la cola, interpretada por Jean Paul Sartre y Albert Camus, sigue el rastro del teatro de la crueldad y sus influencias balinesas.

El irlandés Samuel Beckett, con su voz de profunda madera desesperada, descarga a Joyce y el humor ácido sobre Esperando a Godot, que conmovió, cuando jóvenes, a mi generación. Fue la apoteosis del teatro del absurdo.

El rumano Eugene Ionesco, la mirada ofidia, desbordó a Beckett en El rinoceronte, crucificando al nazismo y al fascismo.

Juan Mayorga pone en marcha el teatro de la palabra recental, el perturbador teatro del aturdimiento

El español Fernando Arrabal, el idioma en llamas, enardeció a la juventud de la época con El cementerio de automóviles. Amigo y colaborador de Magritte, de Dalí, de Tzara, de Breton, puso en pie, sobre una escena descoyuntada, el teatro pánico.

El alemán Bertolt Brecht, el ojo centinela, profundizó la expresión teatral como espejo colocado delante de la sociedad de su época para encabezar el teatro dialéctico que cristalizó en esa obra formidable titulada El círculo de tiza caucasiano.

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Antonio Buero Vallejo, en fin, alcanzó las más altas cotas de penetración cultural con un teatro de arquitectura catedralicia con el que toreó a la censura franquista y cadaverizó a los censores cuando, condenado a muerte por el dictador, un indulto, gestionado por José María Pemán, le devolvió a la creación literaria.

Juan Mayorga, académico hoy de la Real Academia Española, ha condensado el teatro vanguardista de la última centuria y se ha convertido en el gran nombre internacional de nuestra escena, en la que también brilla Angélica Liddell. Héctor y Berta, matrimonio propietario de una gran colección, buscan al heredero que dé continuidad al esfuerzo de toda una vida.

[José Manuel Sánchez Ron, la belleza de la ciencia como hecho incontestable]

Juan Mayorga reflexiona sobre el amor, la pasión, la existencia y la muerte. Pone en marcha el teatro de la palabra recental, el perturbador teatro del aturdimiento. El público acompañó con su silencio sepulcral la representación sobre la escenografía liminar de La Abadía y, al concluir, puesto en pie, dedicó una ovación veinte veces reiterada al verdadero teatro y a su autenticidad inextinguible.

El éxito de Juan Mayorga no hubiera sido posible sin José Sacristán. Se trata de un jovencísimo veterano convertido en el mejor actor del teatro español actual. He tenido muchas ocasiones, a lo largo de mi dilatada vida profesional, de subrayar la calidad interpretativa de José Sacristán. En La colección se instala en la cima, pasa la batería como un misil y da una lección sin fisuras de cómo se debe actuar.

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Estamos ante un alarde de perfección desde la exacta vocalización a la expresión corporal. Ana Marzoa le acompaña sin desdoro en el esfuerzo. También Zaira Montes e Ignacio Jiménez. Excelentes la escenografía de Alessio Meloni, la iluminación de Gómez Cornejo, el vestuario de Vanessa Actif y los espacios musicales de Jaume Manresa.

Salí conmocionado del Teatro de La Abadía, dándome cuenta de hasta qué punto necesito presenciar teatro en los últimos años de mi vida. Comprendo muy bien por qué Cervantes escribió en el Quijote, cuando aquel loco lúcido, caballero de la triste figura, se dirigió a los actores de la compañía de Angulo, tras la aventura de la carreta en Las Cortes de la Muerte: “… y mirad si mandáis algo en que pueda seros de provecho; que lo haré con buen ánimo y buen talante porque desde muchacho fui aficionado a la carátula y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula”.