La Literatura, las Artes Plásticas, la Música y la Ciencia son las cuatro patas sólidas sobre las que se asienta la cultura. Durante largos años, se excluía a la ciencia en las revistas culturales y se la rechazaba por su aridez y su impenetrabilidad. Hoy ya no es así. El conocimiento de la ciencia contemporánea forma parte de la cultura general.

En sus Meditaciones del Quijote, José Ortega y Gasset, primera inteligencia del siglo XX español, escribió: “La cultura –la vertiente ideal de las cosas– pretende establecerse como un mundo aparte y suficiente, adonde podamos trasladar nuestras entrañas”. Cervantes lo hizo. Para humillar el desdén con que le distinguía Lope de Vega, escribió el Persiles y Sigismunda donde afirma: “Ninguna ciencia, en cuanto a ciencia, engaña; el engaño está en quien no sabe”.

En su último libro, La belleza de la ciencia (Eolas ediciones), José Manuel Sánchez Ron desarrolla su teoría de vanguardia. Respalda sus afirmaciones con una bibliografía abrumadora en la que se destacan los nombres de Darwin, Gombrich, Einstein, Penrose, Gustavo Torner y mi inolvidado Bertrand Russell al que contraté artículos de fondo para el ABC verdadero tras una dilatada conversación en el Dorchester de Londres.

Especialmente sagaz resulta la relación que establece Sánchez Ron entre los cubistas y la Física

Sería injusto no mencionar, en el equipaje cultural de Sánchez Ron, a Miguel García Posada y su Poesía de la ciencia. Prematuramente desaparecido, recuerdo siempre las largas horas y los muchos días en los que trabajé con Miguel hasta publicar en ABC los Sonetos del amor oscuro de Federico García Lorca.

Subraya Sánchez Ron el teorema de “los dos cuadrados” de Fermat. Afirma que no entiende la belleza que en él contempla Hardy y reflexiona sobre la otra belleza en la ciencia según Euclides, que “reside en las relaciones que existen entre los elementos de sus construcciones”. Estudia el autor del libro a Maurits Cornelis Escher, heredero de la tradición árabe, y conduce al lector hasta sus grabados refiriéndose al triángulo imposible que se conoció como el tribar.

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¿Dónde están los objetos de la matemática?, se pregunta Sánchez Ron: “En un mundo aparte de formas puras, como quería Platón, o en las cosas naturales mismas, como pensaba Aristóteles, o en la intuición pura del sujeto transcendental, según Kant…”. Rechaza Sánchez Ron las “soluciones elegantes” argumentadas por algunos eruditos a la violeta para subrayar la belleza de la ciencia. Según Einstein, los científicos deberían dejar la elegancia para los sastres.

Especialmente sagaz resulta la relación que establece el autor entre los cubistas y la Física y reflexiona sobre “la consistencia de más de un ángulo de visión en el lienzo, esto es, utilizar los diferentes planos y perspectivas para representar una misma realidad”. Braque, Léger y Picasso pensaban en este sentido lo mismo que Sánchez Ron. Las señoritas de Avignon abrieron la belleza matemática.

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El ADN, la mirada en el microscopio sobre las células (la de Purkinje dibujada por Ramón y Cajal) demuestran las incontables manifestaciones en las que la ciencia se hace belleza. Se refiere largamente Sánchez Ron a las anticipaciones de un genio, tal vez el más grande que haya producido la historia humana, que se llama Leonardo da Vinci.

El pintor, el escultor, el arquitecto dedicó muchas horas al estudio de la ciencia y se complació en su belleza poque “ciencia y arte unidos, fecundándolos mutuamente en numerosos lugares, nos conduce a que la ciencia, en sus diversas formas y manifestaciones, no es ajena a la belleza; no es una actividad árida sino una con gran capacidad de albergar hermosura y no sólo por la importancia de sus resultados y por la coherencia y solidez de sus construcciones teóricas, sino por sus propios contenidos, y una capaz, así mismo, de inspirar hermosas obras a músicos y creadores de arte”.